“Aquí es donde realmente comienza la historia”. Con esa frase termina el tráiler de La hora de la desaparición (Weapons), la última película del guionista y director Zach Cregger, el mismo de Bárbaro. Fue motivo de una feroz puja entre estudios y (dicen) fue la razón por la que el director y productor Jordan Peele despidió a sus representantes después de que fracasaran en las negociaciones, pero esa es otra historia.

Todo comienza, como muestra el tráiler y los primeros minutos de la película, con la desaparición misteriosa de 17 niños de una misma clase, que una noche a las 2.17 de la madrugada se levantaron de sus camas y abandonaron cada una de sus viviendas a las corridas, con paradero desconocido. Semejante gancho, que apela a algunos de los miedos más primitivos del ser humano, alcanzaría para llevar al público a la sala de cine; de hecho, esos primeros cinco minutos funcionarían como un cortometraje escalofriante, pero Cregger no se queda en la premisa explosiva y cuenta una historia que atrapa de punta a punta.

Mientras nos recuperamos del primer golpe, descubrimos que el realizador y su equipo tampoco se limitan a explotar el contenido, sino que hay un tratamiento cuidado de la forma. La revelación del salón de clases (prácticamente) vacío se hace mientras seguimos de espaldas a la maestra, que será una pieza fundamental de la narrativa. No será la última vez que seamos testigos del camino recorrido por ese u otro de los personajes, en un guion que funciona como piezas de rompecabezas que avanzan y retroceden en el tiempo para llevarnos de la mano entre momentos de suspenso, terror e incluso algunos de humor negrísimo.

Nuestro primer personaje en punto de vista será Justine, la maestra en cuestión. Así que entraremos a este mundo tenso y desesperante de la mano (o la espalda) de Julia Garner, que sigue regalándonos algunas de las mejores actuaciones de los últimos años, siempre que no esté pintada de plateado y subida a una tabla de surf. Es lógico que los padres de los niños desaparecidos la conviertan en principal sospechosa y ella lidiará como pueda (alcohol y otros errores) para salir del estado de angustia que la envuelve.

Cuando su necesidad la lleve hasta un momento particular de la historia, esta irá hacia atrás para contarnos la historia de Archer (Josh Brolin), el padre de uno de los niños perdidos, que irá enroscándose en la historia de Justine, no en forma rashomonesca sino llenando huecos de una trama que no admite segundas interpretaciones. Será su espalda la que nos lleve a nuevos descubrimientos y sus sueños a nuevos sustos repentinos.

La trama avanza y retrocede varias veces, siempre dejándonos un poco más cerca de la verdad antes de regresar, elegir a otro personaje y sumar información que explica algunas reacciones anteriores. El recurso no solamente está lejos de aburrir (y eso que queremos saber qué demonios pasa), sino que funciona como un mecanismo de relojería que nunca se excede en su virtuosismo; no es el aburridísimo Barcelona de Messi haciendo 172 pases antes del gol que no sorprende a nadie.

Pasan a las espaldas del policía (Alden Ehrenreich), un adicto en situación de calle (Austin Abrams) y el director de la escuela (Benedict Wong), y en todos ellos se destacan pequeñas sutilezas de actuación, cambios ligeros de rostro, como cuando Justine descubre que su acompañante está disponible o cuando el adicto ve una consola de videojuegos que podría vender por un puñado de dólares.

Es tan atrapante la historia de este microuniverso de experiencias cruzadas que uno está a punto de olvidarse de los 17 niños, hasta que hace su aparición un personaje escalofriante, llamado a colarse entre los favoritos del género, que termina de construir esta versión moderna de un cuento de hadas, pero no de las versiones lavadas que nos leían de niños, sino de aquellas narraciones medievales a las que les sobraba crueldad y villanía.

Este cuento es prácticamente redondo. Hay una escena en la que dos personajes resultan ser más inteligentes que la investigación policial de más de un mes, y es mucho incluso entre quienes tienen la vara baja con respecto a la efectividad de las fuerzas del orden. Después hay “errores” típicos que deben cometer los protagonistas para que la cosa se estire unos minutos más, pero eso siempre sabremos perdonarlo.

Todo lo demás funciona, incluso la apelación a imágenes escabrosas relacionadas con agujas, con la vejez y hasta con los repetidos golpes en el rostro. Aunque sobre esta última imagen, creo que alguien descubrió que tal violencia seguía perturbando y actualmente se abusa de esa clase de escenas. La de Cregger sugiere lo justo y muestra lo restante, así que zafa bastante.

Volviendo a la trama, la acumulación de secretos se vuelve cada vez más difícil de mantener y nos lleva hasta un desenlace en el que toda la tensión acumulada (y créanme que será un montón) se liberará en una escena final que lo tiene todo y que seguramente los acompañe luego de abandonar la sala de cine.

La hora de la desaparición. 128 minutos. En cines.