“Las cosas que están pasando / es cosa de no creerlas; / y eso que estuve esperando / toda mi vida pa’ verlas”. El tema de la inteligencia artificial (IA) viene siendo mencionado cada vez más insistentemente en notas y entrevistas. No tengo claro, sin embargo, si se tiene conciencia de sus implicaciones. Hace años que existen cosas como, por ejemplo, un pequeño programa que, si es alimentado con los datos de un paciente, es capaz de clasificar a este como enfermo (de determinada enfermedad) o sano, con menor porcentaje de equivocaciones que los médicos humanos. Por ahora es algo incipiente, pero también inquietante, ¿no?

Muchas decisiones que afectan la vida pública (la campaña electoral de Donald Trump, por nombrar un caso) vienen contando con la ayuda de IA, y también hay ejemplos (en el mismo país) de IA que predijo varias veces los resultados de elecciones nacionales o primarias, con gran precisión, sin basarse en encuestas.

También hace años que los bancos dejan algunas decisiones en manos de programas de este tipo, que sugieren si darte o no un préstamo sin que el banquero ni el que escribió el programa –esto es lo importante– sepan muy bien por qué, y sobre la base de respuestas a preguntas que, en algunos casos, parecen no tener mucho sentido. El asunto es que ese banquero sí sabe –porque hay estudios de control– que la máquina se equivocará menos veces que él mismo; entonces le hace caso, porque su tarea es hacer plata, no entender.

¿En qué consiste la IA? Se tiende a pensar que es lo mismo que cualquier programa de computadora, pero más sofisticado; no es así. La IA tiene una particularidad: aprende por su propia cuenta. Leí por ahí que cuando al traductor de Google le sacaron todas las “reglas de idiomas” y lo hicieron, simplemente, leer millones de páginas traducidas (y sus originales) dejando que él sacara sus propias conclusiones, sus resultados dieron un salto cualitativo enorme (si bien el problema al que se enfrenta es de los más complejos imaginables). La máquina que derrotó al número uno del go (juego oriental con fichas y tablero, más complejo, según dicen, que el mismísimo ajedrez) empezó a jugar analizando miles de partidas de maestros. Y no sólo ganó, sino que revolucionó la manera de jugar. Hoy ya hay otra máquina que aprendió jugando sola, sin ver jamás una partida de humanos, y le acaba de ganar ¡cien! partidas seguidas a su predecesora. Con métodos similares, aunque no competitivos, hay programas que crean música en determinados estilos, y en algún caso los resultados no son muy distinguibles de los originales, al menos para un oído poco experto. Por ahora. También hay programas que evolucionan por un proceso similar a la selección natural, haciendo copias con modificaciones que, en los pocos casos en que demuestran mayor eficiencia que el programa original, lo sustituyen, y se modifican a su vez, y sus “hijos” son puestos de nuevo a prueba.

“Y las que van a venir, / calculale, Golondrina...” La pregunta es: ¿cuánto faltará para que una IA tome decisiones que afecten más directamente a la vida pública de un país? Digamos, al principio, como asesora de jueces o ministros de economía. Hasta que los propios jueces y ministros confiesen que la que decide en 99% de los casos es ella. ¿Y por qué no elegir presidente así, en vez de las dudosas, discutidas y antieconómicas elecciones tradicionales? De hecho, es probable que hoy mismo una IA pueda “inventar” un candidato y rodearlo de un marketing aparente estúpido, pero ganador (¿les suena?). Algo como las movidas absurdas que derrotan a los campeones de go.

Me imagino algunos debates: “No se pueden dejar temas importantes en manos de una computadora”; “aun cuando sea eficaz, terminaremos todos idiotas, dejando que decida todo por nosotros” (este es el argumento más atendible que se me ocurre), o “¿cómo sabemos que la máquina no está ‘amañada’ para sesgar sus decisiones?”. Del otro lado se dirá que más amañada que el manejo actual de la opinión pública por parte de la gran prensa es difícil que esté, o que si aplicar la IA a temas trascendentes puede evitar guerras y mejorar la calidad de vida de la gente, no hay nada que discutir. Va a costar; va a haber obvias –y justificadas– resistencias; pero si un día un país lo hace y le empieza a ir, en todo, mejor que a los demás, te quiero ver. Lo que es claro es que, si realmente se demuestra su eficiencia, se va a terminar imponiendo, para bien o para mal, y será la mayor revolución en la historia de la humanidad. Y así como pienso que deberíamos prepararnos, como país, para el día cada vez más cercano en que la carne sintética sustituya –al menos parcialmente– a la natural en la dieta de las personas (leyes del mercado mediante), no estaría de más que fuéramos entrenándonos para pensar en cómo manejar estos avances de la tecnología, que no por fantásticos dejan de ser posibles. Y probables.

Siguiendo con las Milongas de un gaucho pobre, de Julián García: “...que sólo quiero vivir / para sacarme esa espina”.