La vida de Carlos Menem (1930-2021) da para miles de investigaciones y novelas, no sólo porque estuvo llena de triunfos, contradicciones y escándalos que corrieron el límite de lo verosímil, sino porque, como presidente de Argentina entre 1989 y 1999, definió una época de enormes cambios políticos y culturales en la mayoría de nuestra región.

Esa biografía es inabarcable en una serie de sólo seis capítulos como la que estrenó Prime Video hace poco, y es lógico que sus responsables hayan hecho un recorte: comienza cuando Menem se convierte en el inesperado candidato del Partido Justicialista en las elecciones de 1988 y se detiene en el momento en que se encamina a obtener la reelección, en 1995. Lo que queda afuera es, inevitablemente, muchísimo más que lo que esas fechas indican.

Menem: el show del presidente no es un documental, sino una ficción sobre hechos reales. Antes de cada episodio se insiste en la desconexión entre la serie y las personas y hechos que menciona, pero claramente la advertencia es una cobertura ante posibles perjuicios legales. No sólo es imposible verla sin pensar en lo que ocurrió en estos lugares en la década de 1990, sino que ese anclaje histórico es precisamente el núcleo de su atractivo.

Entonces, si la vemos en busca de entretenimiento en torno a un personaje y una época excesivos, la serie cumple. No había manera de que fallara: su protagonista es un caudillo del interior que se convierte, contra todas las expectativas, en presidente. Mujeriego, astuto, seductor, consiguió encaminar al país a breves momentos de prosperidad mientras provocó y fue víctima de notorias desgracias colectivas y personales.

También fue irreverente, cholulo y tuvo un romance con los medios masivos del que seguramente proviene el subtítulo de la serie (“el show del presidente”). Su creador, Mariano Varela (empresario de la publicidad, hasta donde pude averiguar), y el director Ariel Winograd, dedicado mayormente a comedias románticas y encargado de la biopic Coppola, el representante, apuestan al drama, pero lo contrarrestan con toques humorísticos que ciertamente abundaron en la trayectoria de Menem y los suyos. Lo hacen con especial preferencia por un tipo de exageración y afectación en la mayoría de las actuaciones (Griselda Siciliani repite sus muecas de Envidiosa; el impasible Nachito Saralegui está al borde de guiñar a la cámara; Campi hace un Domingo Cavallo más extraviado que el de Alfredo Casero), con excepción de la del protagonista, encarnado por un Leonardo Sbaraglia absolutamente jugado a lo mimético. Lo excepcional de su trabajo conspira contra toda pretensión de desconectar la serie de lo que guardamos en la memoria.

Narrativamente, el punto de vista predominante es el de un ficticio fotógrafo que no tiene simpatía política por Menem pero se ve cada vez más metido en su círculo. La familia del fotógrafo padece dos males asociados al menemismo: su esposa, modista, será perjudicada por los esquemas de corrupción en las altas esferas, y su hijo, periodista inquisitivo, por la violencia del aparato de seguridad. En lo imaginativo, la propuesta más resonante es la de un Menem místico, atento a los consejos de sabias brujas, que puede verse como parte de una tradición argentina obsesionada por la conexión entre el ocultismo y el poder.

El yorugua la ve

La serie machaca una tesis: el gran problema de Menem fue la vinculación con la familia de su esposa, Zulema Yoma, de origen sirio. “Los árabes”, como les dicen casi todos, son los malos de esta historia, en la que las víctimas más claras son las del atentado a la organización judía AMIA en 1994. Mafiosos, incomprensibles, implacables, los árabes estarían detrás de la mayoría de las calamidades que se destacan.

¿Qué hay de las otras, las que sabemos que también ocurrieron? Menem impulsó un programa desindustrializador y privatizador que terminó sumiendo a Argentina en una crisis social prolongada, que estallaría en 2001. Quizás esa debacle sea el tema de una posible segunda temporada, pero en esta se alude pasajeramente a la esfera ideológica. Hay un dirigente proveniente del sindicalismo que refuta el argumento de que se venden las empresas públicas porque dan pérdida, dado que se empieza con la superavitaria Telefónica, pero aparece dentro de un capítulo dedicado especialmente a mostrar a María Julia Alsogaray, una de las cabezas de la aplicación del programa neoliberal, como otro minón más atraído por el riojano.

En otro sentido quizás opuesto, la serie tampoco da cuenta de la magnitud de la seducción colectiva que ejerció Menem. Mi punto de vista es el de un uruguayo que fue joven en la década de 1990, es decir, el de alguien que vio las transformaciones argentinas a una distancia prudencial. No es que nuestro país estuviera aislado de lo que ocurría del otro lado del río; al contrario, la cercanía permitía observar, entender y comparar.

Por estos lados Menem tenía su mini me en el presidente Luis Alberto Lacalle Herrera, pero en 1994 su intento de entregar las empresas públicas fue frenado por un plebiscito impulsado por la izquierda. Ahora bien, esa “bifurcación” de los liberalismos rioplatenses –triunfo allá, derrota parcial acá– tal vez nos haya impedido apreciar algunos impactos psicológicos de la bonanza argentina de principios de los 90. Hubo personas que hicieron grandes ganancias con la venta de activos estatales, pero también hubo un “derrame” que alcanzó a muchos sectores de la población. En la miniserie, eso aparece atado a la convertibilidad del peso argentino y el dólar (acá también tuvimos un dólar barato), pero hoy es necesario rescatar cómo ese bienestar pasajero vino a satisfacer –y prolonga hasta hoy– la convicción íntima, ajena a los uruguayos pero esencial para los argentinos, de que todo puede mejorar para todos rápida y fácilmente.

Esa promesa, parcialmente cumplida por Menem, explica su permanencia en el poder durante más de una década, pero la serie se enfoca más bien en dramas de impacto inmediato. Tal vez porque en el conflictivo panorama político argentino la praxis de Menem sigue causando controversia –opuesta a la de sus correligionarios progresistas, cercana pero demasiado populista para los libertarians–, la serie opta por elementos de consenso, y por eso abunda la recreación detallista de sucesos espectaculares que podíamos ver entonces por televisión, pero no debates más complejos.

La banda de sonido refuerza esa tendencia al revival epidérmico. Entre otras cosas, deja claro que la cumbia pop fue la música oficial de aquel entorno –Ricky Maravilla hace de sí mismo– y es una canción de Xuxa la que redondea la atmósfera satánica que sugieren las últimas escenas, en las que Menem ya ha sacrificado a su hijo para permanecer en el poder. Años más tarde, entrado este siglo, en un momento en que Menem intentaba recuperar protagonismo político, la revista Barcelona bautizó a su corriente como “peronismo demoníaco”, aunque por razones muy distintas.

Menem: el show del presidente. Seis capítulos de entre 38 y 47 minutos. En Prime Video.