En noviembre de 2024 los directores Gastón Duprat y Mariano Cohn se volvieron a reunir. Juntos, habían estado detrás de películas como El ciudadano ilustre (2016) o Competencia oficial (2021), aunque en medio de ellas se habían dividido para Mi obra maestra (Duprat, 2018) y 4x4 (Cohn, 2019). Más cerca en el tiempo habían puesto su foco en la televisión con obras como El encargado, Nada y Bellas Artes.

Por entonces adelantaban a La Nación que su nueva obra, Homo Argentum, había nacido del interés de Guillermo Francella en replicar experiencias como Los monstruos (Dino Risi, 1963), en la que Ugo Tognazzi y Vittorio Gassman estaban al frente de una veintena de viñetas que satirizaban a la sociedad italiana de aquel momento.

En este caso serían 16 historias cortas protagonizadas por Francella. “Cada historia tiene su propio tono y estilo, pero juntas logran un retrato de lo que somos como sociedad, en nuestras luces y sombras”, apuntaba por entonces Duprat. Con las (16) cartas a la vista, queda bastante claro que el énfasis de los también coguionistas (junto a Andrés Duprat y Horacio Convertini) está en las sombras.

“Son historias que reflejan cómo somos los argentinos: familieros, solidarios, pasionales, buenos amigos, pero también con algún chanta dando vuelta”, decía Francella el año pasado, pero tuvieron tanta mala suerte que se encontraron con casi todos los chantas. Y con ese permiso no escrito para hacer humor con el segmento humano al que uno pertenece, Cohn y Duprat (et al) tomaron todo lo que se dice de los argentinos, o de los porteños, para convertirlo en película.

El problema es que esos espejos deformados que muestran al chanta, al jodedor, al ladrón, al violento, al desconfiado y al agrandado se parecen a cómo se define al otro, el que está del otro lado de la grieta. El término, recordemos, fue acuñado por Jorge Lanata en 2013 para definir a una sociedad partida, entre otras cosas, por su relación con el peronismo.

Alcanza con prestar atención a la primera de las viñetas, “Aquí no ha pasado nada”, que se desarrolla en plena fiesta en un apartamento de clase alta. La conversación rápidamente (muy rápidamente) toca temas como la emigración a Europa, hasta que alguien define a (la) Argentina en forma tajante: “Para mí, no tiene solución”. El personaje de Francella, quien lucirá numerosas combinaciones de vello facial y modismos al hablar para tratar de ser un poco menos Francella, está de acuerdo en forma parcial. Le dice que la solución grupal es imposible, pero que individualmente hay una salida. Poco después provocará un accidente mortal y no demostrará un mínimo de culpa, sumándose a un trencito bailable como el que más.

La hipocresía parece ser el valor que más se repite en las viñetas. Al primer Francella se le cae la careta (y una copa) en segundos, pero ¿a quién representa? Su discurso sobre la salida individual lo emparentaría con una ideología liberal, y sin embargo el presidente de la Cámara de Diputados, Martín Menem (las cursivas son mías), dijo en sus redes sociales que ese primer segmento de la película “representa a una porción de la dirigencia argentina que llevó al país a la ruina y aún hoy sigue en sus cargos, defendiendo con cinismo sus supuestas causas nobles. Esa cultura es la que tenemos que desterrar de una vez por todas”.

De todas maneras, hay algo en la sucesión de golpes contra la argentinidad que parece ser más funcional a la postura de arrasar con la tierra y empezar de nuevo pese a todos los que tengan que sufrir mientras tanto (siempre y cuando no sea yo). Si Argentina “no tiene solución”, se justifica incluso la elección de un presidente que parece sentir un odio visceral hacia su propio pueblo.

La segunda viñeta parece remitir a aquellas comedias picarescas que representaban el destape del pueblo argentino, con hombres (siempre, aquí Francella) que salían por un ratito de su miseria cotidiana para experimentar una fantasía. Al regreso hay que seguir trabajando en una caseta, pero al menos habrá una anécdota jugosa para compartir con los muchachos en el bar.

De la tercera historia se ha comentado bastante. Francella es un multimillonario que sube al ascensor con una joven que comienza a golpearse y a romperse la ropa. Dirá a todo el mundo que él la violó, salvo que pague 50.000 dólares antes de llegar al último piso. En esta época de retrocesos sociales en donde la víctima (mujer) vuelve a ser el centro de la sospecha, semejante viñeta no puede ser catalogada de inocente.

Con el correr de los segmentos parece instalarse una idea: la de cagar o ser cagado. Será mejor que te pongas a timbear con la moneda y aplastes al que tengas al lado, porque en caso contrario te van a aplastar a vos. Si no, mirá al “arbolito” que interpreta Francella (quien reniega de Maradona porque hizo un gol con la mano). “Bienvenidos a Buenos Aires” está para demostrar que si sos turista y te tratan bien es porque te quieren cagar. Es más, sobre el cierre lo demuestra el Francella turista en otro país, que casualmente es con el que más semejanzas encuentra el pueblo argentino.

El progre, el laburante, el abuelo piola, el director de cine comprometido: todos esconden un costado oscuro. Y cuando Francella interpreta a un “viejo facho” (como le grita un vecino después de pedir bala para los delincuentes) resulta que no era tan así, que no es capaz de disparar a los chorros que entraron a su casa, por más que el guion se empeñe en ayudarlo a tomar esa decisión. Quizás hayamos juzgado de manera muy dura a los que apoyan el gatillo fácil.

Autodestrucción del francellaverso

La mayoría de las viñetas son aspiracionales. Los personajes que interpreta Francella suelen ser los que tienen más dinero o los que terminan ganando. Uno de ellos compra un auto de altísima gama después de “mucho esfuerzo personal”, otro invita a comer a un cartonero con dinero que hizo comerciando criptomonedas y afirma que no es tan fácil como parece tener plata, pero que ni loco la cambia por la paz de la pobreza. El chiste se ríe del pobre, como el cura que no termina de hablar mientras sus feligreses solamente quieren empezar a comer, porque están “cagados de hambre”.

Francella, los Francella de este Francellaverso cometen errores, desconfían de los hijos, se burlan del amigo del nieto, y así expían los pecados de los espectadores-Francella que pueden reírse de lo que están viendo. Como si ser conscientes de que “es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que un rico entre en el reino de los cielos” los ayude a olvidarse de la culpa. Todo en escenarios profesionalmente retratados en los que abunda la publicidad no tradicional.

Por último, están las viñetas que no llegan a nada. Que parecen disparadores para un taller de escritura creativa. No es que carezcan de reflexión, sino que carecen de cierre. Por poner un ejemplo, un relator de fútbol está en el estadio en el momento en que Argentina está a un tiro penal de volver a ser campeona del mundo. Cuando Montiel convierte el penal, el relator sufre un infarto y muere. La viñeta termina ahí, cuando acaba de comenzar, y no es la única.

Después de repasar la historieta El Eternauta, dije (y perdón por citarme) que Argentina es épica. “Es bochinchera, rimbombante, autodestructiva, pero es la épica la que surge una y otra vez para llenar las calles, para explotar los balcones. Para salvarlos de su propia autodestrucción”. La película parece quedarse solamente en el camino a esa destrucción y olvidarse de las fortalezas que hacen que rebote hasta alturas mucho mayores a las de una penillanura levemente ondulada (a la que elijo todos los días). De nuevo, es munición pesada para la deshumanización y me cuesta pensar que los directores no supieran lo que estaban haciendo.

Homo argentum. 110 minutos. En cines.