En setiembre de 2021, cuando el mundo todavía no sabía de qué se trataría la “nueva normalidad” (al final resultó lo mismo que la “vieja normalidad”, pero con más racismo y xenofobia), Netflix estrenaba una serie muy particular. No venía de Estados Unidos sino de Corea del Sur, y su guion giraba alrededor de un concurso que prometía millones a quien ganara pero castigaría con la muerte a quien perdiera.
Por separado, ninguno de sus elementos era particularmente original, pero la combinación de trajes coloridos, arquitectura extraña y (seamos sinceros) una niña gigante jugando al semáforo llevó a que se convirtiera en un éxito global sin precedentes. En pocas horas, todo el mundo estaba hablando de El juego del calamar, de Seong Gi-hun (el jugador número 456), y de las ridículas pruebas que debía superar para salvar su pellejo y hacerse con una fortuna. Esas pruebas se basaban en juegos infantiles coreanos, algunos más universales y otros frente a los que solamente valía la pena relajarse, confiar y sufrir.
Mientras seguíamos a 456 y a otro montón de números con vidas diferentes y destinos idénticos, un policía intentaba investigar el funcionamiento de esos juegos, incluyendo aquellas personas encargadas de llevar a los participantes a una isla secreta y obligarlos a jugar hasta la muerte. Después de haber firmado un contrato de compromiso con esas reglas letales, claro.
Aquella temporada de nueve episodios, estrenados todos el mismo día como acostumbra la plataforma, dio bastante que hablar. Y más allá de que el final podía funcionar como cierre de la ficción en su totalidad, semejante generadora de divisas estaba destinada a regresar. Y así lo hizo, a finales del año pasado, con siete episodios que continúan la historia sin aquella novedad de 2021, pero con los elementos esperables en este universo calamaresco.
Pasaron dos años en el mundo de la serie desde que nuestro protagonista tomó una decisión fundamental. Desde entonces, y con una obsesión que recuerda al protagonista de Old Boy (otro coreano), ha utilizado sus recursos para intentar encontrar a alguno de los empleados de la organización siniestra que recluta personas con problemas económicos, en especial aquellos con deudas de juego, para participar en los juegos de marras.
El comienzo de la temporada transcurre fuera de la isla y, pese a tener un ritmo algo más lento, no faltan las emociones. Recién en el tercer episodio comenzarán los juegos, con una vieja cara conocida (la de la niña gigante que juega al semáforo) y la trama se moverá por caminos conocidos, aunque con pequeñas diferencias. Por ejemplo, periódicamente tendremos el punto de vista de una persona que fue reclutada, pero para asesinar a los que pierden las pruebas.
Del lado de los 456 participantes, y por razones más que obvias, conoceremos a una nueva fauna con la que no deberíamos encariñarnos demasiado. Esta vez habrá una madre con su hijo, un emprendedor de criptomonedas que dejó adentro a unos cuantos (varios de ellos están también en la isla), una participante trans, un rapero que habla más en inglés que en coreano y una mujer embarazada. 456 será quien podrá ayudarlos gracias a su experiencia previa, pero está claro que la ayuda nunca será suficiente.
Los juegos también tienen novedades, aunque quizás sea mejor que los fueran descubriendo conforme avancen en la serie. Lo que sí me parece importante que sepan, para disminuir el sentimiento de frustración al terminar de ver la segunda temporada, es que el corte es abrupto y, de hecho, todo terminará en una tercera temporada a estrenarse este año. Con cada capítulo que pasaba no paraba de pensar “no les va a dar el tiempo para cerrar un ciclo completo”, y la verdad es que no. Eso lo harán más adelante en el año.
Hay una importante cuota de humor que ayuda a sobrellevar tanta muerte violenta, hay momentos de tensión máxima (en general, justo antes de terminar un episodio) y, en el momento en que llueven las balas, se hace énfasis en que estas no son infinitas, algo que no ocurre en otras ficciones de este tipo.
También vale destacar que al mostrarnos más detalles de la “producción” del juego no arruinan la experiencia, sino que ayudan a consolidar el verosímil. Bueno, salvo en esos pasillos y escaleras construidos como un laberinto, que se verán hermosos en la pantalla pero no parecen tener ninguna utilidad real.
Volvieron los juegos. Quedaron a mitad de camino, pero con la promesa de traernos un cierre definitivo. Y eso, en las series más taquilleras, es algo que no se ve tan seguido.
El juego del calamar. Segunda temporada con siete episodios de entre 50 y 75 minutos. En Netflix.