Violencia extrema, control gansteril, urgencias humanitarias: los reflectores han vuelto a colocarse sobre Haití.
A partir de la segunda semana de febrero, ha habido una aceleración de la crisis y de su difusión a escala internacional. En la prensa no se ahorran calificativos para describir la catástrofe haitiana como un caso perdido, más allá de toda esperanza.
El presidente de facto Ariel Henry –que sucedió a Jovenel Moïse, asesinado en 2021– finalmente renunció el lunes 11 de marzo y se quedó de momento en Puerto Rico. A corto plazo, las intervenciones externas –armada y humanitaria– parecen inevitables, mientras se desarrollan discusiones en Haití con la facilitación de la Comunidad del Caribe (Caricom) y bajo la presión de Estados Unidos.
Pero más allá del sensacionalismo y del exotismo, para entender la situación en sus justas dimensiones proponemos un acercamiento analítico en tres pasos: 1. la deconstrucción de los relatos vigentes; 2. el restablecimiento de los hechos y sus articulaciones; y 3. el análisis de lo que está en juego hoy. Se trata de sacar a luz problemas y desafíos más generales que se plantean en Haití detrás de su imagen de excepcionalidad.
Deconstruir los relatos
La costumbre de tratar a Haití en modo folclórico, sin rigor, sin análisis e incluso sin información confiable, no es nueva. En las últimas semanas, el país figura en los grandes titulares de la prensa internacional como un antro caótico donde impera una criminalidad descontrolada que ha provocado alrededor de 5.000 muertes violentas en un año.
Los medios de comunicación replican con lujo de detalles e imágenes impactantes las exacciones de bandas de criminales que “controlan 80% de la capital”. La secuencia y la intensidad de los ataques no parecen casuales. Las pandillas han atacado, siguiendo un calendario sistemático, edificios públicos, cárceles, hospitales, la universidad e instituciones neurálgicas como puertos y aeropuertos. Como reacción, una parte de los representantes del cuerpo diplomático, incluidos los de la Unión Europea y Estados Unidos, han abandonado de manera ostensible el país en calidad de “evacuados”.
Unificadas desde hace escasas semanas, las pandillas declararon persona non grata al primer ministro Henry y se presentaron como artífices de su evicción, a la vez que amenazaron con una “guerra civil” y un “genocidio” en caso de que Henry no dimitiera.
El conflicto es presentado esencialmente como una confrontación entre esas pandillas criminales –responsables de varias masacres, toleradas por el gobierno de facto beneficiario de sus exacciones en contra de la población– que controlan la capital y otras regiones, y un gobierno que todo el mundo había declarado caduco desde el 7 de febrero. Oportunamente, declaraciones espectaculares de uno de sus jefes, el expolicía Jimmy Cherisier, alias Barbecue, dan a entender que los objetivos de sus grupos son ahora “revolucionarios” y que pretenden defender a Haití de cualquier intervención extranjera. ¡Ellos habrían reemplazado al desaparecido Estado! Allí está la gran fábula.
No sería difícil desmentir esta presentación distorsionada de los hechos, aunque ello conllevaría el riesgo de minimizar la amplitud del drama que vive el país. Por ejemplo, ninguno de los ataques mencionados más arriba ha resultado en destrucción u ocupación duradera de los edificios públicos o las instituciones; ciertos diplomáticos y empleados de organismos internacionales permanecen en Haití probablemente sin grandes temores.
Además, Haití no es sólo Puerto Príncipe, y los más de siete millones de no capitalinos siguen produciendo, creando y reclamando a pesar de los problemas que ocasiona la falta de comunicación con el centro económico del país. Pero, sobre todo, hay que destacar que, desde sus orígenes en los albores del siglo XXI, las pandillas de criminales han atacado, masacrado, empobrecido y expulsado de sus barrios y casas casi exclusivamente a los sectores populares y la población más necesitada. No hay ni puede haber guerra civil en un contexto en que sólo la violencia y el despojo motivan a las pandillas, totalmente desprovistas de otra ideología que no sea la del crimen.
Más aún, es un secreto a voces que miembros poderosos del sector privado, de la clase política y también de mafias extranjeras están en el origen del desarrollo y del aprovisionamiento de armas a esos grupos delincuenciales.
Sólo unos pocos de esos financiadores han sido “sancionados” por las autoridades de países donde tienen intereses o inversiones (Estados Unidos, Canadá, República Dominicana). Por consiguiente, en ningún caso pueden esas hordas que siguen a la orden de sus amos –aunque relativamente emancipadas por el debilitamiento, relativo también, de sus financiadores– ser consideradas parte de una solución.
Más grave tal vez, se observa una instrumentalización y una recuperación para fines políticos del reclamo nacional de una solución haitiana, endógena, a la crisis. Esta publicidad para los discursos de las pandillas no es casual ni inocente. Pasa completamente por alto la historia de quienes se han posicionado en favor de una solución haitiana a la crisis y lo que hoy está en juego en las actuales negociaciones en torno de la intervención extranjera en el país.
La otra cara de la moneda son los insistentes llamados a atender las crecientes necesidades humanitarias, que han alcanzado un nivel crítico y que la Organización de las Naciones Unidas (ONU) cifra en cerca de 700 millones de dólares, una suma prácticamente equivalente a la que necesitaría la fuerza multinacional de seguridad.
Parte de las urgencias humanitarias listadas incluyen comida, agua potable y medicinas, cuya escasez agobia a los sectores populares urbanos, especialmente del área metropolitana.
Así las cosas, Haití aparece como uno de los territorios prioritarios para una ofensiva internacional de rescate tanto humanitaria como de seguridad. La ONU y su Consejo de Seguridad, la Organización de Estados Americanos (OEA), la Caricom y hasta el G-20 han analizado la crisis de Haití y opinado de diferentes maneras, si bien ninguno se ha comprometido del todo con el expediente haitiano. Detrás de los actuales discursos sobre la crisis haitiana hay un proceso complejo que involucra a la mayoría de esos actores internacionales.
La crisis actual: un recordatorio y algunas rectificaciones
Para entender la actual crisis, es necesario recordar las etapas del derrumbe del Estado haitiano, porque de hecho ha sido demolido. Ninguna de sus instituciones nodales está funcionando, ni siquiera el gobierno que acaba de renunciar tenía legalidad o legitimidad alguna. Empero, esta realidad es el resultado de una historia. Basta mencionar algunos hechos claves.
Se ha hecho costumbre fechar el inicio de la crisis abierta que sacude a Haití el 7 de julio de 2021, día del brutal asesinato del presidente Moïse. En realidad, el proceso de destrucción del edificio estatal empieza en 2011, con un diktat internacional que llevó al cantante Michel Martelly a la presidencia del país: la OEA, la embajada estadounidense y la misión de la ONU intervinieron para modificar los resultados de las dos vueltas de los comicios a favor de Martelly.
Las prácticas de total desprecio por las obligaciones, los calendarios y hasta los rituales relativos a la gestión del Estado se generalizaron y, por supuesto, con ello todo lo relativo a la autoridad pública. Al terminar el mandato de Martelly no había condiciones para respetar el calendario electoral. De allí una segunda crisis que desemboca en las elecciones repetidas de 2015-2016, que entronizaron a Jovenel Moïse. Fueron también las últimas elecciones organizadas hasta hoy: ni las elecciones legislativas y locales previstas en 2019 y 2020, ni las presidenciales que debían tener lugar a fines de 2020 se llevaron a cabo.
El magnicidio inaugura una nueva etapa en el desmoronamiento del Estado. En primer lugar, desaparece la última figura electa (si bien con mandato caduco) aún en el poder. Luego, el crimen desata una “lucha por la sucesión” en la que el papel de los tutores internacionales de Haití –el autonombrado Core Group– demuestra su poder con la designación mediante un tuit del sucesor de Moïse. Este grupo está compuesto por Alemania, Brasil, Canadá, España, Estados Unidos, Francia, la Unión Europea, la OEA y la propia misión de la ONU en Haití.
Finalmente, durante los 32 meses que transcurren desde julio de 2021 se organizan los elementos del escenario de hoy: se verifica el borramiento de toda autoridad del Estado haitiano con la salida de juego de su único vocero formal, el primer ministro de facto Ariel Henry; la delincuencia, que ya se insinuaba con Martelly, se desborda ante la sistemática pasividad de la Policía y de la administración pública; la clase política se deshace en pugnas internas o entre partidos, muchas veces por intereses mezquinos y personales.
Paralelamente, a partir de 2020 se va conformando un frente de asociaciones de la sociedad civil que intenta estimular el escenario político y hacerse un lugar en la búsqueda de una salida nacional. Así nace en marzo de 2021 la Comisión de Búsqueda de una Salida Haitiana a la Crisis (CRSC, por sus siglas en francés), que produce meses más tarde el Acuerdo del 30 de agosto, conocido como Acuerdo Montana. Este reagrupamiento es, sin duda, una voz fuerte de la sociedad y ha elaborado propuestas para la mesa de negociación. En efecto, desde hace unos diez días, un intento de facilitación política emprendido por la Caricom meses atrás ha recuperado su vigencia. Una propuesta del Acuerdo Montana promueve una Presidencia colectiva para hacerse cargo del Poder Ejecutivo vacante.
Claramente, el agotamiento del modelo de gobernabilidad y de sus estructuras está en el corazón de la actual crisis. De hecho, en un entorno de descomposición societal y debilidad organizacional, sólo el control del poder por el Core Group y sobre todo Estados Unidos explica el mantenimiento durante más de dos años y medio de un pseudo Poder Ejecutivo ilegal, ninguneado y nacionalmente repudiado.
Lo que está en juego actualmente
La situación que impera hoy arranca con la solicitud presentada por el primer ministro Henry ante la ONU, el 2 de octubre de 2022, que dio lugar un año más tarde a la resolución 2699 del Consejo de Seguridad (2023). Se aprobó entonces la organización de una misión multinacional de apoyo a la seguridad de Haití. Esta iniciativa desató dos dinámicas que terminaron socavando las ya débiles bases de apoyo del gobierno de facto.
La primera es el rechazo de una mayoría a la intervención de fuerzas extranjeras, que ya figuraba en el Acuerdo Montana, incluso de parte de aliados del gobierno. La segunda consecuencia del llamado a la intervención es la intromisión, en adelante directa, de diferentes instancias externas en decisiones que conciernen al país. En efecto, inmediatamente se plantea el problema de quiénes se harán cargo de implementar la resolución de la ONU.
Estados Unidos, verdadero instigador de la resolución, inició entonces indagaciones con Canadá antes de dirigirse al Caribe, a América Latina y finalmente a Kenia. Mientras surgían discusiones internas acerca del involucramiento de la Policía keniana, la situación de seguridad y la violencia experimentaban una aceleración repentina y aparentemente imparable en una atmósfera de desaparición del Estado.
Con la expansión de los ataques y secuestros, las masacres en los barrios populares (los barrios de Bel Air, Carrefour-Feuille, La Plaine y Torcel son blancos de ataques particularmente sangrientos, con expulsión masiva de cientos de familias refugiadas en edificios públicos no acondicionados para recibirlos) y la multiplicación de grupos criminales y su expansión alrededor de Puerto Príncipe, la capital vive una parálisis parcial que la va aislando paulatinamente del resto del país. Los gánsteres cuentan con ingentes cantidades de armas y municiones. Ante este proceso de descomposición, resalta la inflexibilidad total y sospechosa de la oligarquía y del sector privado, a pesar de ser afectados por la situación. Lo que resulta más notorio son las debilidades múltiples de la clase política, que hoy encara, dividida, la transición tras la salida del país del primer ministro.
La “transición” ha sido un tema recurrente desde el fin de la dictadura de los Duvalier en 1986. Aunque inserta dentro de una región y una cultura política de transacciones y arreglos, Haití, a diferencia de otras sociedades con problemáticas similares, no logró construir y estabilizar un sistema político de competencia y alternancia de fuerzas políticas en el poder. Hoy esta problemática está en el centro de las preocupaciones de los países que intervienen en Haití: las potencias hegemónicas pero también República Dominicana, México, Brasil y las naciones del Caribe.
Ahora bien, la problemática de la transición plantea dos preguntas que condicionan la comprensión del caso haitiano. Primero, la de la articulación de las fuerzas involucradas para lograr acuerdos mínimos que deben desembocar en la transición. El contexto haitiano es el de una multitud de pequeñas formaciones políticas, más o menos ideologizadas, y sobre todo muy débilmente organizadas. De ello resulta una atomización del escenario político que ha propiciado el predominio del statu quo a favor de la oligarquía tradicional y facilitado el control externo del sistema político, y específicamente del poder electoral.
A partir de 2000, la desafección del electorado se torna evidente, y desde 2011 no hubo comicios que no desencadenaran olas de protestas. Así se perpetúan la inestabilidad política y la parálisis resultante en términos de implementación de proyectos, de continuidad de políticas públicas y, por ende, de consolidación del sistema político.
Lo nuevo dentro de este panorama es la trayectoria política de la sociedad civil entre 2018 y 2024. Organizaciones de derechos humanos, campesinas y de profesionales animan debates y coordinan demandas sociales y políticas. Pero la falta de interlocutores políticos y estatales legítimos, aunada a limitaciones propias –en particular un débil arraigo organizacional en la población–, ha mermado en parte su impacto y expuesto a algunas de sus organizaciones al riesgo de su instrumentalización por grupos políticos tradicionales. Pero a pesar de ser ignoradas o marginadas tanto por los políticos como por los tutores externos, su peso político ha ido creciendo, como lo demuestra su papel preponderante en las actuales discusiones políticas.
Recomponer los fundamentos del gobierno
La ronda de discusiones iniciada el 11 de marzo pasado bajo los auspicios de la Caricom y la propuesta de esta institución hecha pública el día 12 de marzo relativa a una salida de la crisis múltiple que abruma a Haití traducen el entretejido de intereses y puntos de vista en discusión entre los “padrinos” –grandes y pequeños– del país.
De momento no aporta soluciones, pero pretende lograr una tregua entre dirigentes políticos, en una situación en la que las prioridades son el restablecimiento de la seguridad física, social y económica de una población aterrorizada por pandillas criminales y el restablecimiento de las derruidas instituciones nodales del Estado: alcaldías, Parlamento, Presidencia y Justicia.
El desenlace de este ejercicio debe ser poner las bases para emprender, con el acompañamiento más o menos cercano de los socios externos, la tarea de reconstrucción del Estado. Se trata nada menos que de restablecer la Presidencia (desaparecida desde hace casi tres años); reemplazar un gobierno y a su primer ministro ilegales desde su nombramiento; y fortalecer las instituciones de seguridad y justicia para un pronto retorno de la tranquilidad y la protección de la vida de las personas.
La mayoría de los actores han criticado, no obstante, lo que califican de “fórmula de la Caricom”. Sin embargo, las discusiones han seguido entre protagonistas haitianos y ha sido consensuada una fórmula. Esta consiste en la formación de una Presidencia colectiva –un Consejo Presidencial– con participación inclusiva de la sociedad civil, las principales corrientes políticas y el sector privado. Quedan por ver los acuerdos que deberán garantizar su implementación. Otra vez, acechan los viejos demonios de las rivalidades ideológicas y los intereses personales que han trabado todos los acuerdos por decenios. Pero, por otra parte, parece que hemos tocado fondo en términos de crisis política y social. El país espera perspectivas y avances concretos y los actores políticos, incluida cierta representación del sector privado, aún se empeñan en una búsqueda común.
Finalmente, hoy la urgencia apremia, la criminalidad busca garantizar su impunidad con sus amenazas armadas y la población está exangüe. Un acuerdo incluso mediocre, siempre y cuando refleje valores meridianos que no admitan colusiones con el crimen y la corrupción, servirá de momento para tratar de encontrar una salida. Por otra parte, la intervención militar-humanitaria sigue estando a la orden del día. No obstante, reconstruir el Estado es también, de alguna manera, (re)definir el proyecto de nación. Un objetivo sin duda fuera de alcance a corto plazo, pero cuyo esbozo condiciona el futuro de Haití.
Sabine Manigat es politóloga e historiadora. Actualmente se desempeña como consultora independiente en la Universidad Quisqueya en Puerto Príncipe. Es miembro de la coordinación del Acuerdo Montana. Este artículo fue publicado originalmente en Nueva Sociedad.