Aunque Hernán Casciari preferiría quedarse todo el día tranquilo en su casa, libre de alteraciones en su rutina doméstica, en pocas horas dejará su morada familiar en San Antonio de Areco, en la provincia de Buenos Aires, y volverá a Montevideo con dos espectáculos.
“De hecho, este año tomé la decisión de no hacer ningún viaje”, subraya el escritor y cuentista argentino en una videollamada con la diaria.
“¡Mi vieja es la que rompe los huevos!”, exclama sobre Chichita, su madre y coprotagonista de la obra La señora que me parió –“lamentablemente basada en hechos reales”–, con la que llegará el miércoles al teatro El Galpón, luego de su pasaje exitoso por la avenida Corrientes de Buenos Aires. “Es ella quien lo necesita”, dice, al tiempo que admite: “Esto ya no forma parte del trabajo, sino de una dinámica familiar. Es una de las cosas que me gusta hacer en este momento: ir con mi vieja a lugares”.
Menos de dos semanas después, Casciari se reencontrará con su público uruguayo en la sala Camacuá, en una función de Puro cuento, su clásico unipersonal, cuyo anuncio de prensa promete “un viaje literario único”, a través de relatos costumbristas y biográficos, redescubiertos en una épica verosímil que se ha vuelto su marca registrada.
“Yo soy actor. Y no me llamo Milton. Y nunca me tiré a un río porque no sé nadar. Yo lo único que sé es actuar: convertirme en otros cuando hay que hacerlo, y eso a veces me salva la vida”, arranca su cuento más reciente, disponible en su página web oficial.
“Aprendí de muy chico a contar, con determinadas lecturas y escuchas”, dice: “Me gustaban mucho [Héctor] Gagliardi y [Luis] Landriscina. Me gustaba mucho escuchar a gente contar bien, contar de una determinada manera o con una estructura narrativa. Pero te estoy hablando de los ocho años, los nueve, los diez, discos y casetes de mis abuelos”, recuerda.
“Y además, mucha lectura, muchísima lectura. Como no podía compartir con otros amiguitos de mi edad que no leían nada, para poder charlar con ellos sobre esas lecturas les contaba. No les leía, les contaba. Por ejemplo, después del fútbol les decía: ‘Estoy leyendo un libro de un tal Sherlock Holmes. El tipo resuelve los casos por deducción. El otro día atendió a un cliente y resulta que...’. Cuando hacía eso, veía mucha expectativa en los chicos de mi edad, y entonces les prestaba los libros para ver si se enganchaban, pero no. Era una cuestión de que preferían que yo les contara, antes que leer. Después me di cuenta de que no tenían un ejercicio de la lectura que les permitiera divertirse. No sabían leer bien. Cosa que sigue pasando con la gente en general, que no sabe leer muy bien”.
¿Cómo sería eso?
No tienen un ejercicio, un hábito de lectura que les permita realmente disfrutar del párrafo, entender lo que es un punto y coma, entender una ironía. Cuando les contás una historia a personas que no están ávidas por la lectura, funciona. Y me parece que de chiquito yo descubrí que era más fácil contarles a mis amiguitos que prestarles los libros.
En Charlas con mi hemisferio derecho, por ejemplo, escribiste sobre “el bloqueo literario más grande de tu vida”, y muchas veces hiciste referencia a bajones o momentos en los que el ejercicio de la escritura se veía interrumpido involuntariamente. ¿Qué sabés sobre la calidad de la escritura en relación con la experiencia y el paso del tiempo?
En mi caso creo que ha involucionado más que evolucionado. En mi juventud me preocupaba muchísimo por la exquisitez o la estética del párrafo y muchísimo menos por lo que estaba contando. Les daba muchísimo valor a ciertas cuestiones de la forma más que del contenido. Supongo que eso pasaba porque era muy lector de ese tipo de literatura en la que cierta experimentación generaba jerarquía. Y entonces, tanto de chico como de adolescente, como en la primera juventud, intentaba todo el tiempo escribir bien, muy bien. Y hoy, de verdad te digo, no le presto ninguna atención a cómo escribo. Pero nada, me da exactamente igual cómo aparecen las palabras en tanto los otros entiendan. Entonces, me parece que he involucionado muchísimo a ese respecto, y no me importa mucho.
Pero el pulso, el entusiasmo de sentarte a escribir, sigue estando.
Sí, claro. Pero yo no sé si se trata de sentarme a escribir. Me parece que esa es una de las maneras de contar. Anotar en un papel para que no se te olvide: eso es escribir para mí en este momento. No tiene un objetivo en sí mismo. Eso que escribo no lo paso de vuelta ni por una corrección. Me da lo mismo. Prefiero corregirlo oralmente en el teatro, ir mejorándolo. Yo mejoro mucho los textos cuando los digo. Sobre todo, cuando los digo semanalmente.
Un cuento mío, después de 15 funciones de teatro, es muchísimo mejor texto que cuando nació, pero increíblemente no lo vuelvo a redactar. Nunca jamás redacté un cuento después de 15 funciones. Y el texto es muchísimo mejor que como está en el libro. Mucho mejor. Ganó en todo. Pero nunca me pongo a agarrar mi propia literatura y decir: “Bueno, voy a corregir esto para la próxima edición del libro”. Los libros siguen siendo lo que eran y el teatro sigue siendo lo que es.
Decís que no importa si las cosas que escribís son mentiras o verdades, pero me intriga el personaje de “Carta para Hugo”. ¿Qué me podés contar sobre ese cuento?
Es que yo no escribí nunca ningún cuento. A Hugo lo vi una vez en 1990, 1991, borracho. Lo que cuenta la historia. Y pasamos una noche espectacular, los tres, con Chiri, mi mejor amigo. Fue como una noche iniciática para nosotros. Y después lo perdimos de vista, completamente, durante muchos años. En 2005, 2006, yo ya vivía en Barcelona, unos 15 años después del suceso nocturno que un día nos encontró. Un día yo estaba boludeando en internet mirando la revista Caras y había en la parte de sociedad una foto donde lo reconocí. Estaba con una modelo, unos champanes y no sé con quién más. Y digo: “Este es el borracho que encontramos aquel día”. Abajo, en el epígrafe, decía Hugo Laurencena. Yo ahí recordé que se llamaba Hugo, que se llamaba así, y lo googleé. Por primera vez podía googlear. En el 90 no se podía. Entonces encontré su página web: pintor reconocidísimo, viviendo en México y qué sé yo. Y tenía un formulario de contacto. Ahí le escribí: “Vos no te vas a acordar, pero una noche nos pasó todo esto...”. Fue un texto larguísimo, y mientras lo estaba escribiendo me daba cuenta de que era un cuento. Entonces antes de mandárselo, le hice copy-paste y me lo guardé, y también lo subí al blog.
Acá en Montevideo están desapareciendo los quioscos de diarios y revistas. ¿Hay algo que se pueda hacer?
En Buenos Aires también. De hecho, es bastante rioplatense el tema del quiosco. Cuando viví en España, yo creo que las dos primeras semanas caminé por todas partes buscando algo parecido y no encontré nada igual. Yo supongo que se irán, como todas las cosas pasadas. Hoy, que vivo bastante alejado de las grandes ciudades, todo lo que necesito lo consigo online. Hay cosas que extrañamos por nostalgia, pero no tanto por utilidad. Así que pienso que va a morir todo, incluso nosotros.
Ahora que decís eso así, y volviendo a tus cuentos, parece que encontraste la manera de lidiar con cosas dolorosas como si te resbalaran, de forma un poco despiadada.
Yo creo que soy bastante indoloro. No siento... Por lo menos no en el presente continuo. Todo me parece que tiene sentido, que si está pasando es por algo. Mi mujer me dice que me escapo de las cosas. Es mucho más interesante mi pensamiento cuando no me conocés que cuando me conocés. Cuando me conocés, encontrás todas las hilachas. Mi mujer, antes de ser mi mujer, era mi lectora, entonces me entendía como lectora. Ahora me dice: “Vos sos un boludo. Todas esas cosas que decís son todos traumas que tenés”. O sea que el que me conoce se da cuenta de cuáles son las hilachas, y con el que no me conoce trato de mantener una compostura.
Ya habías hecho otras obras y llevás un año haciendo La señora que me parió junto con tu madre. ¿Ahora comprendés más quién es?
Sí, sin duda, comprendo más quién es. No porque ella se haya mostrado más, sino porque yo estoy llegando a las edades que ella tenía cuando no la comprendía. O sea, cuando pasás de ser hijo a ser padre entendés 80 cosas que no entendías de la época en que solamente eras hijo. Entonces pasan cosas ahí. Ella también creo que entiende más. Creo que los tiempos también nos ayudaron a ambos a entender mejor la situación. O sea, mi vieja, en mi literatura, es más un villano que un personaje conmovedor. Y en el teatro jugamos mucho a que ella se defienda de mi literatura. La función teatral tiene que ver con eso, con su defensa.
Lo que pasa es que empezamos a hacer teatro por razones de reencuentro, pero ahora se volvió una costumbre, igual que cuando un hijo se junta los domingos con su madre a comer algo sin tema de conversación. Para nosotros ese domingo es nuestro camarín.
La semana que viene, cuando estemos por allá, nos actualizaremos de nuestros problemas. Ella me va a contar que le duele la rodilla y cómo lo está solucionando, y yo le voy a contar que estoy haciendo una obra de teatro de no sé qué. Y ahí armamos nuestro presente. Es un presente muchísimo más divertido que los que suele haber entre una madre de 78 y un hijo de 54. Porque en general, imaginate que una madre de esa edad con un hijo grande puede hablar casi únicamente del pasado o de cuentas no resueltas. Y nosotros, por suerte, tenemos anécdotas frescas para contar.
¿Te ha contado alguna vez qué siente ella arriba del escenario?
Ella arriba del escenario se completa. Porque ha tenido un gusto por la actuación de muy chica y nunca la dejaron. Su padre no la dejó estudiar. Mi viejo sí la dejó, pero permanentemente le daba a entender que le daba vergüenza. No iba a los estrenos en Mercedes. Ella hacía teatro vocacional. Y entonces lo dejó de hacer para no avergonzar a mi papá. Un pueblo muy chiquito, y mi viejo era muy conservador. Entonces nunca se pudo dedicar. Y desde que lo empezó a hacer, hace diez años, no se bajó nunca del escenario. Le gusta mucho.
De hecho, en este momento está ensayando un unipersonal que va a empezar ahora en agosto. Ella sola, en [el complejo teatral de Buenos Aires] Paseo la Plaza. Se llama Todos los hombres de Chichita y cuenta sobre eso: su padre que no la dejaba hacer, los tres maridos que tuvo y otros novios en el medio. Y es muy interesante la mirada de una vieja sobre el feminismo. Sobre todo, de una vieja machista. Porque ella es machista por educación. Empezó a hacer terapia hace un año y medio. Empezó a entender lo que sus nietas le dicen del feminismo hace muy poquito tiempo. Y es muy interesante lo que piensa una vieja sobre los cambios.
¿Qué ibas a buscar al cementerio a los 12 años?
Aventuras. No sé si esto alguna vez lo conté. En Mercedes, como en muchos pueblos de provincia, hay un rumor, una leyenda, de que si vas exactamente a la medianoche al cementerio de tu pueblo y das tres vueltas alrededor, en sentido contrario al de las agujas del reloj, antes de la tercera vuelta el auto se descompone. Y fuimos a averiguar eso. Tendríamos 14 años, pero había uno de los chicos que tenía 16, le robó el auto al padre y nos pasó a buscar. Nos fuimos a ver qué onda y, por supuesto, se quedó el auto. Posiblemente haya sido por la sugestión del que manejaba, pero fue muy divertido.
¿Te acercás a la poesía?
Sí, soy fanático. Muy fanático de la poesía clásica. Me gustaba mucho cuando era chico y vuelvo a esa poesía. No es que estoy descubriendo autores nuevos, ni que entienda de poesía, ni nada. Tengo mis favoritos desde los 14 años, y a ellos vuelvo con mucho gusto cada vez que tengo ganas de leer poesía. Son cuatro o cinco: [César] Vallejo, Antonio Machado, [Jorge Luis] Borges. No me voy muy lejos de esos lugares: [Oliverio] Girondo, [Mario] Benedetti. Cosas de la primera juventud.
Dijiste hace poco, en el podcast Cachetada, que estás “en la fiebre de la vida”. ¿Podés contarme sobre ese concepto y si seguís pensando lo mismo?
Como cuando tenés 38 grados de fiebre, dije. Ahí estás en un punto –sobre todo el varón, que es muy cómodo, la mujer no– en el que pedís que te alcancen las cosas, y yo estoy en ese estado. En ese sentido estoy en la fiebre de la vida. Estoy en casa, muy aburguesado, y me tienen que traer todo. Estoy en una etapa de feliz descanso.
¿Seguro no estás tramando algo o a punto de dar un volantazo?
Las cosas no se traman, me parece a mí. Me parece que vienen. Hace poco conté que dividía las etapas de la vida en fragmentos de 15 años, y eso se viralizó. Yo creo que a los 60 se va a venir un pequeño volantazo. Y ahora, más que tramando, estoy como los gatos esos que caminan alrededor del almohadón antes de acostarse, tratando de que sea mullido. Estoy ahí, en una etapa súper feliz y relajada, eligiendo lo que quiero hacer, eligiendo los trabajos que me gustan mucho, diciéndole que no a casi todo lo que me proponen y haciendo casi únicamente lo que tengo muchas ganas de hacer, y sobre todo estoy en una etapa de absoluto disfrute familiar. Quiero estar en mi casa todo el día. Tengo una hija de ocho y quiero ir a todos los actos de la escuela. Tengo ganas de estar tranquilo, que no me rompan los huevos. Vivo muy en el campo, ni siquiera dentro del pueblo, y estoy muy feliz con la mujer que tengo y con la clase de pareja que somos, y con mi hija y con mi hija grande cuando vuelve. No tengo ganas de que se mueva nada de como está ahora, en este momento. Estoy muy cuidadoso de no romper nada.
Sos fan de Tony Soprano, ¿no?
A mí me fascinó Los Soprano desde el principio, pero no tanto por el personaje de Tony Soprano, sino por la cabeza de David Chase, el creador de la serie, y lo que propone por primera vez en la tevé: que el macho más macho que uno se puede imaginar, que es el macho mafioso de El Padrino, tenga pánico escénico y vaya a hacerse ver la cabeza. Me parece que es una novedad alucinante de la literatura. Y me parece que Los Soprano, las seis temporadas, son en realidad una novela literaria maravillosa que inaugura un montón de rituales de las series de televisión moderna. La madre de Tony me parece espectacular, la relación de él con la madre es una maravilla, pero con Tony no me pasa lo mismo que con Homero Simpson. Me gusta más Homero que Los Simpson porque me hace acordar a mí, porque soy un poco yo.
Vuelvo a la escritura. Entonces vos nunca soñaste con escribir el mejor cuento del mundo, eso no pasa por tu cabeza.
Ni el mejor cuento ni el mejor nada. Yo soy más de la cantidad que de la calidad. Me interesa más que haya mucha gente leyendo un cuento mío, más o menos lindo, que cuatro lean el mejor cuento del mundo escrito por mí. O sea, no me interesa tanto la literatura, me interesa la comunicación.
La señora que me parió. Miércoles 23 a las 21.00 en El Galpón. Entradas disponibles a $ 3.200 en Redtickets. Puro cuento. Miércoles 6 de agosto a las 21.00 en la sala Camacuá. Entradas a $ 1.200 en Redtickets.