El martes pasado nació Damián, con 2,770 kilos y 52 centímetros, en un hospital de Santo Domingo. No fue un nacimiento más entre los casi 390.000 que ocurren todos los días, porque Damián fue elegido para representar la persona 8.000 millones sobre el planeta. Quizá no volvamos a saber qué es de su vida, pero aparentemente vive sus primeros días con buena salud, igual que su madre Damaris, que le auguró un futuro de “pelotero” (beisbolista).
No hace mucho, en 1999, el sarajevita Adnan Nević había sido el elegido para fungir de bebé 6.000 millones. El dato es impactante. Entre el nacimiento de Adnan, un joven que apenas habrá votado una vez, y el de Damián, la humanidad creció en 2.000 millones de personas. Y esa es sólo la última parte de una era de crecimiento poblacional aún más sorprendente: el siglo XIX comenzó con menos de 1.000 millones de personas, llegamos a 2.000 millones en 1927, a 3.000 millones en 1960 y de allí en más los humanos incorporamos 1.000 millones de los nuestros cada 12-14 años. Una persona con cierto recorrido, digamos José Mujica, Julio María Sanguinetti o Clint Eastwood, habrá visto casi cuatriplicar la población mundial durante su propia vida.
Habrá estabilidad
Ese proceso llegará a su fin. El crecimiento de la población mundial, que tuvo su pico en 1964, con un 2,2% de crecimiento anual, se ha ido ralentizando hasta situarse bajo el 1% desde 2020. En ese período único de la historia humana, la dinámica demográfica se revolucionó a través de una reducción notable de la mortalidad, sin que hubiese una reducción similar de la fecundidad hasta un tiempo después. Contabilidad básica: mientras los que ingresan, vía nacimientos, superan en número a quienes egresan vía mortalidad, crece la población.
Hoy, con la población mundial convergiendo rápidamente hacia niveles bajos de fecundidad, es cuestión de tiempo hasta que los nacimientos sean tan pocos como las muertes y vuelva la estabilidad. Se estima que será alrededor de 2080, cuando seamos más de 10.000 millones y ya no tengamos que designar bebé alguno para el humano 11.000 millones.
De hecho, en más de 50 países la población ya está decreciendo, por lo que no es extraño encontrar discursos de alarma que refieren simultáneamente a lo demasiado pocos que somos (a nivel nacional) y los demasiados que somos (a nivel global). Quizá porque los que son demasiados suelen ser los demás. Pero también porque efectivamente existe una dinámica poblacional muy heterogénea entre países, con poblaciones que aún mantienen altas tasas de fecundidad. Típicamente las del África Subsahariana, cuyo crecimiento explica la mayoría del incremento de los últimos 1.000 millones y explicará la mayoría del crecimiento que queda por delante.
Llegados a ese punto, algunos elementos del escenario demográfico serán radicalmente distintos. Algunos son muy conocidos, como el envejecimiento poblacional. Otros, no tanto: el año que viene, India será el país más poblado del mundo, superando a China, que fue a la cabeza durante los últimos dos milenios.
Mucho para qué
—El martes llegamos a 8.000 millones de personas en el mundo.
—Ahí va... ¿Está bien o no? ¿Cuántos tendríamos que ser?
Esta respuesta de un amigo parece un paso de comedia, pero refiere a una conocida discusión demográfica. Pensar cuántos tendríamos que ser equivale a determinar el óptimo de población, un concepto que puede resumirse como la cantidad de personas que pueden vivir con bienestar en el planeta, sin saturar la capacidad de los ecosistemas. No se puede hablar de sobrepoblación sin tener como referencia un cierto umbral tras el cual somos demasiados para la “capacidad de carga” del planeta.
Pero la investigación demográfica ha asumido que es tan espinoso calcular una cantidad óptima de humanos que ni vale la pena intentarlo. Sucede que la pregunta acerca de cuántas personas no puede responderse sin definir a qué nivel de bienestar material, con qué distribución de ese bienestar, con qué tecnología, con qué variabilidad o estabilidad, con qué instituciones, con qué umbral de riesgo tolerado, con qué preferencias o modas, y así.
Además, si nos ponemos como meta una cifra podemos olvidar que lo que hace a los números agregados es una serie de decisiones vinculadas a la calidad de vida de las personas y al ejercicio de sus derechos reproductivos. Y quizá terminemos pensando en términos de control poblacional, lo que no suele llevar a buen puerto.
Una cosa es cierta. Si todavía persiste la idea de que somos demasiados, a pesar de que sea por buenos motivos, como la democratización de la experiencia de vivir una vida larga (73 años de esperanza de vida global y retomando la suba que detuvo la covid-19), es porque el planeta enfrenta posibles colapsos, como el climático. Y, efectivamente, a igualdad de otros factores, una población más grande presiona más los ecosistemas. Pero ¿por qué habríamos de dejar igual el resto de los factores? Si se trata de generar menos emisiones de efecto invernadero, la cantidad de habitantes es sólo un multiplicador sobre lo que emite el humano promedio. Más aún: si queremos entender mejor la dinámica real de las emisiones poblacionales, ni siquiera el nivel de emisiones promedio es información suficiente, porque la distribución de casi todo dista de ser uniforme.
Es la desigualdad
En ese sentido, es muy significativo que algunos think tanks históricamente poblacionistas, aquellos que se alarmaban ante las cifras de crecimiento demográfico, hayan comenzado a hablar de “justicia global” como problema demográfico. Es decir, ya no tanto de sobrepoblación frente a una escasez global de recursos, que no es tal, y más del riesgo de colapso derivado a decisiones de producción y consumo tomadas por minorías vinculadas a los países responsables de la mayoría de las emisiones, que curiosamente no son los que ven crecer su población considerablemente.
También es significativo encontrar en esa línea a António Guterres, el secretario general de Naciones Unidas, aunque sus conceptos siempre estén sospechados de buenismo de organismo internacional. Puesto a pensar en este hito mil-millonario, apostó a que la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP27) indique a los países más ricos financiar la transición de los más pobres a una matriz energética sin combustibles fósiles, pero también refirió al “puñado de millonarios” que acumulan tanta riqueza como la mitad de la población humana, a las distancias de 30 años de esperanza de vida que subsisten entre algunos países, al desigual acceso a la salud reproductiva y a las emisiones descontroladas del sobreconsumo, como parte del mismo problema. Allí hay mucho más que números demográficos y derechos básicos. Se trata de aquello que a veces se nombra como “modelo de desarrollo” y es, en el fondo, un problema de escasa democracia global ante poderes fácticos, que hace que desigualdad y probabilidad de colapso estén relacionadas.
Entonces, ¿el planeta resiste 8.000 millones? La respuesta es sí, y quizá no pueda ser otra, porque en cualquier caso ya estamos aquí. Pero podría no resistir mucho tiempo más su rumbo actual, casi con independencia de cuántos seamos. En todo caso, ante el número redondo sirve recordar la interconexión entre todos los humanos, que es más grande que nunca, tal como enseñó Wuhan, y asumir que nuestros éxitos como especie vuelven inaceptables las desigualdades persistentes al nacer, al morir y en todo lo que está en medio.