Aunque ha sido imitada, copiada y homenajeada hasta el hartazgo, la trama de El conde de Montecristo merece un somero repaso. Corre el año 1815 y aunque las turbulencias políticas han vuelto a Francia –Napoleón acaba de dejar la isla de Elba, determinado a recuperar su imperio–, para el joven Edmundo Dantés las cosas pintan bien. El patrón le anuncia que será capitán de su propio barco y pronto se casará con la hermosa Mercedes, el amor de su vida. Lo que ignora es que la felicidad de un hombre es el odio de otro, y ha despertado el rencor de Danglars, otro empleado de la naviera que ambicionaba el cargo de capitán, y de su primo y mejor amigo Fernando, que también anhela a Mercedes. Una misteriosa carta enviada desde la isla de Elba y la complicidad de un funcionario bonapartista terminarán con Edmundo acusado injustamente de traición. Edmundo es condenado de por vida a la Isla del Diablo, pero allí no hace más que empezar su historia.
Allí conocerá al abate Faria, que lo educará durante sus largos años de prisión. Fuga y tesoro encontrado mediante, regresará a vengarse de todos quienes lo traicionaron, convertido en el conde de Montecristo.
La inmortal novela de Alejandro Dumas, una de esas que sí o sí hay que leer, necesita, para ser adaptada al cine, ambición y determinación. Las tiene de sobra esta nueva versión –acaso la primera que le hace real justicia a la obra literaria, más allá del cariño que le guardo a la protagonizada por Jim Caviezel y Guy Pearce– a cargo de Alexandre de La Patellière y Matthieu Delaporte. Tenemos absolutamente todo lo relevante de la novela, pero, a la usanza de las otras recientes adaptaciones al cine sobre Dumas (es prima del díptico de Los tres mosqueteros), el objetivo es cinematográfico, por lo que se toma necesarias libertadas que nunca molestan y, al contrario, contribuyen.
Un efectivo Pierre Niney, muy dúctil para el salto temporal que vive su personaje, encarna a Edmundo. La adaptación no descuida ninguno de los aspectos fundamentales de su historia –por ello es extensa: 178 minutos–, pero los narra a su vez de manera diáfana y veloz (la vi junto a mi hija de 9 años sin que me distrajera un momento). Incluso para quienes ya conocemos la historia, hay una frescura y un lujo –si esa es la palabra– que se disfrutan absolutamente. Es evidente el cariño tanto hacia la novela original como hacia el acto de contar una buena historia.
El conde de Montecristo. 178 minutos. En Prime Video.