“Chileno, me están robando. ¡Por favor, andá!”. Reneé, El chileno, Chile, para los amigos, buscó su linterna y se aventuró al monte de acacias, rumbo a la casa de al lado, gritando en alemán. Otros dos vecinos se le habían adelantado: los encontró en el patio, junto a una pila de televisores y artefactos que los ladrones en retirada no alcanzaron a llevar. Media hora después apareció un funcionario de la empresa de alarmas; otra media hora después, el móvil policial.
Reneé contó este episodio a la diaria como un ejemplo de la falta de respuesta policial, o de respuesta tardía, que experimentan los habitantes de Ocean Park y del lindero Sauce de Portezuelo junto con quienes viven al norte de la ruta Interbalnearia, en el barrio La Capuera. En aquel caso, el pedido de auxilio le llegó de un amigo que estaba lejos de la casa y había observado los movimientos a través de las cámaras que controlaba en forma remota desde su celular.
—¿Y por qué gritó en alemán?
—Mi única arma eran mi grito y mi linterna. Se me ocurrió el alemán para darles miedo a los ladrones, porque todos sabemos que acá hay vecinos armados, neonazis, dispuestos a salir a cazarlos. Y mira que para decir neonazis busqué la definición y son eso, gente que promueve el odio, la discriminación y la violencia —dice Renée, autor del comunicado de prensa que, el lunes 10, sacó a la luz el caso de Gabriel Pérez en Ocean Park.
Ahora, mientras se le enfría el café en una mesa del Viejo Almacén –un pub y centro cultural que se trasladó desde Punta Ballena al barrio en plena pandemia–, cuenta que a fines de 1997 conoció Uruguay como programador y analista de sistemas vinculado a la compañía Artech-Genexus. Que en 2013 huyó de la “mentalidad chilena” y se propuso recorrer este país de sur a norte y de norte a sur, hasta que con su compañera se instalaron para siempre en Ocean Park. Las ropas sencillas, la barba espesa, los ojos rasgados y brillantes casi ocultos bajo la visera de una gorra de paño no delatan la holgura económica de este hombre que pasa sus días entre las dunas, el monte o sentado frente al contenedor donde vive con su compañera sin perder detalle de lo que ocurre en el lugar.
“El que no me conoce dirá que soy un vago. Tengo apariencia delictiva, como Gabriel [Pérez], un hombre de confianza al que conocí como vendedor de plantas poco después de instalarme acá”, comenta, y suelta un largo alegato a favor del vecino que el jueves 6 fue retenido contra su voluntad por tres argentinos que, no hace mucho tiempo, llegaron al barrio e instalaron un comercio en Solanas. A esta altura es harto conocida la traumática experiencia de Gabriel, golpeado y torturado como presunto cómplice de ladrones, y entregado al destacamento policial de Sauce de Portezuelo como todo un criminal.
Reneé es el amigo que, en estos días, le ha dado apoyo económico y moral a este hombre aún temeroso de volver a las calles para vender, puerta a puerta, los plantines y conservas que sustentan su modesto vivir cuando no consigue changas como jardinero. “El asunto acá es que se volvió sistemático que se investigue a vecinos y se los retenga como sospechosos para entregarlos al destacamento. Parece natural; esta gente ya había entregado a otros antes. Uno o dos fueron culpables de un robo, ¿pero el resto? Lo de Gabriel fue un error, un daño colateral de una práctica que muchos vecinos aprueban o justifican en los grupos de Whatsapp. Porque, claro, no se hacen tortillas sin hacer huevos”, ironiza. Y después manifiesta su convicción de que “estos eran funcionales a lo que toda la gente quería tener: un sistema de defensa contra los ladrones”.
—¿A qué tipo de “gente” se refiere?
—A toda la gente que tiene grandes televisores, casas importantes y ese tipo de cosas.
Al lado de Reneé, otro hombre con “apariencia delictiva” suelta el mate y arma un tabaco con parsimonia, antes de ofrecer su análisis de un tema que conoce bien. Porque hace años habita Sauce de Portezuelo –separado de Ocean Park por la calle Sarmiento– y porque más de una vez, cuando recién llegado, lo sorprendió la cámara de algún vecino mientras recorría los montes en busca de abono de caballo para su vivero. Lo interrogaban, celular en mano. ¿Dónde trabaja? ¿Dónde vive? ¿Usted quién es?
Ahora es otro cantar. Martín Peña es uno de los principales promotores del centro cultural de Sauce de Portezuelo y del ya famoso Mercadillo del Sauce, además de actuar como secretario de la Comisión de Apoyo al destacamento policial. Dice que la molestia de algunos vecinos se entiende cuando hay robos y la respuesta policial tarda, porque no se puede llamar al destacamento, que solamente tiene un móvil y “tres o cuatro policías” por turno más allá de la buena disposición de la encargada. “La gente se calienta, yo también me calentaría, porque sentís que el Estado no te está representando. Pero el fondo del asunto es que entre cinco localidades (Sauce, Ocean Park, La Capuera, El Pejerrey y Bahía del Pinar) tenemos, por lo menos, 10.000 habitantes. Somos una ciudad. Si nos declararan ciudad, seríamos la tercera más importante del departamento, después de Maldonado y San Carlos”, dice, para ilustrar el explosivo crecimiento de la zona en los últimos años y cómo ese crecimiento no es acompañado con medidas de seguridad pública. Y después están las redes, otra vez las redes sociales, donde las personas retroalimentan sus miedos y crece el odio hacia los que tienen menos, remarca.
Santiago Irigoyen y Claudia Rodríguez, propietarios del Viejo Almacén, en cuyo local también residen y palpan el sentir del barrio, ceden a la tentación de sumarse a la conversación. Entonces, sobre la mesa de cafés, se superponen las opiniones. Piensan en voz alta sobre la influencia de las personas acaudaladas que han llegado con la idea de que pueden “mandar”, “imponerse” sobre otros vecinos e incluso sobre los funcionarios del destacamento con quienes conviven a diario.
“A veces la policía respeta más a un tipo que cae en camioneta 4x4, exigiendo tal o cual respuesta, que a un vecino que le llega en bicicleta. Es triste pero es real”, analiza Irigoyen. Y acota Peña que por algo el exministro Eduardo Bonomi había “cortado” las comisiones de apoyo policial: “Viene Fulano de Tal, pone unas monedas sobre la mesa, y al otro día tiene los patrulleros dando vueltas por su puerta”. Ahora no, ahora es distinto, asegura. La comisión que integra sólo se ocupa de aportar materiales básicos, un celular, una computadora, no más que eso, y todos hacen para que nadie utilice su poder económico para privilegiarse.
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En otra parte de Ocean Park, a esa misma hora, una cazuela de lentejas hierve en el living/dormitorio de una casa construida en barro. La dedicada cocinera es Delia del Carmen, que llegó desde Canelones para contener a su hijo, Gabriel. Habla poco, Delia del Carmen, no porque se lo proponga sino porque le faltan palabras para definir la experiencia de su muchacho, uno de los cinco que trajo al mundo. “Fue horrible”, murmura, mientras clava la vista en la olla que burbujea sobre la misma garrafa celeste que Gabriel llevaba a recargar el día que sus vecinos, y alguna vez patrones, lo capturaron y lo molieron a golpes. Está dolido el hombre, pero también emocionado por todo el apoyo que recibió en estos días. Hasta le ofrecieron trabajo estable para que no tenga que seguir deambulando por las calles. Lo va a pensar –confiesa–, no le gusta demasiado ser “parte del sistema”. Prefiere la libertad de ir y venir por su barrio y rebuscarse en el día a día. Todavía lo gana el miedo, aunque la visita de dos policías que llegaron más temprano, para hablarle de su caso, le trajo un poco de alivio.
No eran policías cualquieras: uno se presentó a la diaria como el jefe de zona de Piriápolis, lo que podría llamarse, el mandamás de la región. El otro dijo llamarse Marcos y se internó en el móvil que el jefe arrancaría casi de inmediato. Ninguno quiso hablar. No pueden. “Se investiga, sólo puedo decirle que el procedimiento se realizó dentro de las cuatro horas legales que teníamos para investigar y que algunas cosas del reporte se ajustaron”, dijo el jefe, antes de girar la llave de encendido del vehículo. El otro, el del nombre a secas, es un investigador. Y la suerte o el destino quisieron que estuviera en el destacamento el día que la banda de “loquitos”, como les llama algunos vecinos, entregó a Gabriel. Este policía vio cosas, cosas que la fiscal Ana Rosés tendrá, como as bajo la manga, cuando comience a investigar todo el episodio. Cosas que preguntará el miércoles cuando tenga enfrente a los tres hombres que citó a su despacho fernandino “en calidad de indagados”.
Hasta entonces, todos están libres. Algo que al abogado Sebastián Silvera, defensor de Gabriel, no le cae muy en gracia. Hubiera preferido que la fiscal tomara medidas cautelares para evitar que los hombres acusados por acciones –que, a su juicio, podrían encuadrarse en delitos de violencia privada, lesiones personales, privación de libertad e incluso obstrucción a la justicia– escapen a su país. También espera que la fiscal investigue la actuación policial, de la que hasta ahora sólo se conocen versiones de los vecinos.
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Guillermo Maciel, quien ejerce como ministro del Interior de forma interina, dijo el viernes, en una rueda de prensa, que, “en principio, la actuación policial [en el caso de Gabriel] fue correcta”. Sin embargo, informó que la cartera solicitó a la Jefatura de Policía de Maldonado que realice “una investigación de urgencia” sobre el procedimiento. “Habrá que esperar los resultados de esa investigación y ver luego los resultados de la fiscalía que tomó el caso”, concluyó, tras reconocer que en los días anteriores se había registrado “algunos robos” en Ocean Park.
Estas fueron las únicas declaraciones públicas desde la oficialidad respecto del caso. El jefe de Policía de Maldonado, Julio Pioli, había sido consultado por la diaria el martes 11, pero declinó hablar sobre el tema y remitió a un comunicado emitido el día antes “como versión oficial”. Entre otros procedimientos, el parte mencionaba “el arresto ciudadano” de una persona entregada el jueves 6, que al día siguiente fue condenada por receptación. En otro tramo, el documento hacía referencia a que, “en el desarrollo de esa investigación”, un hombre mayor de edad había denunciado a tres personas por “lesiones”. Pero nada informaba sobre las condiciones en que llegó Gabriel, ni se expedía sobre por qué motivo los funcionarios del destacamento, en lugar de interrogar a sus entregadores, lo esposaron y metieron dentro de un calabozo en estado de shock.
El asunto ha de ser grave. Tan grave como para que el miércoles pasado el director de Convivencia Ciudadana del Ministerio del Interior, Matías Terra, fuera a reunirse en secreto con un puñado de influyentes vecinos de Ocean Park. “Los propios vecinos me solicitaron que fuera a una reunión de carácter privado, y no estuve por este caso”, contestó el jerarca, consultado el viernes por la diaria. Por ese motivo declinó ofrecer detalles sobre lo que hablaron. En cambio, uno de los participantes de la reunión aceptó contarlo, y además dio su opinión sobre lo que ocurre en la zona; una opinión altamente calificada, podría decirse.
Ruben González Roverano es agente inmobiliario y preside la Comisión de Apoyo al destacamento policial de Sauce de Portezuelo. Pero enfatiza, casi con fervor, que sólo hablará a título personal, que no está mandatado para ofrecer testimonio en representación de agrupación alguna. Primero cuenta que construyó su casa de veraneo en 1997, que un año después fundó la Asociación de Vecinos de Ocean Park y que desde hace 18 años reside allí de forma permanente. “Cuando vine había 15 casas y no sabemos con exactitud cuántos habitantes tenemos, pero en un relevamiento de contadores de UTE que realizamos hace un tiempo contamos 845”, remarca.
Por su profesión, afirma que en los dos últimos años “se ha vendido de una forma muy importante terrenos y casas”. Buena parte de los inversores son montevideanos o argentinos que se instalan en el área más cercana a la playa, que es donde los terrenos cuestan más y están las edificaciones más importantes. En cuanto a la seguridad de la zona, bueno, entramos en una zona gris. “Tenemos varios grupos de Whatsapp y si los lee parece que acá hubiese una ola de inseguridad; otros, como yo, le dirán que no tenemos problemas graves. Según con quién hable tendrá una percepción”, advierte, para informar que en los últimos dos meses tuvieron “solamente” 12 hurtos.
“En general, aquí está invirtiendo mucha gente porque estamos muy tranquilos. Yo nunca tuve una reja, aunque sí hay empresas de seguridad y cámaras. Lo que pasa que para mí influye en esto tan desgraciado que le pasó a Gabriel que mucha gente viene de ciudades mucho más inseguras; viene como más asustada, más preocupada por ese tema. Muchas de esas personas se refieren a la gente humilde del barrio con una palabra horrible que no quiero ni decir”, lamenta.
—Pero dígalo. —“Pichis”. Gente como Gabriel, que trabajó conmigo durante diez años y es un hombre de bien, gente trabajadora como la que vive al otro lado de la ruta, en La Capuera, es vista de mala manera. Los habitantes que invierten y vienen de otras partes, incluso de otros departamentos, no están acostumbrados a convivir con ellos.
Después cuenta que conoció a Matías Terra a través de otro vecino que “logró que viniera”. Afirma que había más de cinco personas “invitadas” al encuentro, pero que no todas –como el presidente de la Asociación de Vecinos de Ocean Park– pudieron estar. “Le dijimos a Terra que el destacamento funciona muy bien, dentro de los recursos y herramientas que tiene. La jefa [Silvia Juncal] es muy comprometida y la Policía tiene una muy buena actitud. Hacen un esfuerzo grande, pero tiene personal y vehículo limitados”, detalla.
Por eso le plantearon al director de Convivencia la necesidad de “uno o dos vehículos más” y se ofrecieron a comprar una moto para tener un policía comunitario, como hace unos años. Según González, a Terra le gustó la idea, pero “dijo que el inconveniente es que si compramos una moto como comunidad, no es de los vecinos sino del Ministerio del Interior y no hay seguridad de que, en caso de recibir un llamado de otra parte, la moto estuviera sólo al servicio de Ocean Park”. Así que el ministerio va a estudiar el asunto.
Entretanto, el vecino sigue controlando atentamente los grupos de Whastapp, que, a su juicio, fueron el caldo de esto “tan grave” que le pasó a Gabriel y que no puede ocurrir. “A nadie le gusta que le roben y cada uno ve la vida desde sus ojos. Tenemos vecinos que juzgan o persiguen a personas en función de su apariencia delictiva. Eso pasa todos los días, permanente, entonces se va retroalimentando. Hace tres meses que había empezado la manija sobre Gabriel; decían que no vendía plantas, que andaba estudiando las casas. Yo mismo fui a hablar con algún vecino, de los que se alimenta de la violencia y la discriminación” para calmar los ánimos. Además, dice que a la gente le molesta llamar al 911 porque le piden datos. “Se enojan por eso. La mayor parte de las quejas que yo veo que es a través de los Whatsapp son de gente que dice: ‘¿Para qué voy a llamar si no van a venir?’. Pero es obvio que la Policía nunca se va a enterar porque nunca la llamaste”.
—¿Y aparte de fortalecer el servicio de la Policía, piensan en otras estrategias? —Vamos a armar en forma periódica reuniones multisectoriales, como antes. Donde haya representantes de la Policía, de las agrupaciones vecinales, de distintas disciplinas, para trabajar en la convivencia, para manejar la inseguridad y la incertidumbre de gente que viene de grandes ciudades y no entiende la dinámica local. Tenemos que trabajar para crear conciencia, hacer una campaña para generar conciencia.
La ineficacia del compromiso punitivo y el freno al activismo vigilante
Para Luis Eduardo Morás, profesor grado 5 de Sociología en la Facultad de Derecho de la Universidad de la República, la concepción de que todos los conflictos deben resolverse mediante el despliegue policial-punitivo alimenta a los ciudadanos a erigirse en guardianes de la seguridad cuando las respuestas fallan o se dan mal. A su juicio, es necesario diseñar estrategias con actores locales para abordar los distintos aspectos de la fractura social en los barrios.
¿Cómo se entiende el fenómeno de ciudadanos que adoptan el papel de policías o comisarios del barrio? ¿Qué explica esas conductas?
Prometer que los problemas de seguridad sólo pueden obtener respuesta por medio de la Policía, las leyes que agravan pena y el encierro prolongado no sólo es un compromiso destinado al fracaso; además, genera una creciente frustración ante la evidencia de los límites del instrumento. Esa promesa promueve sustitutos como el activismo vigilante de particulares que se toman atribuciones de celosos guardianes dispuestos a administrar los correctivos necesarios. La expectativa de que la Policía esté presente en todas partes, a toda hora, hace que cuando no lo está, pueda ser cubierta por vecinos y se vea como una estrategia posible, factible, razonable.
En el otro extremo hay personas que atribuyen estas conductas a una “filosofía de la LUC [ley de urgente consideración]”. ¿Puede hablarse todavía de un impacto?
La impronta del despliegue policial exuberante como forma de enfrentar los problemas no surgió con la LUC, aunque sí fue agravada por los supuestos que esta promovía. Esa discrecionalidad del trabajo policial es la contrapartida a la idea de que los problemas se pueden solucionar si no miramos tanto las formas como los resultados que se obtienen, o sea, si dejamos de preocuparnos por las garantías individuales, los derechos humanos, las formas garantistas de los procedimientos represivos y disciplinarios.
¿Cómo se inscriben las redes sociales en este contexto? Esa retroalimentación entre vecinos y la discriminación o la instigación al odio que muestran algunos “vecinos en alerta” en grupos de Whatsapp.
La LUC legitimó una mirada que exponía un antagonismo entre mejorar la seguridad y atender el necesario control de las formas para lograr ese fin. Los guardianes privados son el corolario del despliegue de esa lógica de una LUC atizada por redes frenéticas por hacer justicia expeditiva. Alcanzar el fin de la seguridad por sobre cualquier otro valor alimentó un clima social –con la manija del anonimato descontrolado de las redes mediante– muy favorable a los emprendedores justicieros, más allá de que ese no fuera el propósito inicial de quienes promovían la LUC.
Algunos vecinos afirman que la entrega de presuntos sospechosos por parte de particulares a la Policía local era una práctica frecuente, casi naturalizada. ¿Cómo debería abordarse este fenómeno desde la institucionalidad?
La institucionalidad no está preparada para hacer frente a ese fenómeno. Al contrario, posiblemente la primera reacción local sea agradecer el “servicio prestado” por particulares que cubren el trabajo policial no hecho o mal hecho. Pero debe entenderse que esa puede ser la reacción natural y razonable de lo que pueden interpretar los subordinados que esperan sus superiores, dado el ejemplo que brindan los mensajes del sistema político y desde las propias jerarquías sobre cómo reaccionar frente a la delincuencia.
¿Qué tipo de mensajes?
La resolución de los problemas de convivencia en los barrios que exponen fracturas sociales importantes ha quedado huérfana de atención, desde que los propios jerarcas de la dirección de Convivencia y Seguridad del Ministerio del Interior adoptaron una impronta comunicativa policial ya en la anterior administración. El mensaje que puede leer la sociedad es que la única posibilidad real es una convivencia enmarcada en un despliegue policial adyacente al jerarca de “convivencia” de turno, que más que dispuesto al diálogo parece querer imponer una paz uniformada.
¿Qué políticas deberían adoptarse para evitar una escalada de estos procedimientos ciudadanos con violencia? ¿Cómo retornar a una convivencia pacífica?
En primer lugar, los procedimientos “irregulares” encabezados por promotores de la iniciativa privada en el manejo de la seguridad deben ser severamente castigados por lo que efectivamente son: delitos graves contra la persona. Con medidas ejemplarizantes que no se diluyan en evasivas enfocadas en los antecedentes de los presuntos infractores, en su aspecto físico o en excusas sobre la cantidad de veces que los protagonistas fueron victimizados. En segundo lugar, actuar preventivamente, convocando a actores sociales y comunitarios a nivel local que puedan atender y dar soluciones a distintos aspectos de la fractura social y también manejar las sospechas entre vecinos que con frecuencia nacen del desconocimiento de la realidad que viven los otros. Diseñar estrategias que apunten a una resolución de los conflictos mediante mecanismos de mediación y diálogo, que les dé oportunidades a estrategias alternativas que no pasen necesariamente por la violencia privada o las medidas policiales represivas.