Faltan menos de tres meses para las elecciones presidenciales en Brasil, y el comerciante Luis Carlos dos Santos, de Sorocaba, en el interior de San Pablo, ya tiene una estimación certera. “[El presidente Jair] Bolsonaro perderá. Lula va a ser electo”, dice él, que recorre el país vendiendo banderas, pancartas, toallas y gorras con la cara y el nombre de los candidatos al Palacio del Planalto. “Todo lo que es de Lula se vende rápido. Con Bolsonaro he tenido pérdidas”, dice Santos, que sigue los grandes eventos populares en varias ciudades del país para poner su mercadería a la venta.

La percepción del comerciante refleja lo que las encuestas electorales ya señalan desde hace unos meses: el presidente ultraderechista Jair Bolsonaro enfrenta la erosión de su gobierno y, por ahora, está en desventaja frente a Luiz Inácio Lula da Silva. El expresidente alcanzó 15 puntos de ventaja y actualmente tiene 46% de las intenciones de voto frente a 31% de Bolsonaro, según el promedio de las encuestas relevadas por el diario O Estado de São Paulo.

Los dos candidatos presidenciales polarizan esta disputa dejando atrás a otros postulantes que podrían formar una “tercera vía”, pero que no pasan de 6% en las encuestas. La campaña propiamente dicha comienza dentro de un mes, cuando los candidatos se enfrentarán a los votantes con sus propuestas. Pero a diferencia de elecciones anteriores, la de este año va más allá de una mera disputa política entre dos postulantes. Brasil llevará a las urnas el 2 de octubre el enfrentamiento entre el país agrario y conservador, representado por Bolsonaro, y la posible reconstrucción democrática con Lula.

No por casualidad Lula invitó como compañero de fórmula a Geraldo Alckmin, que gobernó cuatro veces el estado de San Pablo y formó parte del Partido de la Socialdemocracia Brasileña, de centroderecha, durante 33 años. Alckmin, que incluso se postuló a la presidencia en 2006, cuando fue derrotado por el mismo Lula, se unió este año al Partido Socialista Brasileño. De perfil moderado y buena influencia en la élite empresarial, tiende un puente entre Lula y quienes mantienen la resistencia al Partido de los Trabajadores (PT). Una alianza conveniente para un país partido en dos tras el huracán que asoló Brasil durante los últimos nueve años, dejando profundas huellas que resuenan hasta el día de hoy. Desde las jornadas de junio de 2013, cuando las protestas callejeras paralizaron el país, hasta la destitución de la presidenta, Dilma Rousseff, en 2016, y la detención del expresidente Lula da Silva, en 2018.

Ese mismo año, fue electo en las urnas un gobierno errático, encabezado por Jair Bolsonaro, que desplegó discursos encendidos a lo largo de dos años para gobernar por el caos. “Sólo dejo [la presidencia] preso, muerto o con la victoria”, dijo a un mar de simpatizantes en Brasilia el año pasado, el 7 de setiembre, fecha en la que se celebra la independencia de Brasil. Ese mismo día dio un discurso en San Pablo, donde arremetió contra un ministro del Supremo Tribunal Federal, Alexandre de Moraes, encargado de una investigación sobre las milicias digitales que inundan las redes con noticias falsas a favor de Bolsonaro. “O este ministro se encuadra, o pide para irse”, gritó a la multitud que lo apoyaba.

Días después, restó importancia al episodio asegurando que defiende la Constitución. Pero fue sólo una retirada para volver a la carga poco después. El 26 de junio, durante una entrevista con simpatizantes, se quejó de la injerencia del Supremo Tribunal Federal en su trabajo, diciendo que “en algún momento va a pasar una tragedia que no queremos”. La lectura entre líneas de sus discursos es calculada para dejar la incertidumbre en el aire.

Ahora, los brasileños acudirán a las urnas para dar cuenta del pasado reciente y del presente empañado por las amenazas del presidente, poniendo a prueba la solidez de su democracia, bajo la mirada de militares de las Fuerzas Armadas que apoyan a Bolsonaro. Elegido con 57 millones de votos en 2018, el excapitán del Ejército, que es un defensor de la dictadura, reforzó al electorado conservador que perdió su espacio tras el retorno de la democracia en 1985 y que se siente incómodo con lo que consideran “políticamente correcto”. En el terreno diplomático, ha estrechado lazos con la extrema derecha mundial que se alinea con su ideología, siguiendo la receta de Steve Bannon, estratega de Donald Trump.

La reelección de Bolsonaro en el país de 214 millones de habitantes sería un triunfo para la derecha radical, que ha sufrido derrotas en otros países. “Esta elección es la segunda más importante del mundo [después de la de Estados Unidos] y la más importante en la historia de América del Sur”, dijo Bannon en agosto del año pasado, durante un acto en Dakota. Estaba acompañado por el diputado Eduardo Bolsonaro, hijo del presidente, que hace de enlace con Vox de España, la ultraderechista AfD de Alemania y representantes de línea dura de América Latina, como Javier Milei, de Argentina, o José Antonio Kast, de Chile.

A lo largo de su gobierno, Bolsonaro impuso mano dura en el Ejecutivo, superando los límites constitucionales en beneficio de la agroindustria, los militares y los ultraconservadores. Para defender a este grupo debilitó las instituciones del país, restringió la participación de la sociedad civil en las mesas de debate de políticas públicas y se enfrentó al Supremo Tribunal Federal, que se opuso a sus avances autoritarios. Al mismo tiempo, selló acuerdos con diputados conservadores en el Congreso, distribuyendo fondos mediante un presupuesto secreto que no rinde cuentas a la sociedad. Atravesado por sospechas de corrupción en varios ámbitos, ha impuesto 100 años de secreto para las investigaciones de interés público que puedan afectarlo.

En nombre de su proyecto de poder, designó ministros ideológicos que fueron rompiendo consensos construidos en las últimas décadas. Un estudio realizado por el periódico O Globo el mes pasado mostró que los indicadores sociales y económicos, como la educación y el medioambiente, y los indicadores económicos retrocedieron 30 años en el Brasil de Bolsonaro. El desmantelamiento de los órganos de fiscalización de la Amazonia, por ejemplo, facilitó una deforestación récord de la selva, asegurando el crecimiento de actividades ilegales, como la minería, la tala y la pesca, en tierras indígenas. Un punto álgido de este caos tuvo lugar en Vale do Javari, en el norte de la Amazonia, cuando el indigenista Bruno Pereira y el periodista británico Dom Phillips, colaborador de The Guardian, desaparecieron el 5 de junio mientras visitaban algunas comunidades ribereñas. Fueron asesinados y sus cuerpos descuartizados por pescadores ilegales que invadieron las tierras de los pueblos aislados. Pereira era uno de los mayores conocedores de los pueblos aislados de Brasil.

Las encuestas muestran que más de la mitad de los votantes rechazan a Bolsonaro y no quieren un segundo mandato. Su agresividad en el tratamiento de asuntos importantes para la población, incluida la pandemia del coronavirus, que ha causado la muerte de 673.000 personas en Brasil, es la misma que ha descuidado la economía del país, donde 33 millones de personas pasan hambre este año, 74% más que en 2021. Hay además un temor latente de que en un posible segundo mandato profundice en la política autoritaria, como ocurrió en países como Turquía y Hungría.

Pero Bolsonaro corre el riesgo de perder con Lula y a esta altura su margen de maniobra es estrecho. Por el momento, despliega una campaña para desacreditar el sistema de votación, al mismo tiempo que planea reforzar los paquetes de ayuda para los más vulnerables y distribuye fondos en el Congreso para garantizar el apoyo a sus planes de última hora. Desde que asumió el cargo, el presidente ha realizado innumerables críticas a las máquinas de votación electrónica adoptadas en Brasil. A medida que se acercan las elecciones, aumenta la campaña para desprestigiarlas, incluso pidiendo que las Fuerzas Armadas se inmiscuyan en la verificación de los resultados de las elecciones de octubre. “No confío en la máquina de votación electrónica”, repite en todas las entrevistas que da, a pesar de que fue elegido y reelecto diputado federal al menos cinco veces por el mismo sistema, antes de convertirse en presidente.

Brasil adoptó en 1996 un sistema electrónico precisamente para evitar los innumerables fraudes registrados hasta entonces en el conteo de papeletas. Con su insistencia en arrojar sospechas sobre las urnas, Bolsonaro emula a Donald Trump, que hizo lo mismo con el voto por correo en Estados Unidos. El brasileño, sin embargo, cuenta con el apoyo de generales en cargos ministeriales, lo que alimenta las tensiones sobre sus próximos pasos de cara a las elecciones. Después de la dictadura, los militares se alejaron de la política durante 30 años, hasta que comenzaron a regresar tras el juicio político a Rousseff, a manos de su sucesor, Michel Temer (del Movimiento Democrático Brasileño). En su breve gobierno (2016-2018), Temer designó militares para comandar el Ministerio de Defensa y en otros altos cargos. Con Bolsonaro, ascendieron a una posición estratégica, convirtiéndose en socios gubernamentales en 11 ministerios. Hay otros 6.300 uniformados en la estructura de poder.

El papel activo de estos oficiales alimenta el espectro de un golpe de Estado si Bolsonaro es derrotado en las elecciones. La hipótesis no tiene eco entre la mayoría de los analistas políticos, ya que el escenario mundial no es el mismo que en el siglo XX y, tras bambalinas, las Fuerzas Armadas no son tan unísonas. Pero lo cierto es que el presidente y su entorno ya apuntan a replicar en Brasil una versión local de la resistencia de Trump. “Podríamos tener un episodio aún más grave que el 6 de enero en el Capitolio”, advirtió el presidente del Tribunal Superior Electoral, Edson Fachin, el miércoles 6, durante un acto en Washington, Estados Unidos.

Lula y el hambre en Brasil

Las miradas ahora están puestas en las posibilidades de que Lula derrote a Bolsonaro en primera vuelta para no darle chance al gobierno de extender el clima de tensión que alimenta día a día. El expresidente ya aseguró que desmantelará la bomba de tiempo construida por Bolsonaro en estos años, retomando alianzas con las bases de la sociedad. “Derrotar a este tipo [Bolsonaro] es una cuestión de honor para el pueblo brasileño, para los que quieren democracia y verdad”, dijo el jueves Lula durante un encuentro político en Río de Janeiro.

Lula vive un giro de 180 grados en su vida, luego de estar preso durante 580 días, acusado de corrupción en la compra de un tríplex en la costa de San Pablo, supuestamente facilitado por una constructora. A sus 75 años, está surfeando el desgaste del presidente, mientras se beneficia de la anulación de su sentencia y de sus demandas en los tribunales, derivadas de la operación Lava Jato.

En 2018 fue juzgado y condenado por el mediático exjuez Sérgio Moro, quien se convirtió en un héroe en Brasil mientras estuvo al frente de la investigación que asoló los negocios del gigante Petrobras. Sin embargo, Moro mostró ambiciones mayores que la lucha contra la corrupción cuando aceptó una invitación para unirse al gobierno de Bolsonaro como ministro de Justicia. En junio de 2019 enfrentó un revés mediático cuando se filtraron mensajes de la comunicación del exjuez con los fiscales de Lava Jato que mostraban un enfoque dirigido a “cazar” al expresidente del PT. En un giro político, Moro terminó siendo considerado sospechoso por la Corte Suprema de Brasil, que anuló las demandas de Lula. Lejos de la judicatura, se arriesgó a postularse para presidente, como representante de la “tercera vía”, pero se rindió cuando vio en las encuestas que alcanzaba un techo de 8% de intención de voto.

Con el revés en los tribunales y la percepción de haber sido agraviado, el expresidente del PT ganó ventaja en las encuestas electorales, más aún frente a una economía en ruinas en manos de Bolsonaro. En una eventual segunda vuelta, Lula ganaría cómodamente por 20 puntos de distancia. Si la elección de 2018 tuvo como destaque la lucha contra la corrupción, que afectó directamente al entonces candidato del PT, Fernando Haddad, derrotado por Bolsonaro, este año la economía definirá el juego. “La población cambió gradualmente su enfoque. Bolsonaro no entregó los resultados esperados que mejorarían la vida de los brasileños. El descontento es muy fuerte”, explica Andrei Román, director general de la consultora Atlas Político.

Bolsonaro se centró en reformas, como las de la seguridad social, las privatizaciones y la desregulación de algunos sectores, pero que no dieron resultados concretos a la mayoría de la población. Perjudicado por la pandemia y los efectos de la guerra en Ucrania, no ha puesto en marcha una política social coordinada. Inmerso en sus guerras retóricas, perdió el control de la economía, que no reaccionó a tiempo durante el año electoral. Sus errores beneficiaron directamente a su rival del PT, que vivió momentos gloriosos en la economía durante sus dos gobiernos, al punto de que fuera electa Dilma Rousseff como su sucesora, en 2010, y reelecta en 2014. “Hay una esperanza, un optimismo de que el regreso de Lula pueda cambiar esta situación, especialmente entre los más pobres”, explica Román.

La inflación alta y la precariedad laboral revivieron una campaña por el regreso de Lula, rescatando recuerdos prósperos de su gobierno cuando el país creció 7,5% en 2010 y coqueteaba con el pleno empleo. Lejos de esos recuerdos, las proyecciones para el crecimiento del PIB de Brasil este año van de 0,6% (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico) a 1,5% (Fondo Monetario Internacional), y un aumento inercial de menos de 1% en 2023. Los brasileños perdieron ingresos por energía y esta realidad es visible en el día a día con el regreso de la miseria. Desde los trabajadores que se vieron obligados a dejar sus casas y se fueron a vivir a la calle en tiendas de campaña, hasta las miles de familias que empezaron a improvisar una estufa de leña porque no tienen dinero para el gas de cocina, que ha aumentado en más de 30% en un año.

Incluso con el caótico escenario, Bolsonaro aún cuenta con la lealtad de al menos 30% de los brasileños que ven con extrema simpatía la presencia de militares en el gobierno y se hacen eco de su lema de “patria y familia”. También tiene a su favor el antipetismo que siempre ha perseguido a Lula desde que ganó protagonismo nacional cuando encabezó huelgas en la década de 1980. El rechazo al PT creció en la última década con acusaciones de corrupción en casos como el mensalão de 2006. Pero la economía iba bien, y el brasileño “perdonó” este desliz, garantizando la reelección de Lula ese año.

El juicio televisado de este episodio, sin embargo, llegaría en 2012, cuando los políticos del PT fueron al banquillo de los acusados. La Corte Suprema llevó a prisión a algunos de ellos, lo que selló la imagen de un partido corrupto en la mente de los votantes. Al año siguiente, la saga de la Operación Lava Jato reforzaría esta imagen con la cobertura mediática de la investigación, adaptada para captar los titulares de las noticias diarias.

Lula también se beneficia de un electorado leal y sigue siendo el líder carismático que salió de la pobreza, reforzando la esperanza entre los votantes de la base de la pirámide. También se ha convertido en el “voto útil” de los que ya no quieren al actual presidente. “Lo voto no por convicción, sino porque Bolsonaro es una tragedia en el gobierno”, dice la pedagoga Cynthia Toledo, de San Pablo, que votó anulado en la segunda vuelta en 2018. El rechazo a Lula, que superó el 50% en el pasado, hoy asciende a 35%. “Tengo cuatro años de mi vida para dedicarme a cuidar a la gente. No es posible que un país triunfe con un gobernante que fomente las luchas. Mostraré que es posible que Brasil vuelva a ser feliz”, dijo Lula esta semana.

Todo indica que Brasil no se relajará hasta que terminen las elecciones, ya sea en primera o segunda vuelta, el 30 de octubre. “En 45 días de campaña, mucho puede cambiar, incluso puede ocurrir que crezca una tercera vía”, dice la analista política Deysi Cioccari. La tercera vía ya ha sido probada por candidatos que han desistido de entrar en esta feroz batalla entre Lula y Bolsonaro, como el exjuez Sérgio Moro. El exgobernador de San Pablo João Doria también se retiró de la contienda en mayo, luego de ver caer su popularidad a 3%. Sigue en carrera Ciro Gomes (del Partido Laborista Democrático), con 6% de las preferencias, un candidato de centroizquierda que no logra reducir su rechazo, por encima de 50%. Ahora, los ojos se vuelven hacia Simone Tebet (del Movimiento Democrático Brasileño), quien tiene 2% de las preferencias.

Bolsonaro cuenta todavía con la ventaja de tener la maquinaria pública en sus manos, y ha ido afinando su discurso frente a la alta inflación, especialmente de combustibles, que subió casi 200% en su gobierno. “Petrobras está abusando del pueblo brasileño”, se quejó a principios de mayo, días antes de destituir al tercer presidente de la petrolera. El gobernante también articula para entregar un paquete de ayuda a los más pobres en las próximas semanas, con el apoyo del Congreso, irónicamente llamado Propuesta de Enmienda Constitucional Kamikaze. Se llama así porque el paquete dejará una bomba fiscal para el próximo año. Sólo el tiempo dirá si la estratagema desesperada funcionará. La única certeza en Brasil hoy es que el país seguirá siendo sacudido durante los próximos meses. Ánimo hasta entonces.

Carla Jiménez, desde San Pablo.