Del 21 de octubre al 1º de noviembre tendrá lugar en Cali, Colombia, la decimosexta Conferencia de las Partes (COP) sobre biodiversidad. La COP es el órgano rector del Convenio sobre la Diversidad Biológica (CDB), un tratado internacional adoptado en la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro en 1992. A esta edición del evento bianual, el gobierno colombiano le puso como título “La COP de la gente y de la reconciliación”. El lema oficial, “Paz con la Naturaleza”, invita a “repensar un modelo económico que no priorice la extracción, sobreexplotación y contaminación de la naturaleza”.

Se anuncia una disputa álgida entre una sociedad civil preocupada y movilizada, en la que además del movimiento ecologista se destacan los pueblos indígenas y sus organizaciones; un gobierno anfitrión que ha declarado al país “potencia mundial de la vida” y, al menos en su discurso, ha dado muestra de ser el gobierno latinoamericano más proambiental; y, finalmente, un proceso multilateral que ya abrió las puertas en grande a las empresas y a los fondos de inversión. Estos actores esperan que se terminen de estandarizar créditos de biodiversidad –análogos a los créditos de carbono– que puedan comercializarse internacionalmente para supuestamente compensar la pérdida de biodiversidad. Pero ¿qué implicaciones y consecuencias tiene esta conversión del tejido de la vida misma en una mercancía?

Cuando se trata de proteger la vida, ningún sacrificio, ningún costo puede ser exagerado. Extrañamente, cuando se trata de proteger el tejido que hace posible la vida, aquel ecosistema planetario complejo del que somos parte y dependemos, esta perspectiva parece cambiar. Los múltiples desastres ambientales localizados –olas de calor, sequías e incendios, diluvios e inundaciones– se cobran cotidianamente múltiples vidas, tanto humanas como no humanas. Muchos expertos advierten que la pérdida acelerada de biodiversidad que presenciamos constituye la sexta gran extinción, esta vez causada exclusivamente por actividades humanas. Sin embargo, el umbral duro que distingue hoy en la política ambiental global lo “viable” de lo “imposible”, y que orienta las decisiones, no es la eficacia ecológica o política de una medida, sino su rentabilidad.

Según Andre Standing, del Transnational Institute, “la financiarización de la conservación se ha convertido en la ideología dominante de la mayoría de las grandes ONG medioambientales del mundo. También es promovida activamente por el Banco Mundial, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y la Unión Europea”. El autor explica que “la premisa básica de la financiarización de la conservación es que salvar la naturaleza y evitar la crisis climática requiere enormes fondos, pero el dinero procedente de subvenciones públicas y filantrópicas es lamentablemente insuficiente. [...] Para ello, salvar la naturaleza debe convertirse en una empresa lucrativa que atraiga a los llamados ‘inversores de impacto’”.

Un giro radical en la política ambiental global

En pocas décadas, la política ambiental global ha dado un giro decisivo. En las décadas de 1960 y 1970, constituía una arena en la que grupos y movimientos ecologistas emergentes peleaban contra grandes corporaciones contaminadoras, haciendo uso de los poderes judiciales y legislativos. Lograban sentencias condenatorias en juzgados y tribunales y normas reguladoras en parlamentos que apostaban a limitar la contaminación y reparar efectivamente el daño. Pero a partir del giro neoliberal de las décadas de 1980 y 1990, la política ambiental pasó de centrarse en la prohibición y sanción de los procesos de contaminación o destrucción de la naturaleza que excedían ciertos umbrales a una política que apostaba solamente a “mitigar los daños”, centrándose en acciones voluntarias de las empresas. Se transitó de una política que declaraba, en nombre del bien común, que ciertos emprendimientos extractivos o industriales eran inviables a una que permitía el avance de la mayoría de los proyectos extractivos o industriales, priorizando los procesos de acumulación capitalista por sobre la salud humana y los ecosistemas. Se pasó del uso de la capacidad reguladora de los estados a un enfoque en el que estos únicamente generan “incentivos de mercado” para que las empresas contaminadoras opten voluntariamente por implementar acciones de mitigación.

Históricamente, y en contraste con la perspectiva de las regulaciones ambientales estrictas, el de la mitigación fue siempre visto como el enfoque más “amigable” con el crecimiento económico y se tendió a apelar a él en nombre de la “libertad”. Supuestamente, existe una secuencia jerárquica en las acciones de mitigación: primero hay que evitar y, si eso no es posible, se debe buscar la minimización de daños. Si eso tampoco es posible, se debe restaurar el ecosistema previamente afectado. El último eslabón de la cadena es la compensación del daño. Sin embargo, la experiencia de varias décadas con los créditos de carbono muestra que muchas veces la compensación de emisiones pasa a ser la primera opción, ya que es el camino más fácil para las grandes empresas, en tanto está más alineado con el imperativo de rentabilidad que las rige. Voces críticas como la Coalición Global de Bosques (GFC, por sus siglas en inglés) señalan que es probable que esto también ocurra con los créditos de biodiversidad. Es decir, se evitan o postergan transformaciones necesarias en los sistemas productivos para reducir sus impactos de manera eficaz, agravando así la crisis ambiental.

El gran negocio de la conservación

En la COP16 de Cali no solamente se hará un balance del estado mundial de la biodiversidad. Será la primera COP sobre biodiversidad en la que se discuta la implementación del Marco Global de Biodiversidad Kunming-Montreal, adoptado durante la decimoquinta reunión de la Conferencia de las Partes (COP15) de 2022. En este contexto se les ha adjudicado centralidad a las finanzas: según organizaciones transnacionales como el Instituto Internacional para el Desarrollo Sostenible, The Nature Conservancy o Global Environment Facility, uno de los objetivos prioritarios del evento es cerrar una brecha de financiamiento estimada entre 200.000 y 700.000 millones de dólares anuales y alinear los flujos financieros con el Marco Global de Biodiversidad.

Al atravesar todas las esferas de la vida, la razón neoliberal se ha instalado también en la gobernanza ambiental global. Lo que orienta hoy las decisiones en política ambiental ni siquiera es el costo directo de una medida, sino la expectativa o no de rentabilidad. Respecto de los mercados de biodiversidad, los grandes protagonistas del capitalismo globalizado formulan expectativas de ganancias enormes: el Foro Económico Mundial (FEM) estima que en los próximos diez años la protección de la naturaleza y el aumento de la biodiversidad podrían generar oportunidades de negocio por un valor de diez billones de dólares anuales y crear cerca de 400 millones de nuevos empleos. Fondos de Inversión como el Boston Consulting Group incluso afirman que, a nivel mundial, los bosques valdrían hasta 150 billones de dólares.

El auge de la financiarización de la conservación no solamente ha transformado la forma en la que se aborda este fenómeno, sino también el tipo de actores que se encuentran involucrados en el proceso. Según Standing, “personas con formación en finanzas, banca y consultoría empresarial están asumiendo la dirección de la mayoría de las grandes organizaciones conservacionistas. Sus consejos directivos están repletos de banqueros de inversión, gestores de fondos de alto riesgo y capitalistas de riesgo. En consecuencia, se están reutilizando instrumentos financieros arriesgados y opacos, procedentes de los mercados financieros, para proyectos medioambientales”. En la antesala de la COP16, entidades como el FEM o sitios web como Business for Nature le adjudican a la empresa privada un rol protagónico. Enmarcada en esta misma lógica, la perspectiva multiactores que predomina hoy en el sistema de la Organización de las Naciones Unidas ha generado múltiples alianzas transnacionales entre gobiernos, bancos y fondos de inversión, grandes empresas contaminadoras y ONG ambientalistas transnacionales que son vistas como simples “alianzas entre partes”. Se obvian las enormes asimetrías entre sus integrantes y se eclipsan los intereses muy divergentes que les motivan.

La compensación: un arma de doble filo

Esta política ambiental se fundamenta en dos mitos que, a pesar de ser infundados, son hegemónicos en el discurso ambiental: que el crecimiento económico se puede “desvincular” de sus impactos sobre la naturaleza y que es posible generar soluciones “ganar-ganar” en el contexto de la protección del ambiente –en las que gana el ambiente y gana el inversionista–. Abundan, además, los eufemismos. Por ejemplo, se suele hablar de “soluciones basadas en” o “positivas para” la naturaleza, lo que significa en primer lugar que, por medio de estas soluciones, la naturaleza generará ganancias para los inversionistas. Al centro de las nuevas políticas ambientales está la creación de créditos como nuevas mercancías o assets financieros “basados en la naturaleza”.

Un concepto que fue central para la creación de créditos de carbono y hoy lo es para impulsar los créditos de biodiversidad es el de la “compensación”. En español, tiene un doble significado: por un lado, se podría entender “compensación” como sinónimo de “reconocimiento”. Por ejemplo, como una retribución económica históricamente justa por el cuidado del bosque que un pueblo indígena habría realizado durante miles de años. Pero, en los debates técnicos sobre mercados de carbono o biodiversidad, se suele usar el término como sinónimo de offsetting en un sentido opuesto. Ya no son los contaminadores los que reconocen a quienes cuidaron, sino que se absuelven a ellos mismos de la responsabilidad por la destrucción que generan en un lugar determinado, por un pago de “compensación” dirigido a la conservación de otro lugar. La compensación entendida como offsetting implica un desplazamiento espacio-temporal que puede entenderse como un movimiento de externalización de la responsabilidad: un ejemplo sería una empresa minera que destruye un bioma amazónico en Brasil y “compensa” esto pagando un dinero para “proteger” otro bosque en África.

Es evidente que esto conlleva varios problemas. Uno es el doble acaparamiento de tierras. Primero, la minera se apropia del bosque donde va a realizar minería, con las consecuencias negativas para las personas que lo habitaban (pérdida de hábitat, de soberanía alimentaria, probablemente desplazamiento y desarraigo cultural). En segundo lugar, la misma minera se apropia también del otro espacio donde pretende compensar este impacto negativo. De este modo, predominan los esquemas de conservación coloniales, que piensan la protección de los bosques como áreas protegidas o bosques sin gente, expulsando nuevamente a comunidades que viven en interacción con el bosque. Este es un tema particularmente sensible, ya que está científicamente comprobado que son los modos de vida de los pueblos indígenas y las comunidades locales los que mejor protegen la biodiversidad –aunque el discurso hegemónico frecuentemente los acusa de lo contrario–. Los territorios indígenas incluyen más de un tercio de los paisajes forestales intactos del mundo (ecosistemas forestales que muestran pocos signos de conversión o fragmentación del hábitat). Y la deforestación en territorios indígenas reconocidos es significativamente más lenta que en otros territorios.

¿Estandarizar el epítome de la diversidad?

En segundo lugar, la política de compensación –sea de carbono o de biodiversidad– es altamente cuestionada por sus múltiples niveles de opacidad. Hace años que existe una controversia sobre si el carbono biótico puede compensar el carbono que emiten procesos industriales. Análogamente, muchos científicos cuestionan el supuesto de que la biodiversidad en un lugar determinado pueda ser considerada “equivalente” a la biodiversidad de otro lugar. Es decir, que el daño causado por un proyecto extractivo en un determinado lugar pueda efectivamente ser equivalente a la mejora o ganancia de la biodiversidad en otro lugar lejano –el de compensación–, que es la base de legitimación para esta estrategia de conservación. La mayoría de los ecólogos admiten que los sustitutos utilizados como moneda de cambio son simplificaciones grotescas de las relaciones ecológicas y de la naturaleza no humana.

Existe un tercer problema con los créditos de biodiversidad. Es altamente incierto que vayan a ser eficaces en la protección de la biodiversidad realmente existente. En 2023 estalló un escándalo alrededor de los créditos de carbono: varios estudios demostraron que su efecto sobre la reducción de la deforestación era nulo en la mayoría de los casos estudiados y que las empresas certificadoras habían inflado las líneas base, de tal modo que el resultado podría ser un aumento de las emisiones netas, ya que supuestamente habían sido “compensadas”, en un contexto de alta vulnerabilidad de los métodos de verificación aplicables en materias tan complejas.

A pesar de estas múltiples dudas, Estados Unidos y la Unión Europea han incluido la compensación de pérdidas de biodiversidad en su legislación ambiental. Normalmente, está incluida en el marco de la aprobación de grandes proyectos en el contexto de los estudios de impacto ambiental. Adicionalmente, los mercados voluntarios de biodiversidad, que ya existen de manera experimental en 64 países del mundo, permiten a grandes empresas e instituciones financieras reducir sus riesgos operativos. Las compensaciones ayudan a empresas con huellas ecológicas importantes a mantener sus licencias legales y sociales, a mejorar (engañosamente) su imagen y a reducir el riesgo crediticio.

La política de biodiversidad y los pueblos indígenas

Existe un amplio consenso sobre el papel fundamental de los pueblos indígenas, los pastoralistas, los pescadores artesanales, los campesinos y las comunidades afrodescendientes en la conservación eficaz de la biodiversidad. La mayoría de los pueblos indígenas han vivido en reciprocidad con bosques de gran biodiversidad y los han cuidado activamente durante miles de años, prácticamente sin dinero ni medios de intercambio similares, debido a sus modos de vida basados en la caza, la recolección y la agricultura a pequeña escala en lugares rotativos.

Esta capacidad extraordinaria se fundamenta en una comprensión filosófica distinta de la relación entre sociedad y naturaleza, que ubica a los humanos como parte interdependiente de su entorno. Es significativo que, aunque en su mayoría no están completamente desconectados del capitalismo o fuera de él, estos pueblos no viven “para” el capitalismo, no están sometidos a los imperativos de la acumulación.

Hay quienes ven en los mercados de biodiversidad una oportunidad para los pueblos indígenas. Sin embargo, un análisis sistemático de los mercados voluntarios de biodiversidad de 2023 llega a la conclusión de que ninguno de los programas examinados fue desarrollado por personas indígenas, que la mayoría de los programas no establecían requisitos exhaustivos para obtener el consentimiento libre, previo e informado, ni implicaban modelos de copropiedad, asociación o reparto de beneficios con las comunidades.

Existe un alto riesgo de que en el contexto de la COP16, el hype que se genera alrededor de los créditos de biodiversidad impida que se discutan políticas que, fuera de los mercados, puedan ser realmente eficaces en la preservación de la biodiversidad y que recoloquen el sostenimiento de la vida en el centro de la escena. Es decir, que en el debate estén ausentes cuestiones tan importantes como la posibilidad de una regulación pública fuerte de las actividades productivas contaminantes y del extractivismo; una transformación del modelo agroalimentario global hacia la agroecología; acciones de restauración de bosques y ecosistemas degradados que generen empleo directo para las comunidades locales y no para quienes trabajen en el mundo de las finanzas. Hoy hacen falta políticas que, en lugar de pretender “incluir” a los pueblos indígenas en la lógica de la rentabilidad para que se vuelvan accionistas de sus propios territorios, apuesten a fortalecer sus modos de vida en sus propios términos, a reconstruir y restaurar sus bases materiales de reproducción y de conocimiento. Políticas que reconozcan su aporte histórico y aborden la necesidad de reparaciones, tanto materiales como estructurales, por siglos de agravio, violencia y destrucción.

Miriam Lang es académica y activista. Coordina la Maestría en Ecología Política y Alternativas al Desarrollo en la Universidad Andina Simón Bolívar, sede Ecuador, colabora con el Grupo Permanente de Trabajo sobre Alternativas al Desarrollo y es integrante del Pacto Ecosocial e Intercultural del Sur. Una versión más extensa de este artículo fue publicada originalmente en Nueva Sociedad.