En el mes en que se cumplen 50 años desde que comenzó su carrera de escritor con la premiación y posterior publicación de Guaraçú en San Pablo, Brasil, Ricardo Alcántara está de visita en Uruguay invitado por los organizadores de la Feria del Libro de San José, que le rendirán un merecido homenaje.
Además de visitar la feria, recorrerá escuelas donde dialogará con sus lectores sobre Fuego blanco, fuego rojo, su primera novela publicada originalmente en nuestro país y que todavía tiene un largo recorrido por hacer, mientras el autor prepara la edición de un nuevo título y pergeña una nueva aventura del entrañable Oscar, el oso de la serie ilustrada por Emilio Urberuaga. la diaria aprovechó su visita para conversar .
Llegás a Uruguay para celebrar medio siglo de trayectoria.
Vengo invitado por la feria de San José para celebrar mis 50 años de compromiso con la literatura infantil y juvenil. Me hacen un homenaje en la feria de San José el 13 y luego tengo charlas en los colegios. La idea es celebrar aquí esa cifra tan mareante: ¡50 es mucho! Antes de venir, los tres o cuatro días que tuve libres para preparar el viaje fueron un tiempo tranquilo para echar la vista atrás, para ir rememorando, y cuando piensas 50 años, dices “es toda una vida”, pero no: son muchas vidas. Estoy impactado porque acuden a la memoria cosas que están tan frescas que la sensación es de que es imposible que las separen 50 años. Es un recorrido que me ha llenado de vida, de cariño, de vivencias. Mi trabajo es darles vida a los personajes y eso es mucho: he estado 50 años animándoles a hacer su camino, a encontrarse con sus dificultades, a encontrarles solución y, si la han encontrado, animándoles a seguir. Hay pocas cosas más dulces.
¿Qué cosas están muy frescas de aquellos comienzos?
Por ejemplo, cuando faltaba un mes para acabar la carrera de Psicología y de pronto las piezas del rompecabezas se quitan, se desmarcan, se recolocan y, en cuestión de segundos, entiendo que no había nacido para ser psicólogo, sino para ser escritor. Estaba trabajando como becario, por lo que si no aceptaba el trabajo que me ofrecían, no podía seguir porque acababa la facultad y no tenía dinero. Pocos días después, me entero de la convocatoria del Premio Gobernador de San Pablo, en el que quedo segundo, luego gano el de Guanabara, me dan 2.000 dólares y con eso marcho para Barcelona. Hay mucha gente que dice “qué valiente”, pero no fui valiente, porque en ningún momento consideré el riesgo: me fui a Barcelona para ser escritor y no tenía dudas. Al principio, no fue fácil, pero tres años después publiqué mi primer libro allí –Guaraçú, el mismo con el que había ganado el premio en Brasil– y todo se fue encaminando.
Me imagino que en esos primeros años trabajaste de todo.
De mis padres tuve la mejor herencia que puedes recibir: el concepto de que tú eres trabajador, puedes conseguir lo que quieras trabajando, trabajando y trabajando. Llegué en agosto de 1975, [Francisco] Franco aún vivía y la dictadura, después de 40 años, se había asentado con todo su poderío, entonces la mentalidad de la gente era gris, la gente se vestía de gris, se relacionaba en gris. Llegué con las camisetas Hering amarillas o rojas de Brasil y se giraban para mirarme. La literatura era igual de gris, por eso muchos autores de América Latina impactaron con su colorido y con la libertad de sus personajes. En ese contexto llego con Guaraçú, cuyo protagonista es un niño de la selva que caminaba entre las plantas desnudo, con colores, con flores, con pájaros. En el dossier por el Premio SM para el que estuve postulado este año, Teresa Durán relataba mi irrupción en la literatura infantil catalana resaltando estas cosas: Guaracú fue un desafío y marcó un antes y un después en la literatura catalana, ganó el premio Serrador, estuvo en el Banco del Libro de Venezuela… Era una delicia verlo en los escaparates. Es una pena que no se haya vuelto a publicar, porque las ilustraciones de María Rius han aguantado bien y el texto también, pero no se consigue.
¿Y cómo fue luego de la muerte de Franco?
Tremendo. Yo viajé en barco y creo que fue la mejor decisión, porque amo profundamente Brasil y lo dejaba con pena al entender que no podía comenzar una carrera literaria en un idioma que no era mi idioma materno. Los primeros siete días de la travesía me fui despidiendo de Brasil, y los siguientes siete días me fui acercando a Barcelona y, al llegar, fue caminar por una calle y enamorarme de la ciudad.
Cuando murió Franco fue impresionante porque de un día para otro todo cambió. La gente tenía dificultad de información, pero iba a Francia, a Perpignan, y veía las películas de [Pier Paolo] Pasolini, por ejemplo. Cuando murió Franco hubo una explosión cultural y fue fantástico ser parte de esa nueva generación. Si yo hasta ese momento era un recién llegado, se comenzó a gestar otra sociedad en la que participaba, por lo que mi sensación de extrañeza, de ser un bicho raro, se esfumó, porque todos comenzamos a ver nuestra nueva identidad. Comenzabas a ver manifestaciones, huelgas, gente gritando… Fue una época de una riqueza increíble.
Volviendo a tus libros, ¿tenés planes de publicar?
Hay una novela que seguramente Santillana publicará el próximo año, El niño pintado. Y, con la felicidad de la llegada, hoy me suena el despertador, me quedo unos minutos en la cama, que es una cosa que me encanta, y ha surgido una idea para hacer otro libro de Oscar. La trabajaré y propondré en la editorial. Por norma intento no tirar del personaje más de lo que puede dar, por respeto al personaje y a los lectores, pero surgió una idea y veremos qué pasa.
¿Cómo fue la experiencia de publicar acá Fuego blanco, fuego rojo?
Muy buena. Cuando haces un libro y lo entregas al editor, siempre es una sorpresa porque no sabes cuál será la reacción, y si el libro se publica, nunca sabes la reacción del público. Mi público de Uruguay es un público de Oscar, entonces no sabes qué puede pasar con ese público ya crecido. Por suerte ha funcionado muy bien, con respuestas muy buenas. Es un libro que me viene dando grandes alegrías.
Mi literatura es la observación de lo que pasa afuera, protestar por las cosas que no me gustan y buscar nuevos caminos, mis nuevos caminos. Y siempre soy esperanzador; en mis libros se respira eso porque es mi forma de entender la vida. Difícilmente hago un libro donde mi personaje acabe mal; sólo tengo uno, El llanto del león, porque el león se fue de madre y hasta se convirtió en el rey de la selva, ya era mucho.
La LIJ tiene el condimento del trabajo con el ilustrador y, por otra parte, sigue vivo en el contacto con los lectores.
Hay épocas en que visito muchas escuelas y evidentemente hay preguntas que se repiten, pero otras son tan originales que el libro se revela como si fuera nuevo. Arranco el encuentro siempre igual: les cuento Tomás y la goma mágica y les pregunto qué cosa borrarían. Las respuestas que he tenido son impactantes. En una escuela de la periferia de Barcelona, una niña sudamericana de unos 12 años que hacía poco que estaba allí respondió “mi pasado”, fue muy fuerte. Es fantástico, porque es verdad que los niños van cambiando, evolucionando, pero hay algo que se mantiene: llego a una clase y con esta poca voz comienzo a contar un cuento y todos callan. No por el cuento en sí, sino porque los cuentos tienen un poder mágico, es una música que sale del amor y va al encuentro del otro.
¿Qué diferencias encontrás entre el tiempo en que empezaste a escribir y el actual?
Yo escribo lo que necesito, siento y quiero. No tengo en cuenta al lector. Si estoy escribiendo sobre Oscar, algunas palabras ni me las pide, el propio personaje te reclama unas palabras, unas acciones que son adecuadas para él. Hay un libro que debe tener unos 20 años, Uy, qué miedo, que es la historia de una brujita que, como toda bruja, tiene un vestido negro lleno de remiendos. Un día voy a un colegio y digo “la brujita tiene un vestido con remiendos”, y un niño me pregunta “¿qué son los remiendos?”. Uno de los grandes cambios es la pobreza del vocabulario. Yo no lo tengo en cuenta; no pongo palabras difíciles, pero no acompaño la evolución bajando el listón.
Otra cosa es que en las escuelas no se trabaja la imaginación, que es una herramienta para crecer, para vivir. Al contrario, el camino de la imaginación se trunca, y creo que es una gran equivocación de la sociedad. Cuando un libro va a la clase y encuentra un maestro que lo trabaja con los niños y fortalece la imaginación, los resultados son maravillosos. El trabajo del maestro es el de un mediador, debe impulsarles en el vuelo. La buena lectura y el buen libro no acaban nunca: vas buscando y encuentras más. Pero es necesario que los maestros y los padres lean y que lean por placer: es imposible contagiar algo que no tienes.
¿Cuántos libros tenés publicados?
Con la boca grande te respondo: 248. Es mucho. Si algún día me levanto con el ánimo un poco caído, paseo por la sala, donde tengo una estantería con todos mis libros y es una felicidad. Pero, por ejemplo, Gustavo y los miedos tiene 40 ediciones y cada edición está ahí. Y hay traducciones al francés, al japonés... Y como soy un optimista, hay un anaquel vacío para recibir a los nuevos: que no sea por falta de espacio que deje de publicar.