En 2001 publicó La azotea, una novela inquietante y rápidamente consagrada. 14 años después editó otra, La ciudad invencible, en la que apeló a la autobiografía y la ficción. En su flamante libro de cuentos, No soñarás flores, Fernanda Trías lleva al extremo la exploración del vértigo de los recién llegados, el miedo y el reto de conquistar un espacio.
Si en La ciudad invencible Trías había trasladado la condición de inmigrante tanto a la escritura como a la conquista de una ciudad en un intento de apropiación, en No soñarás flores condensa esa apuesta. El discurso se convierte en un vaivén fragmentario sobre Montevideo, Nueva York, Buenos Aires o un pueblo francés marginal y periférico, en el que las narradoras –de los ocho cuentos sólo uno está contado por un hombre– alternan crónicas personales que descubren esos estados adormecidos detrás de la irrelevancia cotidiana.
Las historias de No soñarás flores son contenidas, con imágenes e imaginarios precisos. ¿Cómo decidiste optar por el cuento?
Siento que forma y fondo son inseparables. Cuando la historia viene, ya trae implícita su forma, su estructura, pero vislumbrar esa estructura puede ser trabajoso, lento. O volverse un proceso de mucho tiempo. A veces puedo tener una idea vaga de algo que quiero contar, una sensación o un “estado de ánimo”, y sin embargo la forma se me escapa, y mientras eso ocurra, también se me escapa el contenido. Estos cuentos son, casi todos ellos, resultado de un proceso largo, de escucha, de espera a que algo más me fuera revelando. “Inzúa”, por ejemplo: estuve años queriendo escribir la historia del sepulturero. Yo lo conocí en 2007, en el Cementerio Central, y lo filmé para el corto documental que hice junto a Fernanda Montoro. Con los años, la voz de Inzúa no me abandonaba y sabía que quería volcar esa experiencia en la escritura, pero no le encontraba la vuelta. Intenté muchas veces con distintos inicios. Incluso intenté ponerme a mí misma como la directora del documental que a su vez narraba el cuento, y nada funcionaba. Sonaba falso. Tuvieron que pasar varios años para entender que la voz de Inzúa era tan potente que cualquier artificio que yo utilizara de inmediato palidecía. La única manera de contar esa historia era, simplemente, dejando hablar a Inzúa. Entonces recuperé los mini DV de aquella época y desgrabé todas las entrevistas textuales. Luego trabajé editando, recortando, buscando el orden adecuado. En ese tiempo también leí El padre mío, de Diamela Eltit, y me fascinó la manera en que ella dejó hablar al esquizofrénico. En esos casos de voces tan potentes cualquier intervención empobrece. Lo que agregué de manera ficcional fueron las otras voces, porque Inzúa siempre decía que la gente llegaba al cementerio a contarle las historias de sus muertos, decía que él era una gran oreja, como un sacerdote de la muerte que recibía las confesiones de los otros. De ese modo, entendí la estructura del cuento, y una vez que tuve eso, el contenido también se reveló. Lo mismo pasó con “Anatomía para un cuento”. Tenía escrito el comienzo del cuento inconcluso, y durante mucho tiempo intenté escribirlo, hasta que entendí que no iba por ese lado. No era una historia de amor ni de ruptura, era una reflexión sobre la escritura, sobre el fracaso, sobre el miedo. Los míos, claro. Y eso era lo que debía explorar. Esa sensación de que los cuentos son “contenidos” tal vez se deba a que cada uno fue producto de un proceso largo, a pesar de que una parte de ellos siempre la escribí de un tirón, digamos que de manera visceral, y eso marcó el tono que luego mantuve. También son contenidos porque los temas son muy intensos: la muerte del padre, la tensión erótica y la envidia en la amistad, la violencia, el fracaso, y se prestaban para caer en cierta forma de melodrama. El cuento “No soñarás flores” lo empecé a escribir enseguida después de la muerte de mi padre, en 2011, y si no sostenía las riendas de las emociones, sabía que el cuento se me podía ir fácilmente de las manos. Lo mismo con “La medida de mi amor”, que tiene elementos de una historia personal en el que era peligroso caer en la victimización. Por eso debía transitar esas zonas de peligro, esa cuerda floja, con mucho cuidado. Me encanta la capacidad del cuento para hablar siempre de otra cosa: lo que está en la superficie es engañoso, casi un andamiaje que sirve de excusa para hablar de eso otro que no se puede nombrar.
En las historias se puede adivinar que continuás trabajando posibles versiones de la autoficción, y otros elementos centrales de La azotea y La ciudad invencible, como la apropiación de una ciudad, o de un espacio. Pero en estos cuentos se volvió mucho más central el hecho de observar y reflexionar a partir de sucesos cotidianos.
En el proceso de escritura de estos ocho cuentos pasaron cinco años y cuatro países. Así que, sí, el tema de la ciudad, o de los espacios geográficos, de cómo apropiarse de ellos o cómo estos se convierten en un refugio, un lugar de liberación o –por el contrario– en una “breve cárcel”, se volvió central. Sobre todo me obsesionaba el espacio en relación con la identidad: cómo el espacio la transforma, o qué queda de ella cuando se cortan lazos con el lugar de origen. Aunque [Constantino] Kavafis ya nos lo dijo clarito: que “la vida que aquí perdiste la has destruido en toda la Tierra”... En estos cuentos los protagonistas se dan cuenta, tarde o temprano, de que no hay escapatoria, de que se siguen y seguirán arrastrando a sí mismos, y eso los impulsa a tomar algún tipo de decisión radical (el punto de quiebre del cuento) en la que abrazan eso que son, o bien no lo pueden soportar y lo destruyen. A veces abrazarlo implica destruirlo. Es cierto que casi todos los cuentos tienen un punto de partida personal y luego viran hacia la ficción, pero como el alejamiento de ese punto de partida es mucho mayor que en La ciudad invencible no los siento de autoficción, aunque hay alguna excepción por ahí. Todo lo que he visto y vivido hace parte de esos materiales que son la fuente de mi escritura y, me atrevería a decir, de toda escritura. Algunos escritores hacen uso más libre de ellos, otros más camuflado. Pero la verdad es que siempre eché mano de mi historia personal. En La azotea el apartamento donde transcurre la historia era el de mi abuela paterna, tal cual, y en estos cuentos utilizo el mismo recurso de ubicar las historias en escenarios que conozco bien, porque eso me permite lograr un “efecto de realidad” mucho más fuerte.
Desde ese plano, los narradores intentan explorar misterios, inquietudes, interrogantes o vínculos que, en verdad, nunca logran descifrar. ¿Este fue un trabajo consciente antes de pensarlo como libro?
Son cuentos escritos en años de mucha oscuridad, de mucha pérdida. Por eso son duros, por eso el fracaso es tan patente. En cada cuento yo buscaba explorar o descifrar ciertas cosas que en su momento me resultaban incomprensibles, quería entenderlas a través de la escritura, pero siempre llegaba a la conclusión de que sólo podía fracasar en el intento. De ahí el título, que nació a partir de un verso de un poema de Ida Vitale. El verso original dice “no soñar flores”, y yo pensé que aquello podía convertirse en el undécimo mandamiento: No soñarás flores, es decir, no te permitirás ni siquiera eso, ni siquiera la esperanza de algo hermoso. Estos son cuentos de la desesperanza. Y cuando tuve el título, entendí qué los unía, qué los volvía un conjunto.
No soñarás flores se presenta este miércoles a las 20.00 en el bar Mingus (San Salvador 1952 y Jackson). Además de Trías, hablará la escritora Mercedes Estramil.