Difícil de enfrentar, para quienes la quieran encapsular en una muestra, la larga carrera de Carmelo Arden Quin (1913-2010): sigilosa, pero explosiva, cambiante, pero casi obsesiva en su desarrollo. Casi ocho décadas de trayectoria que la expo del Museo Nacional de Artes Visuales, curada por María Cristina Rossi, logra desplegar cautivantemente. Uno de los aciertos de la curadora es cómo inscribe a este artista, nacido en Rivera y ya de joven radicado en París, en un movimiento amplio de renovación local de la abstracción; vale decir, no simplemente tejiéndole alrededor una narrativa, sino codeándolo con piezas de otros artistas, que fueron influencia (Torres García), temporales compañeros de ruta (el montevideano Rohd Rothfuss, los argentinos Tomás Maldonado y Lidy Prati) y seguidores (los uruguayos Volf Roitman y Bolívar Gaudín). Claro, hay figuras centrales en la tupida red de relaciones de Arden Quin que no aparecen a través de trabajos concretos en sala (algunos sí en revistas y catálogos que llenan un par de golosas vitrinas), por ejemplo, sus compinches Edgar Bayley, Enio Iommi, Raúl Lozza y, sobre todo, Gyula Kósice (suerte de eterno amienemigo), pero igualmente los tres diálogos sobre pared que se arman con otras voces son suficientes para entender un hecho fundamental: gestos, colores, formas compartidas en pos de una reescritura radical de cómo concebir la abstracción –mirando a De Stijl y a los constructivistas rusos– y, posiblemente, la pintura/escultura a secas.

Tómese, por ejemplo, su relación con Torres, que fue fundamental en la formación del pintor a fines de los 30: cierta veta lúdica, rigor formal, inventiva de Arden Quin provienen de ahí (en sala están expuestos, justamente, los juguetes en madera del fundador de la Escuela del Sur), pero la sustitución del riverense del simbolismo, tan querido a Torres, por el “materialismo dialéctico” que el artista menciona en sus manifiestos –en las obras, traducido con diálogos vivaces y mutantes entre los elementos geométrico-compositivos– es un corte seco con la doctrina del Maestro. Es decir, otro constructivismo. Allí, años 40, se van conformando muchas de las innovaciones de Arden Quin y de algunos de sus compañeros de ruta, entre Montevideo y Buenos Aires: agujeros que “abren” la obra hacia la pared entre formas y colores; superficies pictóricas sinuosas, que alternan cóncavo y convexo, en los galbées (curvos); uso del espacio en sentido amplio, con los primeros móviles que cuelgan del techo y, sobre todo, el marco recortado, que se volverá el elemento más reconocible del entero movimiento Madi. Efectivamente, esta característica usada sistemáticamente –y que sólo había tenido algunos tímidos ensayos en el Giacomo Balla futurista y poco más– es un quiebre tajante frente a siglos de cuadros concebidos como “ventanas” rectangulares y uno que regala a la totalidad de la obra un extra-shot de expresividad.

La exposición da cuenta, aunque no detalladamente y por obvias razones, de la fragmentación en diferentes grupos del núcleo inicial que se juntó alrededor de la revista Arturo y su único fabuloso número, y expone obras gráficas de algunos de sus miembros, por ejemplo, Maldonado (fundador de Arte Concreto Invención), Prati y Ruthfuss, que dan un jugoso contexto de la ebullición plástico-intelectual del momento, toda basada en racionalidad y formas puras. Desfilan así fantásticas piezas ardenianas de los 40, como los círculos hipnóticos y ondulados de un galbéé como Palmet (1947) o el “coplanal” (típico de su producción a lo largo de la década sucesiva) –vale decir, diferentes maderas pintadas unidas por barrotes–, de Brume (1945). Y obras deliciosas de los 50 –estas sí creadas ya en París, donde se radicó en 1948 y para siempre–, sobre todo en el campo escultórico: el delgado alambre espiralado, sin título ni fecha, que cuelga impalpable sobre las cabezas de los espectadores y las divertidas Escultura extraíble (1951) y El autómata (1953), que con sus partes movibles alientan al público a una relación activa con la obra.

Fundamental resulta, para entender el horizonte amplísimo de la actuación de Arden Quin, el capítulo que Rossi dedica a la producción de libros, o, en todo caso, afín a la literatura, de este artista, faceta en la que no siempre se ahonda en sus retrospectivas. En un video se proyectan fotos y datos de sus primeras experimentaciones con libros, que siempre son un tripudio de recortes insólitos de las páginas, troquelados, papeles diferentes, encuadernaciones raras. Vemos así el primer tomo, Ionnell, de 1949, hoy perdido; un Homenaje a Mallarmé de los 50 que es, justamente, una matrioska de dados con palabras, y Hop Hop!, con versos grabados en maderitas “combinables” dentro de una caja pintada.

En la sala también hay especímenes de gran impacto, por ejemplo, Madigramme Onououn (pieza de los años 60), exhibido, justa y felizmente, como si fuera una escultura con cada una de sus páginas recortadas y troqueladas, protegidas por plexiglás y expuestas verticalmente, así como verticales son las dos cuerdas, sin título (1975), que van de piso a techo, a lo largo de las cuales se hallan discos de madera deslizables con letras, otro tipo de escultura poética de naturaleza combinatoria. Finalmente, se exhiben algunos de los ocho números de la revista Ailleurs, publicados entre 1963 y 1966, que son testimonio de aquella práctica literaria que atravesó toda su trayectoria y de la colaboración con un joven “héroe” de la neovanguardia poética francesa, Julien Blaine.

Los años 70 se representan también con una selección muy cuidada, aunque un poco reducida, de las que destacaría sobre todo la secuencia de galbées de 1971 que, uno tras otro sobre la pared, producen una sensación de movimiento notable –y quizá un poco de mareo–, mientras se multiplican, siempre con colores y soluciones nuevas, las “antiguas” tipologías de objetos. Son, de todas maneras, los años 80 los que ven una especie de recarga del espíritu Madi como grupo, con la fundación por parte de Arden Quin de un Madi Internacional que tiene éxito inmediato, generando adhesiones de artistas de diferentes partes del planeta, de Italia a Venezuela, de Estados Unidos a Brasil. Es también el momento en que el pintor de Rivera amplía sus creaciones dándole un choc a su caja de herramientas, en términos materiales: a la madera y el papel va incorporando lo industrial, aparece lo inorgánico. PVC espumado, acrílico transparente o de colores, plástico (y metales brillosos).

La imaginación compositiva sigue inalterada, aunque por supuesto con algunas repeticiones tal vez evitables, y la última porción de la muestra subraya la importancia que tuvo el diálogo de Arden Quin con dos uruguayos que lo encuentran en París, formando con él el núcleo duro del Madi renovado: Volf Roitman y Bolívar Gaudín. Los intereses mutuos –nuevos materiales, actitud lúdica, colorismo dinámico– se pueden apreciar en un puñado de obras de estos artistas más jóvenes (nacidos a principios de los 30), “mezcladas” con piezas de Arden Quin de los años 80 y 90. Armonía absoluta.

Creo que el riverense debería considerarse el cuarto “monstruo sagrado” del arte uruguayo, según la visión bastante patriarcal que elevó la osificada triada varonil Torres-Barradas-Figari a cumbre absoluta del arte uruguayo, y esta lograda Carmelo Arden Quin. En la trama del arte constructivo debería acelerar el proceso de santificación. Sea como fuere, algo es innegable: al ver este florilegio en la sala cinco (y aunque, desafortunadamente, esté conformado por menos obras que su versión bonaerense de 2022), es casi automático darse cuenta de que se trata de una de las figuras de artistas más vitales, ingeniosas y osadas que parió nuestra plástica.

Carmelo Arden Quin. En la trama del arte constructivo. En el Museo Nacional de Artes Visuales (Tomás Giribaldi 2283). Hasta el 28 de setiembre.