El 28 de abril tuvo lugar en la península ibérica el “gran apagón”, como rápidamente lo bautizaron los medios de comunicación –incluso algunos ya le están preguntando a la inteligencia artificial cuándo ocurrirá el próximo–. No puede decirse que algo así careciera de precedentes. Aún están demasiado frescos en la memoria de muchos, en este mundo globalizado, los apagones masivos que se produjeron, por ejemplo, en 2003 en el noreste de Estados Unidos y Ontario (Canadá) y, del otro lado del mundo, en Italia. Sin embargo, algo ha cambiado en estos 20 años. Nos hemos acostumbrado a vivir en una suerte de excepcionalidad permanente. Desde el derrumbe del World Trade Center el 11 de setiembre de 2001 –probablemente, el primer recuerdo mediático de la generación nacida alrededor de 1990–, la serie de acontecimientos históricos ha sido abrumadora: la caída de Lehman Brothers y el capitalismo financiero internacional, la recurrencia de los fenómenos meteorológicos extremos ligada a la crisis climática, la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca en 2017, la pandemia de covid-19, el regreso de la guerra a gran escala a suelo europeo.
Pero ¿en qué momento exacto el gran apagón llegó a ser una experiencia de ese tipo? Al principio, parecía un fallo más o menos localizado: una calle, una manzana, quizás un barrio. Fueron suficientes unos pocos minutos y unas cuantas conversaciones por Whatsapp para comprender que era algo de mayor envergadura. En Madrid, Barcelona, Valencia y Sevilla la luz también se había ido. Y en Lisboa. Las redes sociales y algunos medios se hicieron eco de que el problema eléctrico alcanzaba incluso al sur de Francia.
Lo que en un principio se vivió como una interrupción doméstica se convirtió, de pronto, en una experiencia colectiva. Sin electricidad y con muchos teléfonos móviles sin batería suficiente, el país entero empezó a preguntarse si se había entrado en una dimensión desconocida. Ciberataques, fallos generales del sistema eléctrico por alguna combinación desgraciada del “mix energético”, problemas con la infraestructura básica: no se descartaba ninguna hipótesis, y mientras tanto circulaban sin cesar interpretaciones, especulaciones y bulos.
El gran apagón que paralizó gran parte de España durante varias horas y dio lugar a imágenes poco imaginables se vivió como una experiencia social extraña: a medio camino entre la interrupción del orden cotidiano y un simulacro de catástrofe. No hubo daños personales, ni saqueos, ni incidentes destacables, pero el simple hecho de que fallara el sistema colocó a millones de personas ante una serie de preguntas inquietantes: ¿qué pasa si se apaga todo? ¿Cuánto depende nuestro modo de vida de la electricidad? ¿Qué revelan estas crisis de nosotros como sociedad?
Diversos apagones
Al igual que durante la pandemia, la crisis parecía tener un poder revelador. Y ese poder revelador no podía ser unívoco. No era para todos lo mismo. Como también sucedió durante la explosión del covid-19, pronto aparecieron experiencias –en plural– del gran apagón. No era lo mismo que te encontrase en tu puesto de trabajo o en tu casa; no era lo mismo para quien tenía a un familiar conectado a un respirador en una residencia de ancianos o para quien tenía que ir a recoger a los niños a la escuela que para quien no tenía a nadie a cargo. No era lo mismo para quienes debían tomar transporte público que para quienes teletrabajan desde su propia casa con autoconsumo energético integrado.
Hay, en este tipo de acontecimientos, una tendencia a universalizar la propia experiencia como paso previo a penetrar en su verdad profunda. En este sentido, los medios de comunicación, radicados mayoritariamente en Madrid, contaron que la electricidad se había perdido durante muchas horas en España, Portugal y el sur de Francia. Lo cierto es que, dentro de España, las consecuencias variaron enormemente: por ejemplo, en la ciudad de Bilbao apenas se notó, mientras que Madrid se apagó. Esta tendencia se reproduce también en cada uno de nosotros: ¿es esa necesidad de proyectar lo vivido como experiencia universal el primer paso para convertir las crisis en epifanías?
Entre fake news, especulaciones y balbuceos científico-técnicos, la guerra cultural había estallado. Por un lado, la izquierda leyó el acontecimiento como un hecho inaudito y desafortunado –probablemente, con algún responsable externo–, que sirvió, en todo caso, como una auténtica demostración de solidaridad y civismo: los vecinos se ayudaban entre sí, los dueños de comercios compartían preocupaciones y soluciones, los españoles demostraban su ejemplaridad ante las crisis. Por el otro, la derecha vio en el gran apagón la enésima prueba de que el “sanchismo” –como llama al gobierno de Pedro Sánchez, a quien considera literalmente un caudillo bolivariano– está convirtiendo a España en un país fallido, donde ya ningún servicio público básico funciona: en esta visión desacoplada de la realidad, pero no de la sensibilidad de muchos de sus seguidores, el país estaría a poco de “convertirse en Venezuela”, un modelo del colapso. Tanto la izquierda como la derecha confirmaron sus narrativas previas, utilizaron el acontecimiento como una metáfora en la que proyectar sus miedos y sus ansiedades.
A pesar de las dificultades objetivas para conocer las causas del gran apagón, dada la complejidad del sistema, en un primer momento la mayoría de los expertos señaló como uno de los factores claves la caída abrupta de la frecuencia en el sistema eléctrico, un parámetro que debe mantenerse estable. Dicho muy rápidamente: cuando la frecuencia se desvía demasiado, es decir, se producen oscilaciones muy fuertes, las protecciones automáticas de la red se activan para evitar daños mayores.
La creciente penetración de energías renovables –solar y eólica– en el mix energético español podía estar detrás de este problema, dado que no proporcionan la llamada inercia del sistema, que sirve para resistir cambios bruscos en la frecuencia. Por el contrario, las energías que proporcionan inercia al sistema (de generación síncrona: el carbón, el gas, la nuclear o la hidroeléctrica) estarían perdiendo terreno en los últimos años.
Incluso el diario conservador británico The Daily Telegraph sostuvo que, según fuentes de Bruselas, el apagón fue “un experimento controlado que salió mal”, llegó a compararlo con el accidente nuclear de Chernóbil y lo calificó como “el peor fallo eléctrico en cualquier país desarrollado en tiempos modernos”.
Sin embargo, más allá de los consensos precipitados y atropellados de los expertos, lo cierto es que en su comparecencia del 21 de mayo ante el Congreso de los Diputados la vicepresidenta y ministra de Transición Ecológica, Sara Aagesen, apuntó que la inercia del sistema estaba dentro de los niveles recomendados y sostuvo que las pérdidas de generación producidas en Granada, Badajoz o Sevilla podían deberse a una situación de sobretensión en el sistema.
La energía partidizada
Al encontrarnos lejos de poder conocer con claridad las causas técnicas del gran apagón, la discusión se inscribió en la guerra cultural en curso que crispa la política española. Pronto, los dos partidos mayoritarios, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y el Partido Popular (PP), desplazaron la conversación pública hacia un eje aparentemente más reconocible: las energías renovables versus la energía nuclear.
España ha sido, durante las últimas décadas, un país en el que el sentido común ha sido fundamentalmente contrario a la energía nuclear y en el cual hay mucha conciencia de los fuertes riesgos que entraña y el alto costo de la gestión de sus residuos. Sin embargo, ha habido en estos años un cierto repunte de los discursos pronucleares, en especial visibles en las redes sociales, con fuertes apoyos de lobbies y que han calado en las generaciones más jóvenes. La derecha liderada por Alberto Núñez Feijóo, en todo caso, no ha tardado en agitar esa bandera y poner a Francia, el país europeo de la energía nuclear por excelencia, como ejemplo del camino a seguir. El diagnóstico estaba servido de antemano: el problema era la ideología socialista del gobierno y su apuesta por una transición energética basada en las energías renovables. La disputa estaba marcada por posiciones partidistas, eslóganes prefabricados y poca fundamentación científico-técnica. La guerra cultural ocultaba lo fundamental: ¿cuál es la arquitectura del sistema eléctrico y su gobernanza? ¿Qué poder podría tener la ciudadanía sobre él?
En realidad, más que revelarse una verdad profunda de la sociedad española –si debemos estar orgullosos de la españolidad y de cómo afrontamos las crisis, o si estamos en una pendiente irremontable hacia el colapso–, se puso de manifiesto, otra vez, una dificultad característica de las democracias occidentales: la incapacidad para debatir sobre lo esencial. Se habla de tecnologías de producción de energía o de cómo equilibrar el mix energético, pero mucho menos sobre estructuras de poder. La técnica se convierte en el aire mismo que respiramos, en un auténtico fetiche, pero se abandona como objeto de deliberación democrática.
Público y privado
Resulta sorprendente que una parte importante de la opinión pública española cargue contra el “sanchismo” y contra el “socialismo”, exigiendo la dimisión de Beatriz Corredor, presidenta de Redeia –Grupo Red Eléctrica–, y que, al mismo tiempo, no se señale que el sistema eléctrico español funciona bajo un modelo liberalizado desde la década de 1990. Antes de la privatización, estaba controlado mayoritariamente por el Estado o por empresas de capital mixto, en un modelo verticalmente integrado donde generación, transporte y distribución formaban parte de estructuras empresariales con fuerte presencia pública. En la medida en que la electricidad se consideraba un bien esencial, se organizaba como un monopolio público, para garantizar de esa forma un acceso controlado al suministro eléctrico.
Desde la Ley del Sector Eléctrico de 1997, con el conservador José María Aznar en el gobierno y los vientos europeos en favor de la liberalización, se introdujo una transformación estructural: se separaron las actividades de generación, transporte, distribución y comercialización. Con el presunto objetivo de promover la eficiencia, se apostó por la competitividad entre privados y por menos Estado en el funcionamiento cotidiano del sistema. Hoy la generación y la comercialización están en manos privadas, el transporte lo gestiona Red Eléctrica Española (REE), una empresa parcialmente privatizada pero con una participación pública minoritaria, y la distribución está dominada por grandes grupos privados como Endesa, Iberdrola o Naturgy.
A pesar de que hoy nos parezca o sea de lo más natural, no lo era antes de ayer y no lo es, con diferentes declinaciones y matices, en otros países de la Unión Europea. Por ejemplo, en Francia, Électricité de France (EDF), la histórica empresa pública, fue renacionalizada en 2023. Aunque el sistema se liberalizó en parte, el Estado sigue dominando la generación, gran parte de la distribución y el transporte. En Alemania, las grandes empresas eléctricas controlan buena parte del mercado desde los años 90, pero, al mismo tiempo, avanza una tendencia local creciente a la remunicipalización (Rekommunalisierung).
Esta no es una cuestión menor, sino el primer paso para avanzar hacia una democracia energética y poder decidir sobre asuntos vitales como la dirección y la velocidad de la transición ecológica –antes de responder a la pregunta sobre la combinación de tipos de energía que necesitamos, habría que preguntarse cuánta energía y para qué–. Hoy esas preguntas no hacen ni siquiera acto de presencia, y las políticas energéticas se nos aparecen como una imposición natural, la simple suma de millones de decisiones individuales, racionales y egoístas actuando al unísono. Hoy en día, cuando el neoliberalismo ha demostrado su fracaso ante las últimas crisis y su falta de respuestas para amplias capas de la sociedad, es más importante que nunca ir más allá de los mitos y avanzar en las propuestas.
Modelos por discutir
Desde la derecha sólo se nos presentan profetas del apocalipsis y del colapso, en una curiosa alineación con una parte de las izquierdas que sólo imagina el colapso del capitalismo, el del planeta y el de las instituciones democráticas como destinos de la dinámica social. En demasiadas ocasiones, hay más señalamiento que rutas para avanzar en el cambio de modelo que necesitamos como sociedad y como especie.
Pero hubo otra experiencia, profundamente física, en el gran apagón: el silencio. Quizás no se trata tanto de esperar a la próxima epifanía para saber quiénes somos y demostrar que tenemos razón, sino de ser capaces de hacernos escuchar en el mientras tanto. En el silencio nos volvimos a enfrentar a la pregunta de qué pasa cuando el sistema falla.
Aparecieron algunas de las ficciones colectivas –el pueblo solidario, el Estado colapsado, los políticos corruptos, los técnicos sin intereses–, pero no fuimos capaces de poner sobre la mesa lo que nunca se discute: quién diseña y gestiona las redes eléctricas, con qué criterios y con qué controles. En definitiva, quién tiene el poder sobre nuestra vida cotidiana. Por eso, una tarea urgente es politizar lo invisible de cara al próximo silencio –mientras algunos le siguen preguntando a la inteligencia artificial cuándo ocurrirá–.
Rodrigo Amírola es licenciado en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y posgraduado en Análisis Económico y Filosófico-político del Capitalismo Contemporáneo en la Universidad de Barcelona. Fue asesor de la Vicepresidencia segunda del gobierno de España y del Ministerio de Trabajo. Colabora con Sin Permiso, elDiario.es y CTXT. Este artículo fue publicado originalmente en Nueva Sociedad.