La invasión rusa a Ucrania fue en febrero de este año. Pero el conflicto presenta antecedentes que nos ponen sobre aviso. Por ejemplo: el “comandante Givi” nació en 1980 y murió el 8 de febrero de 2017. Miembro del Ejército ucraniano –del que desertó en 2014– y obrero de una empresa eléctrica, se unió a las fuerzas de su región y se destacó por su valor ante los bombardeos de Kiev. Su grado de teniente coronel no era ruso ni ucraniano, sino de la “República Popular de Donetsk”. Hay versiones que atribuyen el atentado en su contra a la guardia del escuadrón Somalia que dirigía. Otras, a los “ucro-nazis”. También se especula con fuerzas especiales rusas que celaban su autonomía. Para Givi la guerra empezó y terminó mucho antes. Fue parte de un entramado complejo de violencias locales y regionales que se espiralizó a partir de la crisis de 2014.

Los enfrentamientos con características de guerra civil o separatista en Donbás llevan ya ocho años. Se estima que ha habido entre diez y doce mil muertos. Aquella guerra localizada sin dimensión internacional –ni cobertura cotidiana– cambió cuando las autoproclamadas repúblicas de Donetsk y Lugansk solicitaron su ingreso a la Federación Rusa, esta las aceptó y lo que muchos analistas sostenían respecto de la posible invasión rusa sobre Ucrania ocurrió.

En zonas fronterizas entre imperios y mixturadas social y culturalmente, la institucionalidad sufre tensiones y dinámicas históricas sinuosas y cambiantes. Los movimientos geopolíticos a gran escala, como la expansión, caída o reconfiguración de imperios y bloques, están cargados de derivaciones complejas para las poblaciones que los conforman. Por eso, además de ser cuidadosos con la cronología, es aconsejable utilizar diversos lentes o zooms. Así, tratar de conocer qué es lo que ocurre y tratar (subrayo el carácter exploratorio de la afirmación) de ir más allá de las narrativas de guerra, cargadas de propaganda, justificación y reduccionismo polarizante. Históricamente somos observadores, pero nuestra disciplina nos exige no ser tribuneros. Y con las precisiones anotadas podemos anotar varios puntos sobre el conflicto actual con todas las imprecisiones que la contingencia disculpe.

En primer lugar, atender la multicausalidad: hay decisiones que provocan los acontecimientos, pero estas sólo son relevantes históricamente si resultan significativas en un contexto dado por la conjunción de múltiples factores. En tal sentido parece adecuado plantear el escenario desde tres causalidades: larga duración, media duración y coyuntura reciente.

Larga duración

El territorio de Ucrania, lejos de ser periferia o “patio trasero” de Rusia o la “última puerta de Occidente”, tiene importancia económica y estratégica propia en Eurasia. Zona de cruce de caminos entre todos los puntos cardinales: Báltico al Negro de norte a sur; Asia y Europa de este a oeste. No es casual que la expresión “kra” de su nombre signifique “frontera”. Se la menciona por primera vez por el año 1213: tierras que marcaban distancia entre lo polaco, lo ruso y lo tártaro. Es, además, tierra fértil: uno de los graneros del mundo con importantes asentamientos demográficos diversos, de profunda raíz eslava, pero también tártara, vikinga, judía, magiar y báltica.

Más de un milenio de historias cruzadas, dinámicas, complementarias y en tensión recorren esta frontera. Entre los cauces más importantes de la larga duración está la relación entre Kiev y Moscova.1 La primera, fundacional del estado eslavo medieval temprano; la segunda, guarida y sostén del eslavismo ortodoxo asediado por católicos polacos y mongoles islamizados. Relación cruzada por avances desde Occidente y correrías cosacas libres en el sureste, hasta mediados del siglo XVII. Los pueblos que componían la Ucrania moderna poseían un fuerte componente eslavo occidentalizado en la zona vinculada a Polonia y Lituania (en especial los rutenos), mientras que al centro y al sur las historias cosacas y su lucha junto a los campesinos en “guerra del pueblo” de 1648 contra el Reino de Polonia tuvieron vínculos políticos con la construcción del estado ruso.2

Cosacos y rusos frenaron los intentos de expansión sueca y derrotaron al viejo enemigo tártaro. Este había dominado la región desde Crimea y saqueado Moscú en 1571. Pero hacia mediados del siglo XVIII, con Catalina la Grande como emperatriz, los rusos ocuparon la península, fundaron Sebastopol y luego Odesa. Desde entonces hasta la revolución soviética, la región vivió un proceso de rusificación, con asentamientos de nuevos campesinos y nobles en lo que se conoció como “baja Rusia”.

El siglo XIX refleja una zona dominada por dos grandes imperios, especialmente el zarista y parte del austrohúngaro. Los matices y la diversidad cultural interna se conservan y, en el caso de la Ucrania occidental, surgió sin suerte política un movimiento nacionalista que Eric Hobsbawm describe como el único de envergadura en la Europa oriental de su época.3

La guerra mundial y la revolución soviética hicieron estallar la vorágine: caído el zarismo, una parte de los nacionalistas proclamó la independencia y firmó la paz por separado con Alemania. Otros ucranianos revolucionarios se unieron a los bolcheviques. Pero se destacan los anarquistas de Néstor Majnó, libertario internacionalista campesino que con sus caballadas recorrió la mitad del territorio diagonal. Por su parte, algunos cosacos se sumaron al ejército blanco contrarrevolucionario y, para colmo, invadieron tropas polacas. La guerra civil ucraniana (1919-22) merece un estudio aparte por la superposición de intersecciones culturales, ideológicas y territoriales.4 Cinco ejércitos peleando a la vez, con momentos de creación histórica destacada, otros de violencia social extrema, en especial la secuencia de pogromos contra los judíos en las zonas nacionalistas. Tras su finalización con triunfo del Ejército Rojo, con la primera constitución soviética emergió la primera unidad jurídico-territorial con el nombre de República Socialista de Ucrania. Tenía dimensiones casi idénticas a la actual.

La Ucrania soviética tuvo una duración de casi un siglo, con dos momentos trágicos: el Holodomor de 1932 y la invasión nazi de 1941 a 1945. El primero significó tanto una guerra social contra el campesinado como una hambruna continuada como castigo por el poder soviético que ejercía la colectivización forzada. El segundo, además del significado destructivo y racial de la invasión nazi en sí misma, una reconfiguración de grupos internos en la que una parte del nacionalismo irredento por el socialismo se alió a los nazis formando batallones y fuerzas auxiliares que fueron parte de graves crímenes, como las masacres de Babi Yar y casi un millón de judíos y gitanos exterminados. Vale recordar también que el nazismo tuvo puntos de conexión con los nacionalistas no sólo por cuestiones de intereses comunes en contra de lo soviético, sino porque además compartían el antisemitismo y expresaron su racismo con una fuerte rusofobia.

Finalizada la guerra, Ucrania retomó su presencia soviética y extendió territorios. Obtuvo la zona húngara de Transcarpatia y, al poco tiempo, el premier soviético le donó Crimea. Zona pacificada pero con intensa historia, se convirtió en la segunda república en importancia económica y nuclear de la URSS, y vio luego el deterioro de tal régimen con la señal terrible del accidente de Chernobyl.

Mediana duración

El panorama postsoviético es complejo y aún estamos conociendo y observando sus secuelas. Por una parte, se puede constatar una creciente expansión de los intereses e instituciones occidentales bajo liderazgo de Estados Unidos sobre la antigua zona de influencia soviética. El crecimiento de integrantes de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y la Unión Europea (UE), respectivamente, son evidencias claras. Las formas han sido diversas, en la mayoría de los casos pacíficas, pero también con incursiones militares, como el caso de los Balcanes y la ex Yugoslavia.

Por otro lado, Rusia viene reconfigurando su rol y sus aspiraciones en la escena global. De ser acreedor pacífico del Fondo Monetario Internacional en los 90 pasó a compartir la “lucha contra el terrorismo” en los 2000 (en plena guerra de Chechenia) para luego posicionarse como potencia regional con reparos a la hegemonía unipolar estadounidense, integrando el BRICS (sigla de Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) e interviniendo militarmente en Georgia, Abjasia y Siria, hasta la actual invasión a Ucrania.

En medio de estos movimientos “tectónicos” se encuentra Ucrania, con la peculiaridad de que su población ha tenido vaivenes que evidencian esta polaridad: en 1991 más de 70% de los ucranianos votó a favor de mantener la unión con Rusia y ser parte de la URSS, mientras que dos años después, 90% lo hizo en favor de la independencia, ya con la URSS extinta. Por cierto que resulta simplificador analizar el devenir histórico de Ucrania en clave este-oeste u occidentalistas-rusófilos, pero se trata de un factor relevante que recorre toda la temporalidad.

Vale recordar que a comienzos de su vida independiente Ucrania poseía el tercer arsenal nuclear más importante. Tras el memorándum de Budapest en 1994, el país lo entregó a Rusia a cambio del compromiso de esta y la garantía de Estados Unidos de respetar su integridad. Para Rusia esto significaba una Ucrania neutra. Para Ucrania, un reaseguro de su independencia frente a su vecino mayor. Para Estados Unidos, un corrimiento de la amenaza hacia Oriente.

En todo este período, la política ucraniana vivió complejos momentos de tensión por factores combinados. La alta corrupción de sectores oligárquicos que se apropiaron de las grandes empresas públicas y fuentes de riqueza. La inestabilidad de los partidos políticos que, producto de la diversidad cultural y social, derivó en fragmentación. El resurgimiento de localismos y nacionalismos de mucha intensidad, en especial la recuperación de un nacionalismo ucro-occidental vinculado al colaboracionismo con los nazis, y discursos xenófobos hacia las minorías rusohablantes. A esto hay que sumar las diferentes formas de intervención de las potencias y los vecinos en la política interna, a efectos de ganar el acercamiento del país más grande de Europa. Candidatos envenenados, primeras mandatarias en prisión por estafa, organizaciones de ayuda internacional de carácter injerencista, exaltación de los “héroes” de la segunda guerra y el batallón de las SS-Galitzia, nostalgia del pasado soviético y reclamos de volver a la “madre” Rusia. Según las regiones y las capacidades de agencia política de diversos sectores, en Ucrania se puede observar un conjunto de capas superpuestas de antagonismos políticos que se conectan con la tensión Occidente-Rusia. Pero como señala el investigador Carlos Taibo, no es correcto atribuir a todos los seguidores del movimiento naranja una vocación otanista, ni es verdadero que el partido de las regiones o azul fuera financiado por Moscú.5

Tradiciones, perspectivas y disputas históricas que revivieron y se fueron incentivando, en la medida en que no se logró cimentar una institucionalidad cohesionadora (la corrupción jugó un papel muy negativo en esto) para un proyecto integral de desarrollo del país en medio de estas tensiones. Esta debilidad también fue observada como oportunidad y factor de riesgo por las potencias vecinas, que no dudaron en financiar aliados internos y desestabilizar movimientos o gobiernos que les fueran desfavorables.

Coyuntura

Las movidas en el tablero interno, regional y geopolítico parecieron acelerarse en 2013-2014. Un presidente del Partido de las Regiones, el de color azul, generalmente asociado a lo prorruso, Viktor Yanukovic, ganó las elecciones. Los sectores ultranacionalistas y el movimiento naranja no quisieron reconocer su legitimidad. El gobierno avanzó, a contrapelo de lo esperado, en un acuerdo para integrar la UE, cosa que alarmó a Rusia. Pero como la UE sólo ofrecía una ayuda inicial de 1.500 millones de euros para recomponer el déficit ucraniano (gravísimo por la corrupción) y exigía salir de todo acuerdo con Rusia, Putin aprovechó para contraofertar una ayuda por 20.000 millones y mantener la neutralidad ucraniana.

Los manifestantes en Kiev, nacionalistas y opositores, le exigieron al gobierno que mantuviera el acuerdo con la UE y la plaza central, Maidan, se convirtió en un campamento variopinto. La embajada de Estados Unidos públicamente apoyó a los manifestantes, se sumaron grupos minoritarios ultras del neonazismo. La Policía reprimió en febrero, dejando decenas de muertos. La gente volvió enfervorizada. Las potencias regionales intervinieron y se firmó un preacuerdo para mantener las negociaciones con la UE y la ayuda económica rusa, pero los ultras ocuparon el Parlamento, Yanukovic huyó y la Rada (el parlamento de Kiev) lo destituyó. En la plaza aparecieron figuras de la vieja política, como Julia Tymochenko (que estaba presa por estafa) celebrando la libertad y la entrada a Europa, y se multiplicaron manifestaciones nacionalistas y antirrusas.

Con este panorama, zonas de Ucrania de mayoría rusa, como Donetsk y Lugansk, vivieron procesos similares pero inversos: manifestaciones de rechazo a lo que consideraban el “golpe” de Kiev, protestas por la xenofobia de los nuevos mandatarios que hablaban de “escoria rusa” y prohibían su lengua. Tomaron los puestos de gobierno y se autoproclamaron independientes. En estos casos, no se constató una intervención rusa, aunque había por cierto apoyo y simpatía.

Como mencionaba al inicio, acciones como las de Givi tuvieron una dinámica propia en un terremoto geopolítico que las desbordó. El gobierno de Kiev desconoció como ilegal su separación y envió tropas, en especial los grupos ucro-nazis (el batallón Azov), incorporados al Ejército de Ucrania, para combatir a los rebeldes. Fue la guerra fronterizo-civil que antecedió en buena medida al conflicto de hoy.

Diferentes fueron los casos de Crimea y Odesa. En la primera, el nuevo gobierno de Kiev amagó con retirar la concesión de la base naval de Sebastopol a Rusia y el Kremlin enseguida reaccionó. Contó a su favor con una proporción mayoritaria de la población rusa, y casi sin enfrentamientos avanzó en la reincorporación de Crimea a la esfera rusa. La operación fue realizada junto con un plebiscito controlado por los ocupantes y sin observadores internacionales. Pero, más allá de reclamos diplomáticos, no derivó en combates ni bombardeos.

En la ciudad portuaria de Odesa la situación se zanjó dramáticamente en favor de Kiev. Protestas de los sectores rusohablantes intentaron escenificar un marco similar al del Donbás o Crimea, pero chocaron con el rechazo de grupos ultranacionalistas que terminaron por encerrar violentamente a los manifestantes en la casa de los sindicatos e incendiarla con ellos dentro, masacrando a más de 100 personas.

Aquella aceleración de las tensiones en 2014 encendieron las alarmas de todas las perspectivas: para los nacionalistas era constatable que Rusia se podría quedar con parte de su territorio, para los rusohablantes Kiev aplicaba medidas discriminatorias y violentas, para “Occidente” había una chance de arrimar a Ucrania a su zona de influencia, para Rusia eso era una línea roja. Ucrania se quebró en 2014. La violencia se instaló, parte de su territorio mutó y las presiones internas y externas crecieron. Ante eso, las potencias vecinas propiciaron los acuerdos de Minsk en 2015 para intentar estabilizar la situación.6

Pero estos nunca vieron una aplicación concreta, la guerra “interna” de Donbás continuaba y la situación de facto de Crimea fue el primer mojón de sanciones a Rusia y foco de tensión internacional. Los siete años que pasaron entre aquel año del caos y la actual guerra vieron una nueva escalada diplomática con los ataques públicos del presidente de Estados Unidos a Vladimir Putin en 2021 y la opción del gobierno de Kiev por incluir constitucionalmente su ingreso a la UE y establecer en su programa de defensa la entrada en la OTAN. Rusia movilizó más tropas a la frontera y esperó la “llamada” de los “separatistas” del Donbás para justificar geopolíticamente su intervención militar, a la que agregó el objetivo de desnazificar Ucrania. La OTAN y la UE reaccionaron diplomática y económicamente, pero al día de hoy es imposible saber si el conflicto se limitará a las intenciones manifestadas por Rusia o si habrá más consecuencias en medio de la crecida guerrerista.

La situación es tan ambigua que países como Hungría –integrante de la UE y de la OTAN– se muestran contrarios a intervenir, expectantes de la situación del Oblast de Transcarpatia, provincia occidental de Ucrania de mayoría magiar. Esta situación es propiciada no sólo por la guerra, sino por el estatuto provisorio que presentan muchos territorios del exbloque soviético, en donde no se han firmado tratados de límites internacionales. Similar es el caso energético: Alemania apoya las sanciones pero no puede, por ahora, dejar de abastecerse de gas ruso, y sería posible incluso evitar Ucrania como ruta para mantenerlo.

Transcurrido un mes de combates, que no dan cuenta de ningún tipo de “paseo” militar ruso, la situación no parece haber derivado hacia un nivel de guerra total o de destrucción masiva. Hasta ahora, los discursos de las fuerzas en disputa no presentan componentes de limpieza étnica ni fines divinos deshumanizantes. Es probable que la historia común de tantos de estos pueblos pueda ser un factor de contención. Pero la violencia iniciada genera secuelas nuevas, retroalimenta rencores y fanatismos, de forma tal que no es posible saber cuánto más habrá de escalar la cuestión. La historia ilustra, sí, que alcanza con profundizar la agitación de nacionalismos exaltados, fanatismos religiosos o autopercepciones de liderazgo mundial para que ocurran catástrofes sociales mayores.


  1. Geoffrey Hosking presenta una ilustrativa narración sobre la complementariedad y las tensiones históricas entre Kiev y Moscú en Breve historia de Rusia, de editorial Alianza. 

  2. Perry Anderson en El Estado absolutista postula la guerra del pueblo como la mayor rebelión agraria de Oriente. Parte del nacionalismo ucraniano reivindica al líder cosaco Jmelitsky como héroe patrio, y fue un héroe que se asoció con los rusos. Existió una alianza –firmada en ruso y ucraniano– entre los cosacos zapórogos y el naciente estado de los Romanov, en 1654 que dio cobijo al Hetmanato cosaco dentro de la monarquía rusa tras vencer a Polonia. 

  3. Hobsbawm, Eric, Naciones y nacionalismos. Desde 1780, Crítica. 

  4. David Alegre y Javier Rodrigo en Comunidades rotas. Historia global de las guerras civiles del siglo XX (Galaxia Gutenberg) le dedican un apartado especial a esta guerra. 

  5. Carlos Taibo, Rusia frente a Ucrania. Imperios, pueblos, energía, 2014. 

  6. Sobre la crisis de 2014 es muy ilustrativo el documental Ucrania: el año del caos, realizado por el periodista Ricardo Marquina y disponible en Youtube.