“En un país donde la justicia es tan paquidérmica, ha sido una sorpresa positiva. Para nosotros ha sido una garantía”, dice Gonzalo Botero Maya, un empresario ganadero de la Depresión momposina quien, hace tres décadas, estuvo secuestrado por las antiguas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y sólo fue liberado después de que su familia pagó un millonario rescate.

Esas palabras elogiosas provienen de un escudero improbable de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), el brazo judicial del sistema de justicia transicional colombiano. A finales de 2016, cuando el gobierno del entonces presidente Juan Manuel Santos y las FARC firmaron el acuerdo que condujo al desarme de la guerrilla más antigua de las Américas y a la creación de ese tribunal especial, Botero votó No en el plebiscito en el cual los colombianos se pronunciaron sobre esos diálogos de paz. A su juicio, el afán de Santos por cerrar un acuerdo y su ego personal llevaron a un acuerdo demasiado benévolo con sus victimarios y que terminó endilgando al Estado colombiano con la responsabilidad de reparar a las víctimas de las FARC.

El estrecho triunfo del No, por 53.000 votos, dejó en evidencia la aguda división entre los colombianos. La posterior renegociación, en la que el gobierno de Santos y las FARC incorporaron muchos de los cambios propuestos por los líderes opositores, quienes los consideraron cosméticos, significó que el acuerdo cobró vida, aunque con un déficit de legitimidad. Seis años después, terminado el gobierno de derecha de Iván Duque que aglutinó a la coalición del No y llegado el primer presidente de izquierda en la historia del país con la promesa de profundizar aún más la paz, Botero sigue reivindicando su voto negativo.

“Un trabajo serio, consagrado y tenaz”

Pero también defiende con vehemencia a la JEP, que está a punto de condenar a siete exjefes de las FARC por su política criminal de secuestrar a miles de personas –como él– para cobrar rescates, presionar canjes de personas con el gobierno o mantener territorios bajo su control, que el tribunal calificó como crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad. “Tengo que reconocer el trabajo serio, consagrado y tenaz que han llevado la magistrada Julieta Lemaitre [que está a cargo del macrocaso 01] y su equipo. Eso lo he sentido personalmente como víctima y se lo agradecí públicamente”, dijo en una entrevista con Justice Info.

Su caso no es una excepción. Como él hay otras víctimas que, siendo aún críticas del acuerdo de paz que llevó al desarme de 13.000 guerrilleros y a la transformación de las FARC en un partido político, le dan crédito a la justicia transicional. Forman parte de las más de 3.000 víctimas que se han acreditado como partes en el macrocaso sobre la política de secuestro de esa guerrilla. Algunas estuvieron incluso en la audiencia pública en junio pasado en que la cúpula de la extinta guerrilla reconoció, por primera vez y sin eufemismos, tanto su crueldad al haber secuestrado a 21.396 colombianos a lo largo de dos décadas como el sufrimiento de los familiares de los secuestrados.

El buen nombre de Domingo Navarro

Domingo Navarro tenía sólo 24 años cuando se lanzó a la alcaldía de Cimitarra, el caluroso pueblo ganadero y cacaotero del Magdalena Medio santandereano donde nació y al que había regresado apenas se graduó como comunicador social en Bogotá. Montó una emisora de radio para, en sus palabras, “hacer el periodismo independiente que tanto hacía falta”, pero poco después decidió postular su nombre para gobernar un municipio tan aislado como extenso, más grande que Luxemburgo, como parte del grupo político del exministro Horacio Serpa.

Era una época turbulenta en un pueblo que vivió varias cruentas masacres cometidas por paramilitares de extrema derecha y por las guerrillas de izquierda, pero donde también los lugareños innovaban en estrategias de resistencia no violenta. Una de sus organizaciones campesinas, la Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare, ganó el premio sueco Rights Livelihood o “Nobel alternativo”.

El 1º de julio de 1997, Navarro estaba extenuado. Como estrategia de campaña, venía organizando brigadas de salud para recorrer los rincones rurales más remotos de Cimitarra y conversar con sus posibles votantes. Se disponía a regresar a casa tras cuatro horas de caminata por la vereda de La Muñeca, a 50 kilómetros del pueblo, cuando un campesino los detuvo y les dijo que tenía un dolor severo de muelas. El odontólogo que acompañaba a Domingo no encontraba el origen de su dolencia, pero el hombre insistía. Poco después llegaron ocho guerrilleros armados del frente 46, que se los llevaron hacia las montañas de Puerto Parra. Navarro estuvo secuestrado 22 días.

Domingo nunca supo por qué. No exigieron dinero a su familia. Según relata, la única respuesta que el comandante local daba a sus dudas –por qué lo habían raptado, hasta cuándo lo tendrían, qué querían hablar con él– era “no sabemos”. Aunque sigue agradeciendo a Dios por su súbita liberación sin mayor explicación, esa libertad vino con un costo. Perdió las elecciones y hasta hoy Navarro atribuye su derrota al secuestro y a la doble suspicacia que este le generó. Por un lado, “la gente decía que tenía un acuerdo con ellos [las FARC] por haber sido soltado”, dice. Por el otro, circuló el rumor de que lo habían secuestrado por ser cómplice de los paramilitares, una acusación que le duele especialmente dado que estos asesinaron a su hermano y arrojaron su cuerpo al río Carare.

“Un proceso muy útil, pero en todo caso incompleto”

“Yo llevo 25 años [desde el secuestro] y hasta hoy pude hablar de esto. No se lo he contado ni a mi familia”, les dijo a sus antiguos captores en junio pasado, durante la audiencia de la JEP, antes de hacerles una petición concreta: que limpiaran su nombre. “De entrada reconozco su secuestro como un crimen de lesa humanidad ordenado por mí”, le respondió Pastor Alape, el exnegociador de paz de la guerrilla que por esa época lideraba el Bloque Magdalena Medio que operaba en esa zona y oriundo del vecino municipio de Puerto Berrío. “Quiero decirle al país y al municipio de Cimitarra que en ningún momento las FARC lo catalogaron como paramilitar ni tampoco fue amigo nuestro”.

Esa respuesta le dio a Navarro algo de sosiego y él reconoce que ese avance se logró gracias al trabajo de la JEP, aunque mantiene críticas al tribunal. “En términos de conocer algunos detalles que no conocía, creo que fue bueno. Tienen mucha información porque han sido juiciosos en compilarla”, dice, aunque cree que el reconocimiento de las FARC en su caso fue aguado por consejo de los abogados defensores. Para que deje de ser una “verdad a medias”, dice, faltan datos concretos que le permitan a él entender si alguna persona ligada a su rival electoral estuvo involucrada. Según relata, un cuadro de esa campaña era hijo de un jefe guerrillero y luego fue condenado. “Uno quisiera saber hasta el más mínimo detalle: por qué me agredieron, quién les ayudó, quién les dio la información. Al sol de hoy, no entiendo por qué fue”, dice.

Navarro, quien logró ser elegido alcalde unos años más tarde, dice no oponerse a que las sanciones de la JEP –cinco a ocho años en un entorno no carcelario para los crímenes más graves– sean más benévolas que en la justicia ordinaria. En la audiencia pública elogió la decisión de la antigua cúpula de las FARC de dejar las armas. Pero pide a los magistrados de la JEP que, además de abrir más espacios para que las víctimas puedan dirigirse a sus perpetradores, se mantengan firmes en exigir a los acusados que cumplan las tres tareas de las que dependen esas penas especiales: que además de reconocer su responsabilidad, aporten verdad plena y reparen a sus víctimas.

En palabras de Navarro, “no queremos que se vayan a la cárcel ni que se mueran, sino que cuenten la verraca verdad, que ellos la saben”. Es por eso que, dice, “es un proceso muy útil, pero en todo caso incompleto”.

La catarsis de Gonzalo Botero

El domingo 4 de agosto de 1991, Gonzalo Botero llegó a la finca de su familia en San Fernando, sobre las riberas del río Magdalena, para darle una vuelta y mirar sus vacas. Ignoraba que 15 guerrilleros del frente 37 de las FARC llevaban allí una semana, esperando a su hermano gemelo para raptarlo. Al verlo y darse cuenta de que él era el alcalde de Magangué, no lo pensaron dos veces y se lo llevaron. Eso sí, le aclararon, recuerda, que era un secuestro netamente económico y no político, pese a que él era la principal autoridad pública del segundo municipio de Bolívar.

Botero estuvo secuestrado durante 58 días en la cercana serranía de San Lucas hasta que su familia pagó el rescate que exigían las FARC a cambio de su libertad. No los cuatro millones de dólares que pidieron inicialmente –una cifra, dice, “tan desproporcionada que no era posible pagar”–, pero sí una que en todo caso les obligó a vender varios bienes y a endeudarse.

Ese pago le dejó una mortificación que aún lo acompaña y que les pudo expresar por primera vez, frente a frente, durante la audiencia de la JEP en junio pasado. “Me atormenta día y noche saber que dinero bien habido, conseguido con el trabajo honesto de varias generaciones, sin hacerle daño a nadie, generando empleo, haya ido a parar a las arcas de una organización criminal para ampliar y fortalecer su accionar absurdo e irracional”, les dijo a los siete exjefes supremos de las FARC. “Con frecuencia me pregunto: con ese dinero fruto de mi libertad, ¿a cuántas más personas secuestraron, a cuántos más jóvenes reclutaron, a cuántas más poblaciones se tomaron, a cuántos más seres humanos inocentes asesinaron, a cuántos policías y soldados –héroes de la patria– torturaron y desaparecieron, cuántas minas quiebrapatas sembraron?”.

Su interrogante no vio respuesta. Pero le dio a Botero la oportunidad de hacer catarsis y de preguntarles lo que no había podido en tres décadas. Ese día en la audiencia y en las reuniones privadas que le precedieron, les reclamó por su crueldad y por “las secuelas que jamás se borran y con las que se convive el resto de la vida”. Sobre todo una que relató con voz quebrada: pese a que un comandante de las FARC le dijo antes de liberarlo que no tenían problemas con él y le pidió seguir trabajando por la región, unos años después otro jefe guerrillero, Martín Caballero, declaró a los Botero objetivo militar y sus hombres asesinaron a cuatro empleados en otra finca familiar en Sucre.

“Más vale tarde que nunca”

Pese a sus reticencias sobre el acuerdo de paz, Botero ha sido un participante activo en las diligencias del tribunal. Cuenta que ha leído todos los testimonios que le han enviado los magistrados de la JEP, que les ha devuelto comentarios y que, cuando les pidió información adicional, se la proporcionaron. “Ha habido una comunicación fluida”, dice. Por eso no dudó cuando le propusieron hablar durante la audiencia pública. “Agradecí que me tomaran en cuenta y me dieran la oportunidad de hablar con ellos [sus antiguos captores]. Sentía la necesidad de hablar con respeto pero con franqueza. Y agradecí a ellos que me escucharan”, dice.

Quizás más interesante, pese a la ausencia de respuestas para algunas de sus preguntas, para Botero ese diálogo con sus antiguos captores no terminó en la audiencia. En los seis meses desde entonces se ha reunido tres veces con Pastor Alape, el mismo que pidió perdón a Navarro, a tomar café. Lo han hecho siempre lejos de la JEP. “Sentí en ellos –tengo que decirlo– arrepentimiento de los actos cometidos. En ese momento [de la audiencia] yo no los perdoné, pero ahora siento que llegó el momento de hacerlo. Lo más importante es que no vuelvan a recaer y sigan adelante como personas de bien en esta sociedad”, dice Botero, quien también fue dos veces concejal de Magangué y congresista por Bolívar. Él ya está retirado de la política, aunque su hijo fue viceministro de Agricultura en el gobierno Duque.

“Desafortunadamente tuvieron que pasar 30, 40 o 50 años para que se dieran cuenta de que cometieron delitos atroces, pero más vale tarde que nunca”, dice. Pero aún no les ve una disposición real de reparar a sus víctimas materialmente o, en los casos en los que los perpetradores directos ya murieron, buscar antiguos compañeros de armas que puedan responder a sus interrogantes concretos. “Fue tanto el daño causado, que no es suficiente. Están en la obligación moral de reparar a las víctimas con sus bienes”, añade.

Botero atribuye parte importante de los avances al equipo de la JEP a cargo del caso, al que describe como “responsable” y “fuerte con las FARC”. “Lo han manejado con compromiso y con interés porque se esclarezca y que la cúpula de las FARC reconozca sus delitos”, dice. Aunque tiene sugerencias sobre qué podrían mejorar. Sobre todo cree que la mayor deuda está en el esclarecimiento de cientos de casos en los que no se conoce el paradero de las víctimas. En su auto de acusación, la JEP los cifró en al menos 627 personas que fueron asesinadas y 1.860 que continúan desaparecidas (11,6% del total entre ambos).

Como dice, “yo salí ileso y aquí estoy, pero en el caso de personas cuyos familiares siguen desaparecidos, nadie les da razón aún. Este proceso lleva ya seis años y no les han sabido decir qué les pasó o dónde están sus familiares. Falta más presión todavía, porque el tiempo va corriendo”.

A la espera de los fallos

Botero y Navarro también coinciden en que, pese a sus limitaciones, la justicia transicional está haciendo lo que la ordinaria nunca hizo. “No hicieron ni una sola entrevista, lo archivaron”, dice Navarro sobre la Fiscalía General de la Nación. Es una postura que parecen compartir muchos colombianos, como sugiere la más reciente encuesta de Invamer Gallup que refleja un alza de 12 puntos porcentuales en los niveles de aprobación de la JEP en el último año, justo aquel en que el tribunal hizo sus primeras audiencias públicas.

“Muchas víctimas no creyeron en el origen, pero hoy que ven la implementación le reconocen una legitimidad por ejercicio. Es decir, para ellas sigue habiendo un origen cuestionable, porque quisieran haber visto derrotadas a las FARC, pero hoy reconocen unos frutos que nunca hubieran imaginado que podrían suceder. Y sienten que, a tantos años de cometidos los secuestros, sólo ahora encuentran una respuesta de las instituciones en términos de quién fue responsable”, dice Gloria María Gallego, profesora de la Universidad Eafit que ha escrito dos libros sobre el secuestro y que ha seguido de cerca el trabajo del tribunal especial sobre ese crimen. Ella también vivió cuatro secuestros en su familia, incluido uno de las FARC.

Para Gallego, ese cambio de percepción se debe a que, pese a que tantas víctimas resentían cualquier trato benévolo hacia sus victimarios, en el fondo su desconfianza en la justicia ordinaria también es muy profunda. El punto de inflexión, siente, es que por primera vez abordan su responsabilidad. “No la tradicional de la retribución y el castigo, sino una forma reparadora –señala–. Que ante el mundo reconocen los hechos, miran a sus víctimas, admiten el daño y el horror, se comprometen a no volver a cometer actos semejantes y, en el caso de los desaparecidos en cautiverio, señalar cómo fue su final y su último lugar en el mundo”.

“Tienen una gran desventaja: están andando un camino que nadie ha andado, en un proceso de paz que en ninguna parte del mundo tiene estas características –les dijo el exalcalde de Cimitarra a los magistrados de la JEP en la audiencia pública– Están caminando en una selva oscura sin linterna y ustedes mismos tienen que ver cómo caminan. Aunque quiero creer, sí quiero esperar los fallos para decirles que hicieron historia”. Botero hace eco de esa postura cuando dice, de manera más sucinta: “Dentro del proceso de paz, la JEP fue algo positivo. No fue todo malo”.

Andrés Bermúdez Liévano, desde Colombia. Este artículo fue publicado originalmente en JusticeInfo.