El 5 de febrero de 2024, el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, envió una iniciativa al Congreso con el objetivo de impulsar una reforma del Poder Judicial. Aunque la reforma abarca diversas áreas, su corazón y el punto central en discusión es el de una eventual elección de ministros, magistrados y jueces mediante el voto popular. Hasta ahora, sólo Estados Unidos, Suiza y Bolivia –donde el sistema no ha funcionado– aplican un sistema de este tipo, y México se convertiría en 2025 en el cuarto país dispuesto a organizar elecciones judiciales con el objetivo de contar con autoridades juzgadoras representativas.

La iniciativa presentada por López Obrador, y aprobada en el Senado en la madrugada del jueves, impactará sobre la titularidad de 1.633 cargos, todos ellos localizados en la cúpula del Poder Judicial, es decir, en el plano federal. No sucede lo mismo en Estados Unidos y Suiza, donde la elección popular se aplica en los niveles inferiores (jueces estatales y jueces de paz).

En contraste, la ciudadanía boliviana elegirá por tercera vez, el 1º de diciembre, a medio centenar de jueces de los cuatro altos tribunales del país. En sentido estricto y en una comparación relámpago, México desearía seguir la ruta boliviana y no las otras dos, aunque a futuro la iniciativa federal podría ser emulada por los 32 estados de la Unión, con lo cual el país podría terminar eligiendo a todos sus jueces, en la cúpula y en la base, en los próximos años.

La reforma judicial no podía ejecutarse si antes no se modificaba la Constitución, algo que en México puede hacer, de manera expeditiva, cualquier actor político que logre sumar dos tercios del Parlamento. Si bien López Obrador no tuvo nunca esa cantidad de bancas, sí la tendrá su sucesora, Claudia Sheinbaum, la política más votada en toda la historia del país.

El Movimiento Regeneración Nacional (Morena), gobernante desde 2018, obtuvo el 2 de junio una mayoría robusta que podría permitirle hacer realidad su proyecto de reforma. En la Cámara de Diputados a Morena le alcanzan sus propios votos y en el Senado sólo requería tres adhesiones más y las obtuvo.

Hay quienes afirman que el objetivo de la reforma es “colonizar” un poder que hasta ahora se había mostrado díscolo con el presidente. Pero otros sostienen que se trata de un paso más para hacer realidad la llamada “Cuarta Transformación” (4T) impulsada por López Obrador.

La reforma judicial por dentro

¿Qué persigue López Obrador con la reforma judicial? ¿Por qué lanzó la iniciativa sabiendo que podría ponerse en marcha cuando ya haya abandonado el poder? ¿Es esta transformación la pieza de engarce entre su presidencia y la de su sucesora? Comprendamos primero los contornos más visibles de la reforma para después proyectarla en el tiempo.

En términos concretos, la reforma judicial pretende remover y luego elegir por voto popular a nueve miembros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), a todos los magistrados de las cortes de circuito, a todos los jueces de las cortes de distrito y a cinco magistrados del nuevo Tribunal de Disciplina Judicial. Estamos hablando de un total de 1.633 cargos en 32 entidades federales, que en junio de 2025 deberían ser reemplazados al compás del veredicto de las urnas. Las elecciones judiciales mexicanas se harían de forma extraordinaria en 2025, pero después confluirán con los comicios regulares del Poder Legislativo y del Ejecutivo.

López Obrador propone que para la Suprema Corte se ofrezcan al electorado 30 candidatos, la mitad mujeres y la mitad varones. El Poder Ejecutivo propondría diez aspirantes, el Poder Legislativo otros diez (cinco la Cámara de Diputados y cinco el Senado) y el Poder Judicial, los diez restantes (siendo seis de ellos propuestos por la propia Suprema Corte). Tras la elección popular, la Suprema Corte estaría integrada por nueve miembros, en lugar de 11, como es en la actualidad. Para el caso de las cortes de circuito y distrito, el procedimiento previsto es similar. Cada uno de los tres poderes presentará sus candidaturas paritarias hasta completar todos los puestos. Esas serán las listas más abultadas y las que con seguridad rebasarán todo tamaño posible de boleta electoral. De hecho, el propio López Obrador señaló en su conferencia matutina del martes 9 de julio que podría haber boletas con hasta 300 nombres.

Una vez conformadas las listas, el Senado verificará que los candidatos cumplan con todos los requisitos. Después de 60 días de revisión, los senadores remitirán la nómina oficial y final de candidatos a las autoridades electorales con el fin de que se organice la elección que será también convocada por el Senado.

Además de este “corazón” de la reforma, el documento presidencial contiene otros elementos. El principal es el desdoblamiento del Consejo de la Judicatura Federal en dos órganos: uno es la Administración Judicial y el otro, que será más relevante y cuyos miembros serán elegidos por voto popular, el Tribunal de Disciplina Judicial. Como ya señalamos, este también será sometido al voto popular y contará con cinco miembros.

López Obrador critica que, en el sistema actual, el Consejo de la Judicatura Federal sea dirigido por el presidente de la Suprema Corte. Se piensa razonablemente que este modo de superponer instituciones lleva a que el Poder Judicial eluda los controles y que sus abusos queden impunes. Si la cabeza de la Justicia dirige al mismo tiempo el Consejo de la Judicatura Federal, es lógico esperar que el órgano de control quede adormilado e inerte. Se espera que los cinco miembros electos por el voto popular del nuevo Consejo de la Judicatura Federal inauguren una labor de vigilancia hasta ahora inédita. Estamos hablando de que dentro del Poder Judicial se establezca un contrapeso con igual carga de legitimidad.

Otros elementos de la reforma seguramente gozarán de amplio respaldo popular. Mencionemos dos de los más importantes. Uno es el de la reducción considerable de los salarios, que llegaban, en el caso de los jueces supremos, a más de 300.000 pesos mexicanos (más de 15.000 dólares) al mes. Según el presidente, el sistema judicial del país tiene un presupuesto tres veces más oneroso que el estadounidense, siete veces más que el canadiense y 34 veces más que el peruano. Otra medida que ingresará a la Constitución mexicana será la de fijar los plazos de tiempo máximos en los cuales deben resolverse los juicios. La intención es imponer rígidos límites temporales a las personas juzgadoras, con el objetivo de que la Justicia sea expedita y oportuna.

La última reforma del Poder Judicial en México se aplicó en 1994 durante el mandato de Ernesto Zedillo. Fue en ese momento cuando la designación de la cúpula de la Justicia se concentró en la oficina del presidente. El método anterior o inicial era innovador. El artículo 9 de la Constitución de 1824 disponía que los altos magistrados fueran electos por las legislaturas de los estados. Cada una de ellas enviaba al Senado 12 nombres y aquellos que lograban la mitad más uno de las menciones terminaban encabezando este poder del Estado.

Puede decirse, entonces, que México tiene un antecedente histórico de elección indirecta de ministros y magistrados que no se parecía al de otros países, y que inyectaba al proceso modulaciones regionales y descentralizadas que en estos días ya no se consideran. 100 años después de la concepción de un modo de elección indirecta de altos jueces, y 30 años después de que el Poder Judicial derivara de la voluntad presidencial, México se dispone a encarar una tercera transformación de la Justicia.

El debate

Entre el 2 de junio, el día en que se desarrolló la elección presidencial, y el 1º de setiembre, el día que comenzó a funcionar el nuevo Congreso, los mexicanos han venido debatiendo la reforma judicial de un modo desordenado y disperso.

Morena, el partido en el poder, mantuvo hasta aquí un silencio “semineutral”, en lo que parecería ser una búsqueda de consenso por la vía del acatamiento ciego a lo que se considera una refrendación popular a la reforma expresada en las urnas en favor de Sheinbaum. La presidenta electa se ha limitado a decir que, durante la campaña, la gente le habría expresado su disposición a aceptar jueces electos sin mayor demora. Ni siquiera Ernestina Godoy, la próxima consejera jurídica de Presidencia, buscó ser una natural defensora de la reforma judicial, a la que se ha referido en escasas entrevistas, en las que ha preferido eludir el abordaje frontal de las ideas más gravitantes. Sólo Lenia Bartres, la última jueza nombrada por López Obrador en la Suprema Corte, ha expuesto algunas ideas de manera pública e incluso se ha atrevido a sugerir que la elección popular se limite sólo a revocar o sostener el mandato de los jueces y no a elegirlos.

Por su parte, la oposición, visiblemente deprimida por no haber alcanzado ninguna de sus metas electorales (ni siquiera la de superar el tercio decisivo del Congreso), prometió, en la voz de su candidata Xóchitl Gálvez, entregar una contrapropuesta. Pero no lo hizo. Es más, ni siquiera ha sido capaz de contradecir la columna vertebral de la reforma propuesta por López Obrador. Hasta ahora no existe un solo vocero destacado de los partidos opositores que haya salido a debatir seriamente sobre los asuntos más cuestionados del cambio que se quiere aplicar en breve.

Las únicas voces críticas hasta ahora han salido del ámbito académico y mediático. Tras haber propiciado discusiones internas, los miembros del Poder Judicial tomaron la determinación de ir a huelga y también se ha dado una manifestación organizada por los estudiantes de Derecho de la principal universidad pública mexicana, la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). En las manifestaciones que han tenido lugar durante las últimas semanas, los estudiantes y los trabajadores del Poder Judicial han esgrimido consignas como “La Justicia no se vota” y “La autonomía no es una tómbola” para manifestar su desacuerdo con la iniciativa lanzada por López Obrador. Tras las movilizaciones, el actual presidente mexicano afirmó que los estudiantes que se oponían a la reforma habían sido “manipulados” por sus docentes, algo que, como es lógico, fue negado tanto por los alumnos como por los profesores de la Facultad de Derecho de la UNAM.

¿Más independencia de los jueces?

Según López Obrador y sus seguidores, el objetivo de la reforma es contar con jueces libres e independientes. Y, como han dicho algunos partidarios de Morena en diversos foros, con jueces “legítimos”. Es decir, con jueces que gocen de la simpatía ciudadana.

El diagnóstico es, así, muy evidente: los actuales jueces mexicanos serían “dependientes, cautivos y desconocidos o anónimos” para los usuarios del propio Poder Judicial. Dicha cautividad se daría porque las personas juzgadoras les deben su permanencia en el cargo a poderes externos a su labor específica. Esa deuda los convertiría en dependientes.

Las fuerzas externas que en este momento estarían controlando el contenido de las sentencias serían los actores político-partidarios, los empresarios o “dueños del dinero” y, sobre todo en ciertos territorios, los líderes del crimen organizado.

¿Cómo liberar entonces a los jueces? El gobierno de México plantea que la llave para abrir esos grilletes es el voto popular. Al igual que el Poder Ejecutivo y el Legislativo, el Poder Judicial debería entonces emanar de la voluntad de la población, del juicio del soberano.

El cuestionamiento más severo a este principio democrático por el cual todos los poderes del Estado deberían derivar del voto popular es que el sufragio ciudadano no garantiza que los jueces inicien una nueva etapa en la que sólo emitan fallos en estricto y único apego al Derecho. Y es que el sistema de elección propuesto en México y aplicado en Bolivia llega y llegará acompañado de mecanismos que anteceden a la voluntad del “excelso” soberano. Como vimos, los candidatos a ser considerados en la boleta serán preseleccionados por los tres poderes del Estado.

Lo que puede deducirse de este dispositivo legal es que quien ejerza la presidencia designará a los jueces más afines en términos ideológicos. Por su parte, el Congreso hará lo propio de acuerdo con qué partido posea la mayoría en las dos cámaras, y el Poder Judicial, que en el futuro ya se habrá “partidizado”, replicará la misma conducta.

Es de esperar que todos los candidatos que formen parte de la cúpula del Poder Judicial mexicano tengan que pasar primero por un filtro político-partidario para poder aspirar a los cargos. Luego, lo que los electores decidan terminará siendo irrelevante. Las boletas electorales estarán llenas de aspirantes cortados por la misma tijera. El Poder Judicial será, quizás como es ahora, un traje a medida de los gobernantes, no de los electores.

Una detonación controlada

Es indudable que al no existir un modo absolutamente neutral para nominar jueces (salvo el sorteo), y dado que se busca que los elegidos no le deban el cargo a nadie –ni siquiera a la gente que vota–, el criterio inobjetable a aplicarse debería ser el de una súper mayoría. Sólo quienes cuentan con un consenso hipermayoritario pueden operar sin temores ni restricciones, excepto las que sean de tipo legal. Así, lo que podría proponerse para México es que la preselección que involucra a los tres poderes los obligue a ponerse de acuerdo en nominar a los hombres y a las mujeres que hayan probado ser inobjetables. Es decir, que sólo se pueda nominar a profesionales intachables. Si uno, dos o más nombres se repiten tras las deliberaciones en cada poder del Estado, entonces la lista va emergiendo. Al pueblo sólo le quedaría convalidar los hallazgos. Sólo así el consenso, de tan exigente, tendría que buscarse fuera del partido de gobierno.

Dado que Morena, López Obrador y Sheinbaum no están en condiciones de negarle a la ciudadanía el derecho “conquistado” a votar por jueces, la salida a esta incómoda promesa podría ser precisamente convertir su preselección en el momento ideal para garantizar su libertad. Si las boletas se llenaran de hombres y mujeres libres, su legitimidad sería ya sólo un complemento que favorezca y adorne su desempeño.

A diferencia de la pequeña Bolivia o la organizada Suiza, y de los ultrafederales Estados Unidos, México tiene la oportunidad ahora de desactivar los efectos perniciosos, no del voto popular (en sus efectos generalmente neutral), sino de la designación partidaria de los candidatos a juzgadores, que es el ingrediente capaz de cancelar la libertad mientras dice defenderla.

Rafael Archondo es un periodista boliviano, doctor en investigación social con especialización en Ciencia Política por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), sede México. Una versión más extensa de este artículo fue publicado originalmente en Nueva Sociedad.