Al mismo tiempo, varios grupos se han venido aprovechando de la retórica de la paz para ganar tiempo, reducir la presión de las fuerzas de seguridad y tratar de fortalecerse, y ponen en riesgo una de las principales promesas de campaña del presidente.

Desde su discurso de posesión, el presidente colombiano, Gustavo Petro, planteó que el suyo sería “el gobierno de la vida, de la paz” y que así sería recordado.1 Elegido por representar una esperanza de cambio y de grandes transformaciones en muchos frentes, el mandatario colombiano decidió priorizar en ese primer discurso la cuestión de la paz y de la protección de la vida. En esa línea, una de sus principales banderas es la política de “paz total”, parte fundamental de la visión de Colombia como una “potencia mundial de la vida”. Ese es el título del Plan de Desarrollo, documento con fuerza de ley que cada gobierno plantea en sus inicios y que es la hoja de ruta de toda su gestión.

El objetivo central de la “paz total” es reducir el impacto humanitario de la violencia generada por los diversos grupos armados que aún operan en el país y que constituyen una mezcla compleja de agrupaciones criminales, como el Clan del Golfo o los Pachenca, y actores con origen político, como el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y las dos disidencias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC),2 que de todos modos hoy en día están muy vinculados a las economías y las rentas ilegales, con las cuales se financian.

Desde el principio, la apuesta del gobierno fue negociar con todos los grupos generadores de violencia al mismo tiempo, bajo el supuesto de que negociar con uno solo genera vacíos de poder que son aprovechados por otros actores violentos para fortalecerse. La negociación con esos grupos se desarrolla por canales paralelos de acuerdo con la naturaleza de cada uno. Esto significa que hay negociaciones de paz con los grupos considerados guerrilleros y acuerdos sobre sometimiento a la Justicia con las bandas criminales de alto impacto. Para dar un marco jurídico a esta estrategia, el Congreso aprobó la Ley de Paz Total propuesta por el gobierno.3 Pero esa división entre grupos insurgentes y criminales tiene complejidades en términos prácticos: por un lado, varios sectores no ven con buenos ojos o incluso plantean impedimentos jurídicos al reconocimiento político de las disidencias de las FARC, particularmente las lideradas por Iván Márquez, que abandonaron el proceso de paz de La Habana. Por otra parte, el Clan del Golfo insiste en que su naturaleza es política y se autodenomina Autodefensas Gaitanistas de Colombia, por lo cual quiere avanzar en una negociación para un acuerdo de paz con el Estado y no en una discusión sobre su sometimiento –o acogimiento, como eufemísticamente lo llaman algunos miembros del gobierno– a la Justicia.

Más allá de las discusiones sobre la viabilidad jurídica o política de la estrategia de Petro, desde el comienzo el gobierno inició sus acercamientos a los diversos grupos sobre la base de que era necesario parar la guerra, con el fin de reducir su impacto humanitario sobre la vida de las personas y también para ambientar las negociaciones con cada uno de ellos. Muy rápidamente se retomó la mesa de negociaciones con el ELN con base en los avances que se habían hecho durante la presidencia de Juan Manuel Santos (2010-2018) y se comenzó a explorar la voluntad de paz de los demás grupos. Sin embargo, no parecía haber una estrategia clara para el logro de la “paz total”, más allá del compromiso explícito del gobierno. De hecho, unos días antes de la posesión de Petro, el designado canciller Álvaro Leyva usó la metáfora de una partitura para una banda de jazz para hablar de la “paz total”: de acuerdo con esa analogía, esta sería una guía general a partir de la cual diversos actores podían improvisar en la búsqueda del objetivo común de la paz.

Los problemas de la “paz total”

En su afán por avanzar, el gobierno hizo gestos tempranos de buena voluntad. En su primera semana, el alto comisionado para la Paz, Danilo Rueda, señaló que como un gesto de confianza se podrían suspender las órdenes de captura de los cabecillas del ELN. Poco después promovió ceses bilaterales del fuego con las diversas organizaciones armadas, sin aún haber definido una hoja de ruta detallada. El 31 de diciembre, el presidente anunció en Twitter un acuerdo al respecto con el ELN, las disidencias de las FARC, el Clan del Golfo y los Pachenca, y sólo cuatro días después, el 3 de enero, el Comando Central del ELN lo desmintió en un comunicado en el que señalaba que no había tal acuerdo sobre un cese del fuego con el gobierno. Lo cierto es que no lo había con ninguno de los grupos, dado que no se habían firmado protocolos ni se habían definido mecanismos de verificación del cumplimiento de las partes.

Así las cosas, el cese de las acciones violentas por parte de los actores armados dependía básicamente de su buena voluntad y, de acuerdo con cifras del mismo gobierno, ninguno cumplió con su parte.4 Esto se hizo evidente con la presión e injerencia del Clan del Golfo en un paro de mineros en la región del Bajo Cauca en Antioquia, o con las amenazas de las disidencias de alias Mordisco contra 200 familias de desmovilizados de las FARC en Mesetas (departamento del Meta), a las que obligaron a desplazarse para proteger sus vidas,5 por citar sólo dos ejemplos. Ante las evidencias de la participación del Clan del Golfo en varias acciones violentas en el Bajo Cauca, el 19 de marzo Petro tomó la decisión de suspender el cese del fuego con ese grupo, lo que implica la reanudación de las operaciones militares en su contra. Por otro lado, la reacción del comisionado para la Paz frente al desplazamiento forzado de Mesetas ha generado muchas críticas, dado que en sus declaraciones ha sugerido que las familias salieron de la zona por voluntad propia.

A pesar de los esfuerzos y de la buena disposición del gobierno, la situación de seguridad y orden público se ha deteriorado de modo alarmante en algunas regiones del país, entre ellas varias que han sido históricamente las más afectadas por el conflicto armado y la violencia, como el Cauca, Arauca, Nariño o el norte de Antioquia. Aunque se han reducido los enfrentamientos entre la fuerza pública y los grupos armados por cuenta de los ceses bilaterales propuestos por el gobierno, no pasa lo mismo con los enfrentamientos entre los grupos por el control de territorios y de las poblaciones que allí viven. De acuerdo con un estudio de la fundación Ideas para la Paz, durante los primeros tres meses del gobierno de Petro las acciones de la fuerza pública contra los grupos ilegales disminuyeron en 70%, mientras que los enfrentamientos entre los grupos aumentaron en 79% en comparación con el mismo período del año anterior.6 Al parecer, la estrategia es fortalecerse territorialmente y en número de miembros para poder negociar mayores concesiones en una posible mesa con el gobierno.

Paradójicamente, la política de “paz total” parece haber tenido, al menos hasta ahora, un efecto perverso: la lucha entre los grupos por consolidarse para negociar desde una posición de fuerza ha dejado en medio del fuego cruzado a la población civil en territorios que tenían enormes expectativas hacia lo que el gobierno “del pueblo” podría hacer para garantizarles una vida tranquila y segura. El caso de Arauca es ilustrativo: la guerra entre el ELN y las disidencias de las FARC por el control de esa zona fronteriza con Venezuela dejó en 2022 más de 300 personas asesinadas, reclutamiento forzado de menores, confinamientos de población y amenazas contra líderes locales. En el Cauca, zona clave en la cadena de valor del narcotráfico, las disputas por el control de territorios –a veces por medio de alianzas entre grupos o facciones que en otras regiones están en guerra–7 han llevado a un aumento de los homicidios, las amenazas y el control social por métodos violentos e intimidatorios, y a una profunda desconfianza en el interior de las comunidades debido a acciones como la entrega de motos o celulares por parte de los grupos a jóvenes de la zona para reclutarlos como informantes.

En el marco de este panorama, el comisionado para la Paz continúa los diálogos y negociaciones, en muchos casos secretos y en diferentes etapas de desarrollo, con seis grupos distintos, además de estar a cargo de la implementación del Acuerdo de Paz de La Habana. Los cuestionamientos con respecto a su labor comienzan a oírse incluso entre personas aliadas del gobierno. Es claro que la tarea es gigantesca. Pero el comisionado Rueda parece querer todo en soledad. A esto se suma que su oficina no cuenta con suficiente personal técnico con experiencia en negociaciones de paz. Todo esto genera demasiadas improvisaciones e impide el desarrollo de una hoja de ruta clara para llevar adelante con éxito procesos que son altamente complejos. Incluso varios sectores han expresado su preocupación por el escaso progreso que se observa en términos de la implementación del acuerdo de 2016, a pesar de las declaraciones del presidente sobre su intención de avanzar de manera decisiva en ese frente.

Es preocupante que la estrategia del gobierno se base en la idea de confiar en la voluntad de paz de grupos que usan la violencia de modo sistemático, y en otorgarles beneficios y concesiones, simplemente porque han expresado una voluntad de negociar y de reducir los homicidios. Al 31 de marzo de 2023, se cursaba en el Congreso un proyecto de ley con el que se busca establecer los mecanismos para el sometimiento a la Justicia de los grupos criminales “de alto impacto” de carácter no político. El proyecto es muy generoso con los actores a los que quiere someter –contempla, por ejemplo, que los autores de delitos de lesa humanidad paguen un máximo de ocho años de cárcel y que puedan quedarse con 6% de las ganancias obtenidas por su participación en actividades ilícitas, hasta un máximo de 11.600 millones de pesos (más o menos 2,5 millones de dólares), a cambio de entregar sus bienes y sus armas y de cesar todas sus actividades ilegales–. Queda por ver cómo logrará el Estado, cuyas capacidades en términos de administración de investigación y justicia son bastante débiles, en especial en los territorios en donde estos grupos operan, hacer un seguimiento efectivo del cumplimiento de estos compromisos.

Hasta ahora, sumarse a la retórica de la “paz total” les ha servido a los grupos para ganar tiempo y reducir la presión por parte de la fuerza pública contra sus miembros y operaciones. Aunque el comisionado Rueda ha dicho en múltiples ocasiones que lo que se ha pedido a los grupos armados en el marco de la política de “paz total” es “no matar, no torturar y no desaparecer”, esto no es suficiente. Aun si varios de los grupos han reducido la violencia letal –básicamente los homicidios–, la han remplazado por otras formas de violencia menos visibles, que están asociadas a dinámicas de control social.

Esos tipos de violencia parecen quedar por fuera de la estrategia de “paz total”, pero son cruciales en tanto que son los que permiten a los grupos armados establecer y consolidar su poder sobre territorios y comunidades, lo que a la larga puede llevar a procesos de reciclaje del conflicto. El reclutamiento de menores, que según las alertas de la Defensoría del Pueblo y de varios investigadores independientes viene en aumento,8 es una estrategia brutal pero muy efectiva de control social, porque debilita la resistencia de familias y comunidades y las empuja a colaborar más fácilmente con el grupo con la esperanza de que su hijo o hija pueda regresar en algún momento. En varias regiones del país se ha documentado y denunciado que los grupos están usando diversas acciones en este sentido. Algunos incluso van a las escuelas y colegios a entregar kits escolares y material de propaganda. Maestros que se han opuesto a estas actividades han sido intimidados o amenazados.

En Tumaco, disidencias de las FARC han instalado minas antipersona alrededor de algunas escuelas como método para disuadir a los menores de asistir a clase, lo que facilita el reclutamiento. En algunos casos, los menores reclutados son enviados a regiones lejos de sus casas para que sus familias y comunidades no puedan ir a buscarlos. Otro tipo de violencia que quiebra la voluntad de las poblaciones es la violencia sexual y de género, que según testimonios recogidos por organizaciones como el Crisis Group se mantiene e incluso se ha agravado en algunas zonas. Las restricciones a la movilidad y los confinamientos son otras de las tácticas de control social que vienen en aumento desde el año pasado. Los grupos instalan controles en las vías, establecen toques de queda e intimidan y amenazan para silenciar a las comunidades y romper las resistencias, y con ello también ponen en riesgo la seguridad alimentaria y la posibilidad de recibir educación o atención médica adecuada.

Seguridad y “paz total”

Mientras todo esto ocurre en algunas regiones del país, la fuerza pública parece haber perdido su norte. Atendiendo las órdenes de cese del fuego que ha dado el alto gobierno, ha reducido drásticamente sus operaciones contra los grupos armados ilegales, políticos o no. Y si bien esto ha representado una reducción importante en el número de soldados heridos, ha dejado territorios y comunidades a merced de los grupos que han tenido tiempo y espacio para implementar sus violentas estrategias de control y coerción.

El problema es que el gobierno no parece tener una política de seguridad que vaya de la mano de su política de paz. La desarticulación entre el Ministerio de Defensa y la oficina del Comisionado para la Paz es patente. La extrema generosidad que ha habido hacia los grupos no ha estado acompañada del diseño y ejecución de una muy necesaria estrategia de disuasión, que genere los incentivos para lograr que estos quieran negociar la paz o un sometimiento a la Justicia. La “paz total” ha sido amplia en repartir zanahoria; pero por muy impopular que parezca en el contexto de un gobierno progresista, el control de los actores violentos en Colombia requiere también de garrote para que haya negociaciones realistas. Incluso personas que históricamente han sido críticas de la vía militar lo han reconocido: según el senador del Pacto Histórico Iván Cepeda, que siempre ha preferido la vía negociada, “lamentablemente hay que apelar a las operaciones de fuerza de la fuerza pública. Ese es el camino menos deseado, porque ese camino implica enfrentamientos y acciones que regularmente significan más violencia en los territorios”.9 Pero si no se hace así, lo que quedan son actores armados fortalecidos y cada vez menos preocupados por lo que el Estado pueda hacer para contenerlos.

Desde su elección como presidente, Petro señaló que daría prioridad a la noción de seguridad humana y a la protección de la vida de la población civil. Sin embargo, dentro de la fuerza pública no hay claridad sobre lo que eso significa, menos aún cuando se trata de aterrizar el concepto en sus planes estratégicos y de operaciones. El ministro de Defensa aparece poco en los medios –algo raro en el contexto colombiano–, y en algunos sectores existe la impresión de que su falta de experiencia en el tema le está pasando factura. En un país como Colombia, es grave que después de ocho meses de instalado el gobierno no haya lineamientos claros y explícitos sobre cuál será la estrategia de seguridad que permita avanzar en el logro de la paz.

Vale la pena mencionar dos ejemplos que muestran los problemas de desarticulación entre la agenda de paz y la de seguridad. A comienzos de marzo, en el marco de una manifestación campesina contra una multinacional petrolera en San Vicente del Caguán (Caquetá), los manifestantes retuvieron a 79 policías durante más de 24 horas. En esos hechos resultaron muertos un policía y un campesino. Lo que para muchos constituyó claramente un secuestro fue calificado por el ministro del Interior, Alfonso Prada, como un “cerco humanitario” realizado por los campesinos para evitar que los enfrentamientos escalaran. Varios críticos señalaron que las afirmaciones del ministro podían abrir una brecha entre la fuerza pública y el gobierno, y Prada tuvo que salir a dar explicaciones. Días después, el presidente asumió toda la responsabilidad por los hechos, como comandante en jefe de las fuerzas militares, después de que se conociera que la Justicia Penal Militar había ordenado la captura del comandante de la Policía en Caquetá por su posible omisión al no enviar apoyo a los policías que estaban retenidos. Es cierto que en este caso se protegió la vida de los manifestantes y que no hubo abusos de fuerza por parte de la Policía. Sin embargo, hay que preguntarse si la retención de uniformados y la muerte de uno de ellos a manos de civiles no debilitan la moral de la fuerza pública, a la vez que envían un mensaje equívoco y peligroso a actores violentos con intereses económicos ilegales, precisamente aquellos con los que el gobierno quiere negociar la paz.

El segundo caso fue el atentado contra miembros del Ejército ocurrido a finales de marzo y atribuido al ELN en la región del Catatumbo (norte de Santander), en la frontera con Venezuela, que por años ha vivido en una compleja situación de orden público. En el ataque, nueve militares resultaron muertos y nueve más quedaron heridos [esto ocurrió antes de que el Estado y el ELN declararan un cese del fuego]. Pero en el escenario actual es fundamental que las estrategias de paz, de seguridad y de negociación con esa guerrilla estén articuladas y alineadas con la visión del gobierno, y que esta última tenga en cuenta la realidad sobre la estructura federal y atomizada del ELN, la gran autonomía de la que gozan sus frentes, la complejidad de sus procesos de toma de decisiones concertadas y la posibilidad de que algunos de esos frentes no tengan interés en el éxito del proceso de paz.

El camino hacia adelante

Las debilidades de la improvisada estrategia de “paz total” están comenzando a hacerse evidentes. Las críticas ya no vienen sólo de sectores opositores al gobierno, sino también de personas cercanas a él. Pero Petro apenas está en su primer año como presidente y aún hay tiempo de hacer ajustes para corregir el rumbo.

Primero, es clave retomar la implementación del Acuerdo de La Habana, no sólo en el discurso sino con hechos concretos y verificables. Para ello, resulta necesario fortalecer a las entidades encargadas, que hoy han perdido poder y visibilidad,10 y evitar declaraciones como las que hizo recientemente el presidente sugiriendo que el acuerdo podría modificarse puesto que había quedado incompleto.11 Mal que bien, con sus limitaciones y espacios de mejora, el acuerdo con las FARC es el instrumento más actual con que cuenta el Estado colombiano para avanzar en una agenda pendiente de transformaciones de los factores que están en la base del conflicto y la violencia que han azotado el país por décadas.

Además, es muy importante no seguir improvisando y diseñar una hoja de ruta clara y detallada para las negociaciones con los diferentes grupos con los que se está conversando en la actualidad. Esto implica reconocer que no es posible que el comisionado para la Paz asuma todas las funciones y que es necesario desconcentrar las labores de su oficina. También requiere construir un equipo técnico con la experiencia necesaria en negociaciones de paz que pueda apoyar esos procesos, de manera que cada uno pueda llevarse adelante de manera simultánea pero separada, tal como se planteó desde el inicio. Finalmente, demanda la definición de límites y líneas rojas sobre lo que es posible negociar con cada grupo, asunto que no es menor dadas las aspiraciones de algunos de ellos, como el Clan del Golfo, a ser considerados actores políticos, o como el ELN, que espera poder examinar “el modelo económico, el régimen político y las doctrinas que impiden la unidad y la reconciliación nacional”,12 lo que en el escenario político colombiano es inviable.

Por otra parte, el gobierno debe insistir en que los grupos armados detengan no sólo la violencia letal sino también las otras formas de violencia que han desatado contra algunas comunidades en su búsqueda de mayor control territorial. En esta línea, el propio presidente ya ha planteado la idea de avanzar hacia un cese de hostilidades, lo que incluye no sólo el cese de acciones contra la fuerza pública sino también de las agresiones contra la población civil. No tiene sentido hacer concesiones demasiado generosas en etapas tan iniciales, por simples declaraciones retóricas. Los grupos deberían demostrar su voluntad de paz y sólo en ese momento recibir beneficios.

En el entretanto, y para que esa demanda de un cese de hostilidades tenga posibilidades de éxito, es necesario avanzar cuanto antes en la definición de una política de seguridad que, de acuerdo con la visión del gobierno, esté enfocada en proteger la vida y garantizar la seguridad e integridad de las personas, en particular la población civil. La fuerza pública en Colombia ha desarrollado muchas capacidades militares en el enfrentamiento con grupos armados, pero se requiere contar con desarrollos de doctrina y protocolos de operación claros para que esas capacidades se usen con un nuevo énfasis en la garantía de la vida, como indica el concepto de la seguridad humana, en lugar del tradicional enfoque en la destrucción del enemigo. Es muy importante que las fuerzas entiendan cuál es la diferencia y mostrar que esta no implica una pérdida de relevancia de su función. Por el contrario, se requiere que tengan una capacidad disuasiva real, que pueda contener el accionar de los grupos armados contra la población.

Frente a la creciente evidencia de las graves afectaciones humanitarias que están sufriendo algunos territorios y las señales equívocas y preocupantes que deja el accionar de los grupos armados, es de esperar que el gobierno nacional no sólo se pronuncie, sino que haga los ajustes que se requieran para que la ambiciosa apuesta por la “paz total” tenga una oportunidad. De esto depende que el presidente Petro pueda cumplir con la promesa que hizo el día de su posesión.

Catalina Niño es coordinadora de proyectos de la Fundación Friedrich Ebert (FES) en Colombia y del Proyecto de Seguridad Regional de la FES para América Latina. Este artículo fue publicado originalmente por Nueva Sociedad.


  1. Santiago Rodríguez Álvarez y Juanita León: “La Paz Total de Petro es tan ambiciosa como riesgosa”, La Silla Vacía, 10/8/2022. 

  2. Las lideradas por alias “Mordisco” e “Iván Márquez”, que se autodenominan Estado Mayor Central y Segunda Marquetalia, respectivamente. 

  3. Lucas Reynoso: “Las cinco claves de la ley de la paz total de Gustavo Petro”, El País, 26/10/2022. 

  4. Alicia Méndez: “Grupos ilegales han roto el cese del fuego al menos 2,6 veces cada día”, El Tiempo, 26/3/2023. 

  5. “Cuestionan posición de comisionado de Paz ante desplazamiento de ETCR en Mesetas”, El Espectador, 22/3/2023. 

  6. “Petro y la estrategia de paz y seguridad: efectos y alertas”. Análisis de Coyuntura, Fundación Ideas para la Paz, 11/2022, disponible en https://storage.ideaspaz.org/documents/fip100diaspetroviolencia_finalv3.pdf

  7. En una región del norte del departamento parece haber una alianza entre el ELN y una de las disidencias de las FARC para disputar el control del territorio a la otra disidencia, presente en la región desde 2017. 

  8. Elizabeth Dickinson: “La paradoja de la paz total”, Razón Pública, 12/3/2023. 

  9. Santiago Rodríguez Álvarez: “En jaque la premisa de la paz total: parar la guerra para negociar”, La Silla Vacía, 21/3/2023. 

  10. La Unidad de Implementación del Acuerdo Final de Paz, adscripta a la Oficina del Alto Comisionado para la Paz y creada por el actual gobierno, sólo tiene funciones de seguimiento, mientras que su antecesora, la Consejería para la Estabilización, tenía funciones detalladas de ejecución y coordinación entre entidades. 

  11. “Implementarlo o modificarlo: la ambigua relación de Petro con el Acuerdo de Paz”, El Espectador, 18/3/2023. 

  12. Juanita León: “Los 7 ejes de una agenda de negociación más ventajosa para el ELN”, La Silla Vacía, 12/3/2023.