Los mocos de la furia inaugura la flamante colección Cosas que nunca olvidé, de la editorial Siglo XXI, que con esta primera entrega deja la vara muy alta y la expectativa de saber cómo continuará con relatos potentes en libros de edición muy rigurosa. Pone en diálogo el trabajo de dos autoras fundamentales de la literatura infantil y juvenil (LIJ), las argentinas Liliana Bodoc y María Wernicke, cada una dueña de una obra sólida y hermosa y pertenecientes a la misma generación (ambas nacieron en 1958). Bodoc falleció tempranamente en febrero de 2018, dejando un legado enorme en la LIJ –que incluye nada menos que la trilogía La saga de los confines y títulos como El espejo africano, Elisa y un largo etcétera– y, al mismo tiempo, la certeza de la pérdida por lo que ya no llegaría. Ese cruce virtuoso es el primer gran acierto de la editora Laura Leibiker.

El texto de Los mocos de la furia es un relato que Bodoc incluyó en su discurso en la inauguración del Filba en 2017, es decir que estrenó su fuerza expresiva en la oralidad, con la voz de Liliana dándole cuerpo y sustancia al decir frente a un auditorio. Ese texto conmovedor y honesto haría su camino, de la mano de la decisión editorial de Leibiker, para ser puesto en libro. En una entrevista con Cultura Rec, de la radio Vorterix de Santa Fe, Wernicke comenta sobre la propuesta: “Cuando Laura me dio el texto para leer quedé muy sacudida. Me dije: ‘Esto es difícil pero lo quiero hacer porque es totalmente coherente con lo que yo conocí de Lili’. Fue dificilísimo. Me pasó por primera vez que necesitaba muchísimas más imágenes de las que podía resolver en dobles páginas. Hay tiempos de la narración que necesitaba contar en secuencias con otros ritmos, en los que me tenía que detener, y otros en los que me tenía que retirar, en los que la palabra tiene una potencia tan atroz que no había imagen que pudiese acompañar”.

“Y bien, aquella furia de mis nueve años quiso ser divina”, arranca, sin preámbulos, con esa conjunción que ubica el relato en medio de la conversación, como se venía diciendo, y el lector ya queda atrapado, ya está dentro. Pero ya había pasado ante nuestros ojos ese puño que aprieta el vestido en la tapa, el brazo tenso colándose entre las letras, una silla caída en la portada, debajo del título y las autoras. “Y fue tan decisiva que aún perdura, y soy capaz de revivirla como si no hubiesen pasado cincuenta años desde la noche en que el flamante director de la cementera llegó a cenar a mi casa”, continúa Bodoc, y de este modo queda presentado el asunto y se da inicio a la acción.

En Los mocos de la furia hay una consciente y honesta reivindicación de la furia como expresión y como recuperación de la dignidad, en el rescate de una anécdota infantil que por su violencia y por inaugural dejó su marca a fuego. Bodoc cuenta desde el más íntimo involucramiento, reviviendo el desgarro, tomando partido, plenamente situada, y en el ritmo pausado, en el amoroso detalle de los preparativos de la cena, hay siempre una anticipación de lo que va a venir: la calma que precede a la tormenta. “Después de una cena silenciosa y tensa, llegó el postre y, con él, mi primer y peor día de furia”; luego de este momento de quiebre, página a página, texto a texto, ilustración a ilustración, la acción se ralentiza, la tensión va en aumento hasta que la protagonista estalla. El detonante es un gesto que sintetiza la humillación y el desprecio, con el aditamento de que es gratuito: el invitado apaga el cigarrillo en el postre. “Mi abuela agachó la cabeza. Mi mundo humillado. Así como recuerdo la crema, recuerdo esas lágrimas que, antes de resbalar, queman”.

Si hasta este punto la narración marcaba su ritmo en un juego de detenimiento y anticipación, una vez desatada la furia lo que hay es acción y descontrol, que se describe con la misma precisión y con relativa brevedad, y se materializa en los mocos del título. En el cierre, cincuenta años después, la narradora retoma el asunto con la lucidez que le permite la distancia, para enunciar: “no quiero quitarle a ese hombre ni un gramo de responsabilidad”, reivindicar “esa furia como un bautismo” y asumir esa pulsión como acicate y advertir: “sigo escribiendo con la barbilla sobre la mesa, escucho el crujido de la brasa contra la ofrenda”. La circularidad del relato aparece también en la ilustración, y aquella niña de cabello encendido concentrada en las llamas de la estufa de leña del comienzo se mira en el espejo de la mujer frente a la estufa del final.

Las ilustraciones de Wernicke conmueven en dos niveles distintos. Por un lado, hacia fuera del libro, en ese diálogo con el texto de Bodoc “sin Lili” que le permite a la escritora seguir diciendo, seguir siendo dicha, seguir haciendo sentido. Por otro lado, hacia dentro del libro, en un diálogo con las palabras de Bodoc que aparece en tensión, que a veces necesita decir mediante la ilustración y a veces necesita dejarle decir al texto para tomar impulso. El amor está en los detalles: cada paso en cada receta que la abuela convierte en delicia; cada adorno sobre cada mueble; los gestos en los rostros y en las manos. Una mención aparte merece el tratamiento del color: la constante de un rojo oscuro como contrapunto del blanco y negro, condensando el simbolismo de la furia, de la pasión, de lo sanguíneo, del fuego; sólo hay una excepción a esa regla: el azul oscuro, apenas distinguible del negro, de los platos de vidrio donde se sirve el postre, el ínfimo detalle de la ternura que se rebela, que prevalece en silencio.

Tiene Los mocos de la furia un epílogo –diferenciado gráficamente con el uso de color en la letra– en el que, en una suerte de revancha discursiva, la niña se dirige al ofensor y ensaya una explicación de la furia, pero va más allá para leer la anécdota en términos más generales y funciona como una potente declaración de principios: “Cuando sea grande voy a cocinar el postre de vainilla, porque, señor de mierda, no todas las batallas hacen ruido”. Por último, un texto de Galileo Bodoc, hijo de Liliana, pone en un contexto histórico más amplio la anécdota, el libro, las palabras.

Los mocos de la furia resulta, además de una hermosa manera de reencontrarnos como lectores con la voz de Bodoc, un libro necesario para estos tiempos de violencias fáciles, una pequeña obra de arte en la que la palabra y la escritura son, también, vehículos de dignidad.

Los mocos de la furia, de Liliana Bodoc y María Wernicke. 48 páginas Siglo XXI, 2024. $ 1.100.


Foto del artículo 'Los mocos de la furia nos trae de regreso a Liliana Bodoc'

Foto: Pablo Vignali

Literatura en radio

Desde el 25 de julio hasta el 12 de setiembre, en el Centro Cultural de España (Rincón 629), los jueves de 16.30 a 18.30 se ofrecerá el taller “Literatura en radio”, a cargo de Yumié Rodríguez y Yordan Martínez. Dirigido a adolescentes de 12 a 15 años, se propone acercar el conocimiento del lenguaje radial y sus múltiples posibilidades en la actualidad; brindar herramientas para la creación de contenidos de calidad en las redes sociales; motivar el hábito de la lectura; y estimular la imaginación y la creatividad. “Tu voz en un audiolibro, un dramatizado o un espacio radial como lo imagines. Con este taller tendrás la oportunidad de aprender a crear un espacio radial de manera divertida, conocerás herramientas para grabar, editar y adaptar una historia, a partir de un acercamiento a la literatura a través del lenguaje sonoro: la radio”, invitan. Para inscribirse hay que llenar el formulario en la web del CCE.