El discurso y la práctica de los actores de extrema derecha en todo el mundo revelan un profundo desprecio por el sistema multilateral y sus valores fundamentales. Lo consideran una realidad lejana y artificial, dominada por élites autocentradas y responsable sólo ante ellas mismas. La agenda enfocada en el desarrollo y basada en los derechos que el sistema multilateral defiende es vista como cosmopolita, globalizadora e irrespetuosa con las tradiciones e identidades locales. En la opinión de la extrema derecha, las élites mundiales ejercen una influencia extranjera indebida a través de instituciones multilaterales y organizaciones internacionales (el sistema de la Organización de las Naciones Unidas [ONU] y la Unión Europea, pero también el Foro Económico Mundial o entidades financiadas con fondos privados, como la Fundación Bill y Melissa Gates y las Open Society Foundations), que forman parte de un proceso más amplio de globalización que amenaza la soberanía nacional, las tradiciones culturales y los valores tradicionales. En resumen, el proceso multilateral y su ethos compartido son considerados una amenaza para la comunidad nacional homogénea deseada por la extrema derecha.

Las fuertes conexiones entre el proyecto multilateral y la democracia liberal –en particular, el apego a los derechos humanos, las imágenes plurales de la sociedad y el concepto liberal de progreso– alimentan el conflicto entre las organizaciones multilaterales y los gobiernos y actores de extrema derecha y autoritarios. La expansión de la agenda de las organizaciones multilaterales, en especial desde el fin de la Guerra Fría, ha puesto de manifiesto un fuerte contraste con la visión del mundo que defiende la extrema derecha. En términos generales, la agenda multilateral es cosmopolita y socialmente progresista; apoya la promoción de la igualdad de género, los derechos sexuales y reproductivos, los derechos LGBTI+, la movilidad humana global, el desarrollo sostenible y una transición económica verde para combatir la crisis climática. Inevitablemente, la idea de progreso en términos de desarrollo, libertades, pluralidad y democracia choca con un proyecto de retorno a una imaginaria edad de oro, de claras jerarquías sociales, raciales y geográficas y de dominación patriarcal incontestada, con la familia tradicional y la religión como piedras angulares de los proyectos nacionales (y nacionalistas).

En las últimas décadas, el sistema de la ONU ha reaccionado a las críticas (justificadas) por tener una visión del mundo excesivamente anglosajona y eurocéntrica, abriéndose a otros puntos de vista y aprendiendo (o al menos intentándolo) a tratar con respeto e interés las experiencias culturales, sociales y políticas del Sur global. Al mismo tiempo, los actores de extrema derecha y autoritarios han unido sus fuerzas para promover un enfoque conservador, centrado en la necesidad de imponer valores tradicionalistas, ya sean “judeocristianos” y “occidentales” o una versión oscurantista del islam o el hinduismo. Un ejemplo clásico de esta dinámica es la agresiva campaña contra la Agenda 2030 de la ONU llevada a cabo desde 2021 por el partido español de extrema derecha Vox, tercera fuerza política de su país, que ha sido reproducida y amplificada por partidos y movimientos afines en toda América Latina. Según el líder de Vox, Santiago Abascal, los objetivos de desarrollo sostenible forman parte de “agendas globalistas que buscan destruir la clase media, liquidar la soberanía de las naciones y atacar la familia, la vida y las raíces comunes de Occidente”.

Argumentamos que existen dos fuentes principales de tensión inevitable entre los actores de extrema derecha y el sistema multilateral: (a) la concepción de la soberanía estatal y (b) el papel de las políticas públicas en los niveles nacional e internacional. Para los actores de extrema derecha, la soberanía estatal es absoluta, innegociable e irreductible. El funcionamiento del sistema multilateral, en cambio, supone que las relaciones de poder y las normas de interacción pueden institucionalizarse internacionalmente, que los mecanismos de cooperación y el desarrollo de normas internacionales se construyen y reconstruyen, y que los principios generalizados de conducta, indivisibilidad y reciprocidad difusa caracterizan la lógica de la interacción. El modus operandi multilateral se opone intrínsecamente al concepto de Estado-nación por encima de cualquier otra estructura de gobierno y a una idea de mando basada en un Estado cuya misión principal es proteger la esencia de la nación, considerada como una comunidad homogénea.

La segunda fuente de tensión subyacente se refiere al papel de las políticas públicas en la producción de sociedades inclusivas y más plurales. La progresiva ampliación de la agenda de la ONU, más allá de la estrecha misión inicial del mantenimiento de la paz –“preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra”– y la expansión de las instituciones multilaterales, ha creado un fuerte contraste entre la práctica del multilateralismo (es decir, la búsqueda de soluciones para abordar cuestiones que conciernen a varios estados y grupos de interés mediante el diálogo diplomático y de acuerdo con principios y códigos de conducta generalizados) y la imagen de sociedades ideales y la acción unilateral que persiguen los actores de extrema derecha. Especialmente desde el final de la Guerra Fría, el sistema multilateral ha funcionado sobre la base de los supuestos de que los proyectos de justicia social pueden debatirse, negociarse y decidirse en las esferas nacional e internacional, y de que estas normas pueden al menos contribuir a compensar, corregir o superar los resultados de la competencia neoliberal del mercado abierto (aunque, en términos concretos, estas aspiraciones a menudo no se han cumplido). Sin embargo, el concepto de libertad de la extrema derecha (libertad económica sin normas, controles ni injerencias públicas) no ofrece margen para la negociación política. En opinión de la extrema derecha, las normas multilaterales son amenazas inherentes a la libertad personal y al orden natural.

En consecuencia, el papel de la ONU y la Unión Europea (UE) en la creación o el fortalecimiento de instituciones nacionales e internacionales (incluidas las operaciones de mantenimiento de la paz) y en el impulso de la adopción de normas basadas en valores universales se opone a la opinión de que los mercados no regulados y la familia tradicional son las únicas instituciones que merece la pena preservar. A diferencia del fascismo italiano y del nazismo alemán de las décadas de 1920 y 1930, la extrema derecha contemporánea no defiende el dirigismo económico del Estado ni la necesidad de asegurar el pleno empleo para garantizar la paz social; al contrario, defiende una concepción ultraneoliberal del darwinismo social, según la cual la desigualdad es natural y el Estado no tiene el deber de proteger ni ayudar a los necesitados, ya sea por pobreza, enfermedad, discapacidad o incapacidad para encontrar trabajo. Los derechos sociales y económicos universales recogidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos contradicen esta visión.

Incluso en el pasado reciente, el impacto y las implicaciones de la llegada al poder de líderes autoritarios y de extrema derecha fueron a menudo minimizados por políticos, diplomáticos y expertos de los medios de comunicación tradicionales que asumían que, una vez en el cargo, los nuevos actores políticos empezarían a actuar dentro de los límites esperados y establecidos desde hace tiempo de la política tradicional, tanto nacional como internacional. Pero la experiencia concreta ha demostrado lo contrario. Los líderes de extrema derecha y autoritarios –como Donald Trump, Javier Milei, Jair Bolsonaro, Nahrendra Modi, Benjamin Netanyahu y otros– tienden a mostrarse hostiles ante la cooperación con otros países y menos proclives a apoyar acuerdos de gobernanza supranacionales. Esta tendencia tiene implicaciones peligrosas para el futuro de la democracia. Supone una amenaza existencial sin precedentes para organizaciones internacionales como la ONU y organizaciones no gubernamentales que defienden una agenda de desarrollo basada en derechos. Los líderes autoritarios y de extrema derecha suelen nombrar a funcionarios sin experiencia en política exterior, elegidos a menudo por lealtad y afinidad ideológica más que por trayectoria. Esto produce un aparato de política exterior “voluble e ineficaz, especialmente en las crisis”.

Por otra parte, su feroz retórica atrapa a los líderes de extrema derecha en un círculo vicioso, lo que les dificulta aceptar cualquier compromiso sobre cuestiones complejas que tienen un valor simbólico para su núcleo duro de seguidores. En contraste con la cultura institucional de las Naciones Unidas de limitar el uso de la violencia mediante el control de armas, las normas de desarme, la mediación y los mecanismos de resolución o gestión de conflictos, observamos una afirmación del uso de la violencia y las armas por parte de estados, grupos e individuos. Además, como las disputas fronterizas suelen revestirse de términos ontológicos (como es el caso de los conflictos en que están envueltos Israel, Rusia, India y Turquía), la mediación y la resolución de conflictos tienen poco o ningún margen de éxito.

Como sostienen Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, la paradoja de la vía electoral hacia el autoritarismo es que los enemigos de la democracia utilizan las propias instituciones democráticas para destruirla progresiva y legalmente desde dentro. Del mismo modo, cuando ascienden al poder, los líderes autoritarios de extrema derecha suelen intentar cambiar, erosionar o bloquear unilateralmente los términos de los acuerdos, tratados y procedimientos vigentes de las organizaciones internacionales de las que sus países son miembros. Es un proceso que Stefanie Walter ha definido agudamente como “desintegración basada en las masas” (mass-based disintegration): “desintegración” porque pretende retirarse de las normas acordadas de las instituciones internacionales, parcial o totalmente; y “basada en las masas” porque este proceso suele sostenerse en un fuerte apoyo interno, expresado a través del voto en un referéndum (como el Brexit) o en el apoyo social al discurso de un líder político. Así pues, la desintegración basada en las masas es un proceso que comienza en el nivel nacional pero que tiene implicaciones internacionales en cuanto un gobierno, para satisfacer a su electorado interno, presiona a otros estados miembros para que cambien las normas de una determinada organización multilateral o se retiren de normas (o instituciones) específicas.

Estados Unidos, bajo la presidencia de Donald Trump, ha sido un ejemplo de cómo un proceso de desintegración puede poner en peligro la existencia misma del sistema multilateral. Trump, que durante la campaña electoral de 2016 no ocultó su desdén por la ONU (“sólo es un club para que la gente se reúna, hable y se divierta”), fue consecuente con su discurso tras ser elegido. Además de recortar la financiación estadounidense a varias agencias del sistema de la ONU sobre la base de criterios ideológicos y de retrasar el pago de las contribuciones obligatorias debidas al Secretariado de la ONU, su gobierno también retiró a Estados Unidos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) (en 2020, en plena pandemia de covid-19), del Acuerdo de París sobre Cambio Climático, del Pacto Mundial para una Migración Segura, Ordenada y Regular y del Consejo de Derechos Humanos de la ONU (y ya anunció el retiro de algunas de estas organizaciones en su segundo mandato iniciado el 20 de enero).

En el hemisferio sur, tras la elección de Jair Bolsonaro, Brasil se retiró de la mayoría de las organizaciones regionales latinoamericanas creadas por gobiernos progresistas anteriores, como la Unión de Naciones Suramericanas y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños. Antes y después de su elección, Bolsonaro fue un ácido crítico de los derechos humanos (que definió como “el estiércol de la haraganería”) y de la ONU (“sólo un lugar de encuentro para comunistas”). Poco después de asumir el cargo, anunció que Brasil renunciaba a acoger la Conferencia sobre Cambio Climático COP 25, prevista para noviembre de 2019. El país también se retiró del mencionado pacto mundial sobre migraciones y Bolsonaro vetó la inclusión de la Agenda 2030 entre las directrices del Plan Plurianual de su gobierno para 2020-2023. Promotor de una irresponsable política pública antivacunación durante la crisis de la covid-19 (que contribuyó a que Brasil sufriera más de 700.000 muertes), Bolsonaro atacó las directrices de la OMS para contener la pandemia, acusando a la organización de fomentar la masturbación y la homosexualidad en los niños.

Las acciones de la diplomacia brasileña durante la presidencia de Bolsonaro fueron coherentes con su visión oscurantista; una demostración ejemplar de los peligros que el ascenso de actores estatales de extrema derecha supone para el sistema multilateral. Brasil –que durante décadas fue un firme pilar del multilateralismo, incluso durante la dictadura militar de 1964-1985– comenzó, bajo el bolsonarismo, a promover una agenda muy regresiva con relación a los derechos humanos en los foros de la ONU, con un fuerte énfasis en los derechos sexuales y reproductivos, la migración y el cambio climático. El gobierno de Bolsonaro apoyó a organizaciones conservadoras como socios nacionales, regionales e internacionales, en detrimento de las organizaciones progresistas de derechos humanos. Las instituciones evangélicas fundamentalistas se convirtieron en actores clave en la definición de la política exterior e interior brasileña. El gobierno de Bolsonaro también patrocinó coaliciones con otros actores estatales y no estatales autoritarios y de extrema derecha para promover contradiscursos e influir en el sistema de la ONU. Por ejemplo, Brasil unió fuerzas con el gobierno de Trump para lanzar el llamado Consenso de Ginebra, un grupo de más de 30 gobiernos que apoyaban posturas agresivas antiabortistas y antifeministas.

Las feministas y el activismo LGBTI+ se han convertido en un enemigo central y un objetivo unificador para los actores de extrema derecha, autoritarios y conservadores de todo el mundo. Las políticas antiaborto son un pilar de la estrategia tradicionalista para transformar el régimen de derechos humanos. Además del Consenso de Ginebra, la articulación de los conservadores dentro de las organizaciones internacionales es fácilmente observable en otras redes multinacionales, como la Alianza Internacional para la Libertad Religiosa o de Creencias. Los orígenes ideológicos de este movimiento se remontan a finales de la década de 1980. El concepto negativo de “ideología de género”, utilizado por los actores de la derecha para combatir los derechos sexuales y reproductivos, se utilizó por primera vez en 1988 en un documento elaborado por la Comisión de la Mujer de la Conferencia Episcopal Peruana titulado “La ideología de género: sus peligros y alcances”. Posteriormente, en la Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo de las Naciones Unidas celebrada en El Cairo en 1994, se incluyó por primera vez el término género en un documento resultante de una negociación intergubernamental. Como consecuencia directa, se forjó una alianza conservadora entre el Vaticano y los países islámicos con el objetivo de impedir avances sustanciales en cuestiones de igualdad de género y derechos reproductivos.

Además de estas cuestiones, otros dos temas marcan la convergencia de la acción de los actores de extrema derecha en la escena internacional: el negacionismo-reduccionismo de la crisis climática y la hostilidad a cualquier intento de tratar la migración masiva como algo distinto de una cuestión de seguridad fronteriza. En el caso del Pacto Mundial sobre Migración –un acuerdo intergubernamental no vinculante promovido por la ONU para “facilitar una migración segura, ordenada y regular, reduciendo al mismo tiempo la incidencia y el impacto negativo de la migración irregular”–, el debate comenzó en setiembre de 2016, semanas antes de la elección de Trump. En aquel momento, los 193 estados miembros de la ONU estuvieron de acuerdo. Tras la elección de Trump, Estados Unidos anunció que no participaría en el pacto, por ser incoherente con los principios migratorios del nuevo gobierno e incompatible con la soberanía estadounidense. Durante el proceso de negociación, el acuerdo se convirtió en el blanco de una feroz retórica antiinmigración por parte de líderes de extrema derecha de todo el mundo, que desataron una virulenta campaña en su contra, describiéndolo como una insidiosa conspiración globalista.

De Estados Unidos a Chile, de Gran Bretaña a España, Italia o Alemania, el tema de la migración masiva, transformado en pánico por la propaganda política y el periodismo sensacionalista, es clave para definir la identidad y el atractivo electoral de la extrema derecha y está cambiando todo el centro de gravedad de la política. En toda Europa, gobiernos centristas o de centroizquierda han adoptado en las últimas décadas leyes cada vez más duras para frenar los flujos migratorios, con la esperanza de reducir el atractivo electoral de los actores políticos más extremistas. La realidad ha demostrado lo contrario. Según un estudio de las tendencias electorales en 12 naciones de Europa occidental entre 1976 y 2017, no hay “ninguna prueba de que las estrategias acomodaticias reduzcan el apoyo a la derecha radical”. Al contrario, el electorado suele apreciar a la extrema derecha por defender posturas drásticas en el debate político. “Al legitimar un encuadre asociado a la derecha radical, los políticos tradicionales pueden acabar contribuyendo a su éxito”, explicaron los autores del estudio en un artículo para The Guardian.

En otras palabras, el fortalecimiento de la extrema derecha conduce a un giro hacia el conservadurismo en el discurso y las prácticas en todo el espectro político, transformando posiciones antes consideradas extremistas o inaceptables en la nueva normalidad dominante. Las consecuencias para la democracia, los derechos humanos y la gobernanza internacional podrían ser desastrosas.

Una versión más extensa de este artículo fue publicada originalmente en Nueva Sociedad.