El título de Un poyo rojo juega con los apellidos de dos de sus creadores, Nicolás Poggi y Luciano Rosso, y se presenta como un cruce entre la danza, el deporte y la sexualidad que “explora los límites del lenguaje contemporáneo del movimiento y sus posteriores interpretaciones”, convirtiéndose en una “invitación a reírnos de nosotros mismos y, a su vez, reconocer nuestra totalidad”.
“La obra surgió primero como un sketch, un boceto que Luciano Rosso y Nicolás Poggi habían armado para una varieté mensual en un centro cultural de San Fernando [al norte de Buenos Aires], un espacio que en ese momento compartíamos y gestionábamos”, dice el director Hermes Gaido. “En esa primera versión estaba pensado como un número breve de danza contemporánea. Después de presentarlo, los chicos me propusieron que los dirigiera y ahí empezamos a trabajar con la idea de convertirlo en una obra más extensa. A medida que ensayábamos, nos dimos cuenta de que queríamos ampliar el sentido y el lenguaje de la obra. Por eso la búsqueda se fue desplazando hacia el teatro físico, donde el cuerpo no acompaña el relato: lo construye. En esa época también nos influía DV8, un grupo inglés que trabaja justamente desde ese cruce entre danza y teatro físico”, continúa.
Alfonso Barón, uno de los coreógrafos e intérpretes, agrega al respecto: “La idea es que el lenguaje universal, o sea el del cuerpo, pueda abarcar a todo tipo de público sin la barrera del lenguaje articulado o hablado, ya que un gesto muchas veces dice más que mil palabras. Además, deja lugar a múltiples interpretaciones, dándole trabajo al espectador para poder pensar e interpretarlo como quiera y como pueda”.
En el imaginario popular estereotipado, fútbol y danza parecen compartimentos con pocos puntos de contacto. ¿Cómo surge la idea de reunir en un mismo espectáculo esas dos cosmovisiones? Parece claro que el humor tiene mucho protagonismo en esa reunión feliz.
HG: A mí me cuesta la idea de “un imaginario popular” como si fuera un solo bloque. Lo que hay, más bien, son imaginarios múltiples: grupos distintos, miradas distintas, hábitos distintos. Y cuando uno los junta bajo una misma etiqueta, corre el riesgo de simplificar algo que es bastante más diverso. Hay ejemplos que ya mezclan danza y deporte sin pedir permiso. El haka, por ejemplo, que viene de la tradición maorí y después se volvió emblema del rugby de Nueva Zelanda, es una danza de fuerte impronta masculina y está asociada a un deporte físico, rudo, de contacto. Ese cruce existe, y es antiguo. Por eso, la oposición automática “deporte versus danza”, como si fueran dos mundos con moralidades cerradas, me parece más un estereotipo que una realidad. Nuestra idea fue trabajar desde un lugar que no quedara atrapado en esa postal: tomar esos signos como metáfora, como material escénico, y jugar con ellos para que aparezca algo nuevo. Ahí el humor es central: no para burlarse de nadie, sino para aflojar la rigidez y abrir una puerta. El humor permite que convivan cosas que, en el discurso, a veces parecen incompatibles, y en escena se vuelven cercanas.
AB: Todos tenemos un poco de todo; algunos lo dejan ver más que otros, algunos se permiten vivirlo más que otros. Reírnos de nosotros mismos y tomarnos las cosas con humor me parece importante. Es una forma de hacerse cargo de quienes somos de una manera relativamente sana.
Desde que se estrenó el espectáculo, las “masculinidades” han empezado a ser puestas en discusión, en gran medida por el auge del movimiento feminista. ¿Cómo ha sido permeada la puesta por esa discusión, desde el lenguaje corporal?
HG: No suelo pensar “las masculinidades” en plural. Para mí, masculinidad es una palabra singular; pluralizarla ya supone entrar en una clasificación que no es el punto de partida de la obra.
En mi caso, no concibo este espectáculo como un comentario programático sobre la masculinidad o sobre el feminismo. La obra, desde que nació, cuenta algo más elemental y más escénico: la historia de un primer beso. Dos entidades que se transforman. A veces son bestiales, a veces animales, a veces humanas, a veces caricaturescas. Pero el eje es ese: un primer beso, y el camino que se abre a partir de ahí. No pretende señalar con el dedo ni venir a dar una lección. No es una obra que busque aleccionar. Es una experiencia contada desde el cuerpo: desde el ritmo, el contacto, la distancia, la torpeza, la ternura, el juego. Y en esa zona, cada espectador puede encontrar su propia lectura.
AB: Se aborda la masculinidad desde varias aristas y puntos de vista. No hay una sola forma de definir la masculinidad y justamente en el espectáculo intentamos transitarlas de muchas maneras distintas.
Han girado por muchos países de Europa y Norteamérica, además de en la región. ¿Qué sienten cada vez que van a hacer una nueva función en un país nuevo, como en este caso en Uruguay?
HG: Siento que fue una gran suerte formar parte de esta obra, porque me enseñó mucho. Entre otras cosas, me enseñó que viajar te da perspectiva: te agranda el marco, te hace ver mejor lo propio y te obliga a escuchar otras sensibilidades. Cada país nuevo trae una alegría particular: la misma función y, sin embargo, otro público, otra respiración, otra forma de reírse o de quedarse en silencio. Ver esas reacciones, tan distintas y tan parecidas a la vez, es siempre emocionante. Y sí, estoy muy agradecido por todo lo que nos dio esa experiencia. No lo planteo como una regla universal, pero creo que viajar suele ser muy bueno para ampliar horizontes, para enriquecer la mirada y, en definitiva, para vivir con más matices. En este caso, Uruguay además es cercano: se siente familiar, casi como estar en casa. Y El Galpón tiene una historia enorme. Hacer la obra ahí nos genera respeto y orgullo, por lo que representa ese escenario y por todo lo que pasó en ese lugar.
AB: A mí, me emociona, me divierte. ¡Me dan muchas ganas!
Un poyo rojo. Única función: viernes 23 de enero a las 21.00 en El Galpón. Entradas $ 1.600 en Redtickets. 2x1 para suscriptores de la diaria.