Del rumbo que Brasil le deje tomar a Lula dependerá, en buena medida, qué tan a la izquierda se incline una balanza en la que Colombia y Chile pesarán en platos distintos. Mientras la controvertida Venezuela recibe oxígeno, hay nubarrones para México, Bolivia y Argentina.
La elección de Luis Inácio Lula Da Silva en una reñida segunda vuelta trajo, desde Brasil, la mejor y la peor noticia para los progresismos de la región en 2022. Por un lado, implicó el retorno de su principal figura, por trayectoria, carisma y alcance internacional de su resplandor. Pero, por otra parte, confirmó la masividad del bolsonarismo, un espacio de ultraderecha con profunda raigambre popular que trasciende al exmandatario Jair Bolsonaro, del que adquiere su nombre.
Luego de la toma de mando de Gabriel Boric en Chile (marzo), de la elección de Gustavo Petro en Colombia (junio) y del triunfo de Lula (octubre), tomó fuerza la idea de que 2022 confirmó la existencia de una tercera ola de gobiernos progresistas. En esta lógica, se los sumaría a mandatos de signo similar en Argentina (Alberto Fernández), Bolivia (Luis Arce), Honduras (Xiomara Castro), México (Andrés López Obrador) y, con muchas incógnitas, Perú (que hasta diciembre estuvo gobernando por un vacilante Pedro Castillo). Por el contrario, la tercera temporada dejaría por fuera, de manera expresa, al régimen de Daniel Ortega en Nicaragua, y tomaría cuidadosa distancia de la Venezuela de Nicolás Maduro. El caso de Cuba quedaría en su limbo habitual de incómoda referencia histórica.
El balance de este tercer progresismo, por eso y sin embargo (en una dualidad que refleja su difícil categorización), tiene que partir de la propia duda de su existencia. ¿Es una ola? ¿Es nueva? ¿Es más o menos “de izquierda” que las dos anteriores? ¿En qué sentido?
Algunos analistas señalan que lo que se vivió con Boric y Petro no debe ser leído sólo como un giro a la izquierda de esos países, sino que se inscribe en una tendencia de la última década según la cual los partidos en el gobierno resultan derrotados. Una especie de voto castigo permanente. En cuanto a Lula, se trataría más de un gran movimiento del establishment para sacudirse a Bolsonaro, que de un regreso del alicaído Partido de los Trabajadores. Más allá de que pueda probarse con datos duros (el único caso “desviado” de esta serie de los últimos años sería la reelección de López Obrador en México), resulta indudable que una masa crítica de gobiernos de una familia política (no arriesguemos a decir ideológica) común, como son los mencionados, potencia la capacidad de actuar juntos en el terreno internacional y fortalece a los movimientos de signo similar en terceros países.
La ola, de ser cierta, ¿es nueva? Esta pregunta va de la mano con su derivada: ¿resulta más o menos “de izquierda” que los dos ciclos anteriores? Con las posturas críticas de Boric sobre Nicaragua y Venezuela resultó claro, desde temprano, que sería difícil ver posar al nuevo mandatario chileno abrazado a los símbolos bolivarianos con los que se codeaban algunos alfiles del primer y segundo tablero, como lo eran Néstor Kirchner (Argentina), Evo Morales (Bolivia) o Rafael Correa (Ecuador). Sin embargo, la llegada de Petro a Colombia ajustó la tuerca en una dirección distinta. Pero, a pesar de la rápida normalización de relaciones bilaterales con Venezuela (agosto), no se lo debe sumar a la mesa chavista de las dos olas anteriores. Parecido a López Obrador en relaciones internacionales, Petro parece estar, a la vez, alejado del mandatario mexicano en temas relativamente novedosos de la agenda progresista (defensa del medio ambiente, decrecimiento) y también en temas clásicos (redistribución de la riqueza). No se debe olvidar que junto con Petro resultó electa una vicepresidencia de fuerte peso simbólico, como es el caso de la militante afro Francia Márquez. En ese sentido, justo cuando la estrella novedosa de Boric se eclipsaba por la derrota en el plebiscito de salida de la reforma constitucional (setiembre), aparece en el firmamento la potencia de Petro-Márquez.
Cómo irá a decantarse esta doble potencialidad que representan Boric y Petro lo fijará el ingreso de Lula al campo de juego. Brasil será el fiel de la balanza. Porque Lula entrará a tallar en un escenario mucho más amplio. Baste pensar en los BRICS, que Brasil forma junto con Rusia, India, China y Sudáfrica, pero también en la bienvenida que Occidente le dio cuando resultó electo, en un adelanto de los tirones que recibirá de cada brazo.
Mientras eso ocurre en el campo progresista, las derechas avanzan sus casilleros. A la consolidación del bolsonarismo mencionada al comienzo, se debe sumar la vacancia de Pedro Castillo en Perú a inicios de diciembre (aunque desde que Castillo forzó la renuncia de su primer ministro Guido Bellido, el 6 de octubre de 2021, dejó de ser de izquierda en lo programático, y cuando hizo lo propio con Mirtha Vázquez, el 31 de enero de 2022, dejó de ser ni siquiera socialdemócrata). Si bien Castillo se hizo a sí mismo una antológica colección de zancadillas, hubo un componente de racismo estructural en la encerrona mediática que lo puso contra las cuerdas, y un uso abusivo de herramientas legales en su contra (lawfare). En términos de esta utilización de los tribunales para apartar figuras de izquierda de la arena política, hay que mencionar la condena de la vicepresidenta argentina, Cristina Fernández, a seis años de cárcel e impedimento de postular a cargos públicos (diciembre). Si recordamos que antes había sido víctima de un intento de magnicidio (setiembre), aparece una peligrosa combinación de viejos y nuevos métodos para apartar rivales. El vecino país, además, ha venido asistiendo a un proceso de deterioro económico que disminuyó el apoyo ciudadano al oficialismo.
En la semana final del año asoma la tensión boliviana originada en la detención del gobernador de Santa Cruz, el fundamentalista cristiano de derecha Luis Fernando Camacho, por supuesta implicancia en el golpe de Estado de 2019. A eso se añaden, con menor visibilidad, la recurrente crisis haitiana con las amenazas de intervención militar-humanitaria extranjera y, en El Salvador, el fenómeno Nayib Bukele, que con una política de “mano durísima” contra las pandillas se ha llevado por delante muchas de las garantías civiles en ese país.
Por su parte, la Venezuela oficialista empieza a tener un poco de aire. La guerra de Ucrania, y la consiguiente necesidad de hidrocarburos de Occidente, han permitido algunos gestos que sacaron a Maduro de su ostracismo: la visita de una misión diplomática estadounidense a Caracas (marzo), y el apretón de manos con el presidente francés Emmanuel Macron en la cumbre mundial del clima COP27 (noviembre). Gestos que ayudaron a desgastar la figura del “presidente encargado” Juan Guaidó, de quien la propia oposición venezolana tiene intenciones de desembarazarse (diciembre).
Los progresismos de América Latina vivieron un 2022 en el que su brío renovado para ganar elecciones fue la mejor noticia para sus seguidores. Su consolidación en 2023 dependerá de cómo lidien con el viejo dilema de amplitud o profundidad. En otras palabras, de si están dispuestos a ser ola para algo más.
Roberto López Belloso es director de Le Monde diplomatique, edición Uruguay.