Cuando en junio se inauguró el nuevo Consejo Constitucional, a cargo de redactar una nueva Constitución luego del fracaso del proceso constituyente anterior, las imágenes no podían contrastar más con el inicio del primer proceso. Con absoluta solemnidad, y con la presencia del presidente de la República –así como de los presidentes de la Corte Suprema, del Senado y de la Cámara de Diputados–, se congregaron los 50 consejeros electos para, una vez más, redactar una propuesta de Carta Magna que reemplace la vigente, impuesta durante la dictadura de Augusto Pinochet. La sesión inaugural del primer proceso, en julio de 2021, tras el “estallido social”, parecía un recuerdo lejano. Esta se había realizado sin ninguna figura de autoridad y, en lugar de la formalidad, estuvo marcada por gritos y protestas, a ratos caóticas. En algún momento, hasta se puso en duda si este primer acto iba a llevarse a cabo. Este Consejo 2.0 escenificaba el nuevo clima.

Pero entre ambas constituyentes no sólo había diferencias simbólicas. La composición de las fuerzas políticas del nuevo órgano redactor era radicalmente distinta. Si en el primer proceso constituyente hubo una notoria mayoría de independientes ligados a movimientos sociales y a fuerzas progresistas, en esta ocasión la fuerza política más grande, por mucho, era la del Partido Republicano, liderado por José Antonio Kast y ubicado en la derecha radical. Los republicanos por sí solos tenían más que los dos quintos necesarios para vetar cualquier artículo. Y no sólo eso. Si el Partido Republicano lograba sumar a la tradicional centroderecha, tendría las mayorías suficientes para aprobar por entero sus propuestas constitucionales, sin requerir ni un solo voto de las otras fuerzas políticas. Otra importante diferencia con el proceso anterior era que, mientras que el otro partió con un altísimo nivel de apoyo que fue derrochando con el paso del tiempo, en este caso las encuestas mostraban que, sin haber empezado siquiera a redactar una palabra de la nueva Carta Magna, muchos ciudadanos ya se inclinaban por votar en contra en un próximo plebiscito. Las razones entregadas por los ciudadanos para este rechazo eran distintas, pero las conclusiones, las mismas.

Este era el proceso de los que habían votado en contra de la propuesta anterior. Era una oportunidad para quienes habían criticado durante un año el trabajo de las fuerzas progresistas en la redacción de una propuesta constitucional que consideraban atrincherada en la izquierda. Ahora la derecha iba a demostrar que podía “hacerlo de manera diferente”. Había algo paradójico en ello, porque el Partido Republicano se había opuesto a la idea misma de un proceso constituyente, pero su exitoso resultado electoral los obligaba, de pronto, a liderar este segundo esfuerzo. Este esfuerzo, por cierto, no estaba dentro de sus planes tendientes a la conquista de la presidencia en las próximas elecciones de 2025.

En Chile, hace un tiempo ya, el que gana elecciones rápidamente siente sobre sus hombros el peso de ser apuntado con el dedo acusador de la ciudadanía. Y estos ciudadanos serán convocados en diciembre para votar en un nuevo plebiscito sobre la propuesta constitucional redactada principalmente por la centroderecha y la derecha radical, sector que podría verse enfrentado también al rechazo de las urnas.

La historia política chilena reciente está marcada por las huellas de plebiscitos importantes. Sin duda, el más importante fue el de 1988. En este, la población votó el fin de la dictadura, 15 años después del golpe de Estado de 1973. Los chilenos debieron decidir entre el Sí y el No a la dictadura. Ganó el No con 55,99% y con él comenzó la transición chilena hacia la democracia. Pero no solamente eso. Durante las siguientes dos décadas el clivaje entre el Sí y el No en esa consulta se convertiría en la línea divisoria de la política nacional. Las dos principales coaliciones que se disputarían el poder durante este período tenían este plebiscito como hito fundacional y como muro infranqueable. Una división que, además, calaba hondo en las identidades de la sociedad. Con algunas excepciones, ser de centroizquierda se volvió sinónimo de haber votado No y ser de centroderecha o derecha, de haber votado Sí.

El plebiscito en que se rechazó la primera propuesta constitucional, en setiembre de 2022, y el plebiscito que enfrentará Chile en diciembre de 2023 son muy distintos del de 1988. Entre muchas diferencias, las posiciones políticas de los chilenos han cambiado fuertemente en estos 35 años. Si el plebiscito del 88 consolidó un clivaje que partió el país en más o menos dos partes, la fuerza motriz de los últimos resultados parece estar anclada en un sentido antipolítico relativamente transversal.

¿Qué pasó con el proceso constituyente anterior?

En el plebiscito del 88 el gran clivaje que se consolidó fue el de democracia/autoritarismo, en cambio se puede agrupar las explicaciones del rechazo a la primera propuesta de texto constitucional de 2022 en dos grandes fuerzas motrices. Una primera pone el énfasis en el “votante mediano”, que supone una demanda de moderación, gradualidad, diálogo y consenso que no se percibió en el proceso constituyente, que se veía como demasiado corrido a la izquierda; otra, en una identidad reactiva que se consolidó contra la propuesta constitucional, y que supone reconocer que, en gran medida, la política chilena está marcada por identidades negativas que se movilizan contra la política, independientemente del color que esta tenga.

En la primera perspectiva, el principal déficit del primer proceso constituyente habría sido la falta de acuerdos en algunos temas claves, como el sistema político, lo que significó la exclusión de la derecha y el centro político. En línea con esta visión, algunos estudios mostraban que 77% de los encuestados prefería que los convencionales negociaran acuerdos, aunque implicara ceder en algunos temas y, a la vez, 61% percibía que los convencionales no habían cedido en sus posturas. Efectivamente, según la encuesta Cadem, el rechazo era mayoritario entre quienes se identificaban con la derecha, en el centro y entre quienes no se identificaban con el eje izquierda-derecha. En definitiva, esta interpretación significaría que la propuesta habría estado a la izquierda de lo que la mayoría de los chilenos buscaban.

Pero luego del resultado abrumador en favor del Rechazo (el Apruebo perdió hasta en bastiones de la izquierda), algunos que se ubicaban en esta primera interpretación reclamaban una interpretación más optimista para el futuro del centro político. Estos veían en el Rechazo al primer texto un retorno a los patrones de comportamiento de la década de 1990 y una reivindicación de los primeros 30 años de democracia.

La victoria del Rechazo también se veía como una reivindicación de los expertos y del valor de la experiencia frente a las demandas de novedad y horizontalidad que empaparon el primer proceso. Los que sostenían esta interpretación se basaban en algunos estudios que mostraban una demanda de expertos. Por ejemplo, según la encuesta Criteria, cayó el apoyo a “personas comunes y corrientes”, que pasó de 37% a 20%, mientras que la demanda de expertos creció de 63% a 80%.

Además, distintas figuras ligadas a la histórica centroizquierda habían salido a dar su apoyo al Rechazo, llamando a iniciar un nuevo proceso constituyente que uniera a los chilenos y que se pareciera más a la noción de “democracia de los acuerdos” que había sido predominante durante la transición democrática. Si muchas de las fuerzas que apoyaron el primer proceso pedían una nueva Constitución que sellara el quiebre con los últimos 30 años y la política de esas décadas, su derrota significaba que la ciudadanía tenía un juicio más positivo sobre ese período.

Cuando, luego del Rechazo, la política chilena acordó comenzar un nuevo proceso (con reglas mucho más restringidas y con algunas salvaguardas para que no se repitiera un proceso similar al anterior) la configuración de las listas electorales para el nuevo órgano redactor, el Consejo Constitucional, reflejó esta renovada fe en el centro político y en la política de la transición. La centroizquierda y la centroderecha decidieron ir separadas de las fuerzas a su izquierda y derecha. Pese a que algunos eran parte de la alianza de gobierno con la izquierda y de los llamados del presidente Gabriel Boric a concurrir en unidad, los partidos de centroizquierda y centro (Partido Radical, Partido por la Democracia, Democracia Cristiana) decidieron embarcarse en su propio camino. De manera similar, los partidos de centroderecha decidieron ir en listas separadas a la del Partido Republicano, sus aliados de lista en las elecciones para el primer proceso constituyente.

El resultado de estas elecciones fue un duro golpe para el nuevo optimismo de estas colectividades políticas. La centroderecha obtuvo un resultado muy por debajo de sus expectativas (retrocediendo en su presencia comparada con el legislativo) y la centroizquierda no logró elegir ni un solo representante. Esta última derrota fue especialmente dolorosa, pues la lista de candidatos estaba llena de insignes figuras históricas de la política chilena de la transición, con amplia presencia de exministros y exparlamentarios. El resultado de la izquierda estuvo dentro de las expectativas, pero muy lejos de alcanzar los dos quintos que le hubieran permitido tener poder de negociación en el Consejo Constitucional. Sin duda, los grandes ganadores de estas elecciones fueron los candidatos del relativamente nuevo Partido Republicano. No ganó ni la moderación ni la experiencia.

Este resultado reforzó entonces a la segunda interpretación de la victoria del rechazo. Si bien puede ser cierto que un porcentaje importante de la población reclame por más acuerdos y reconozca el valor de la experiencia y de los cambios graduales, al parecer la principal fuerza movilizadora del electorado chileno es otra. Según datos del Centro de Estudios Públicos, el porcentaje de personas que se identificaban con algún partido cayó desde 53% de la población en 2006 a 19% en 2019. Asimismo, el porcentaje de ciudadanos identificados con alguna de las posiciones del eje izquierda-derecha cayó de 88% en los años 90 a apenas 38% en 2019. Entender los resultados electorales en Chile sólo mirando el eje izquierda-derecha parece insuficiente.

Es más, algunos estudios han señalado que un porcentaje mayoritario de la población sólo tiene identidades negativas hacia los partidos, sin expresar aprecio por ninguno. En definitiva, en estas elecciones, el Partido Republicano logró encarnar el sentimiento antiestablishment y recoger los votos del antielitisimo en una versión conservadora. Este voto antiestablishment se vio reforzado por la incorporación de alrededor de cuatro millones de nuevos votantes que se sumaron al padrón gracias a la aplicación del voto obligatorio, inaugurado en el plebiscito que rechazó la primera propuesta constitucional.

Así, el estudio del Centro Estudio de Conflicto y Cohesión Social (COES) muestra un nuevo universo de votantes con aún menos identificación en el eje izquierda-derecha, con una visión más antielitista y con posiciones más bien tradicionalistas o conservadoras cuando se trata de los mal llamados “temas sociales”. Por otro lado, la encuesta UDD muestra que estos nuevos votantes tienden a ser más religiosos y a dar más importancia a su religión. Tanto en temáticas como el orden y la seguridad pública, o el aborto y la diversidad sexual, estos votantes muestran posiciones que típicamente se asocian al conservadurismo chileno, pero enmarcados en un fuerte antielitismo y una muy baja identificación con los espacios de mediación política.

La derecha radical tampoco puede

Antes de que se eligieran los integrantes del Consejo Constitucional las encuestas ya mostraban una posición muy difícil para el texto constitucional. Según la encuesta Caem, en marzo de 2023, tres meses antes de la elección del Consejo Constitucional, 44% de los encuestados ya anunciaba su voto en contra, frente a 34% que anunciaba un voto favorable. Las razones que se daban iban desde críticas a lo que se percibía como un proceso elitista o muy conservador hasta quienes se oponían a la idea de una nueva Constitución sin más. Luego de las elecciones de consejeros, en que la derecha radical arrasó, hubo una pequeña luna de miel de corta duración con el Partido Republicano, seguida de un desplome en el apoyo. Las últimas encuestas muestran un apoyo aún menor al texto en discusión, con 59% en contra y apenas 21% a favor.

Quizás un Consejo Constitucional preocupado por alcanzar acuerdos con la izquierda y en el que el Partido Republicano y la centroderecha hubiesen buscado sumar voluntades hubiera alcanzado a revertir, o al menos frenar, la caída, pero no ha sido eso lo que ha ocurrido. La actuación de las fuerzas mayoritarias dentro del Consejo en este segundo proceso ha sido un espejo, una copia casi calcada, del proceso anterior, pero de signo contrario. En temas como derechos sexuales y reproductivos, derechos sociales, impuestos, la situación de los detenidos por crímenes de lesa humanidad cometidos bajo la dictadura y en todas las cuestiones controversiales, los republicanos, con el apoyo casi unánime de la centroderecha, han hecho valer su peso relativo. El texto que se está escribiendo es claramente un texto “de derecha” y, en algunas de sus posiciones, bastante maximalista.

En cualquier caso, en un ambiente fuertemente marcado por un sentido antipolítico, los mundos paralelos del debate en el Consejo y en la ciudadanía son muy notorios. Independientemente de lo que opinará cada ciudadano sobre cada disposición, la impresión de que no hay nada muy distinto en el Consejo Constitucional de lo que hay en el Congreso y en los demás espacios de la política institucional está bastante instalada. Disposiciones bastante absurdas como la constitucionalización del rodeo y el baile nacional –aprobada en comisión con votos de republicanos y centroderecha, pero luego rechazada en el pleno– agudizan esta percepción de desconexión.

Pareciera que varios consejeros republicanos han interpretado su holgada victoria electoral como una afirmación de una agenda antiprogresista, una especie de maximalismo identitario que funciona en espejo a la primera constituyente. Como en un intento de copia de los debates del Norte, los consejeros de derecha radical han buscado traer las “guerras culturales” de Estados Unidos replicando un discurso “anti-woke”. Según las encuestas, la fórmula ha sido poco exitosa.

Si la suerte del Apruebo en el primer proceso pareció ligada en ocasiones al apoyo del presidente Boric, en la actualidad parece moverse en paralelo al apoyo al precandidato presidencial del Partido Republicano, José Antonio Kast, quien ha caído diez puntos en su intención de voto. Esto ha permitido a la precandidata de centroderecha, Evelyn Matthei, alcanzarlo y superarlo en las encuestas. No por nada esta lanzó recientemente un duro golpe a la propuesta constitucional afirmando: “Si las cosas siguen así, naturalmente no voy a poner mi capital político para la aprobación de esta nueva Constitución que se discute, que en realidad no es una Constitución”.

En caso de rechazarse nuevamente la propuesta constitucional, parece imposible para los republicanos –y para Kast– evitar cargar con este fracaso y que este contamine sus aspiraciones presidenciales. A medida que se ha presidencializado el debate constitucional en torno a la figura de Kast, también han aparecido críticas de expresidentes Así, Michelle Bachelet, que goza de una elevada popularidad, manifestó su preocupación por las enmiendas aprobadas por el Consejo Constitucional, y afirmó que “no se aprendió la lección que nos hizo fracasar la vez anterior, una Constitución no es el espacio para darles un rango nacional a identidades políticas particulares”.

Y ahora qué

Hay pocas cosas que generen tanto consenso en la política nacional como la convicción de que no existe margen para un tercer proceso constituyente. Al mismo tiempo, las encuestas apuntan cada vez con mayor claridad a un resultado adverso a la propuesta constitucional. No sólo eso. Las suertes de la candidatura de Kast y del texto constitucional se perciben tan ligadas que el plebiscito constitucional empieza a parecer un plebiscito sobre su candidatura. Es probable que, de seguir así, desde los republicanos se intente hacer algún gesto desesperado de desmarque del proceso para no cargar con todo el costo de una derrota.

Más complicado aún, cerrar el capítulo constitucional con un acuerdo transversal que permita asentar las reglas del juego institucional parece imposible. Una política que se la pasa de rechazo en rechazo no parece haber alcanzado un estado estacionario. Es iluso creer que las últimas correlaciones de fuerzas se sostendrán en el tiempo. La política chilena está moviéndose en alguna dirección y habría que empezar a preguntarse por el punto de llegada. En un ambiente decididamente antipolítico y con una institucionalidad debilitada, emerge el riesgo real de un proceso de erosión democrática.

Noam Titelman es economista e investigador de la Pontificia Universidad Católica de Chile, en la que antes fue presidente de la Federación de Estudiantes. Es magíster en Métodos de la Investigación Social por la London School of Economics and Political Science y candidato a doctor por la misma universidad. Participa en la fundación Red de Estudios para la Profundización Democrática. Este artículo fue publicado originalmente por Nueva Sociedad.