En los últimos días, algunos episodios relativamente menores (entre ellos, los comentarios de la escritora Mercedes Vigil ante la muerte de Daniel Viglietti y las reacciones a esos comentarios, o una nueva oleada de expresiones de odio hacia Fabiana Goyeneche, figura central de la campaña contra la baja de la edad de imputabilidad y actual directora de Desarrollo Social de la Intendencia de Montevideo, a raíz de la simple noticia de su incorporación al sector frenteamplista Casa Grande) mostraron que la forma de expresar públicamente discrepancias en nuestra sociedad se ha vuelto mucho más bruta y virulenta que la imagen civilizada y tolerante en la que nos complacemos.
Desde la restauración democrática de 1984, los resultados electorales y diversas mediciones de opinión pública mostraron, en forma consistente, que había en la ciudadanía una fuerte tendencia favorable a los políticos que parecían interesados en evitar las confrontaciones y procurar entendimientos amplios. Esa tendencia, probablemente vinculada con el trauma colectivo de la dictadura y el temor a nuevos conflictos violentos, benefició al “cambio en paz” propuesto por Julio María Sanguinetti y prestigió la actitud del general Liber Seregni al ser liberado. En 1989 tuvo que ver con el éxito de la campaña de Tabaré Vázquez por la Intendencia de Montevideo, e inclinó hacia la candidatura de Luis Alberto Lacalle a votantes preocupados porque Jorge Batlle, con un programa similar, lucía avasallante y soberbio. En 1994, sumó apoyos a Sanguinetti por su alianza con Hugo Batalla y por la promesa de reformas menos drásticas que las intentadas por Lacalle. En 1999, cuando el balotaje logró impedir –sólo esa vez– la llegada del ascendente Frente Amplio al gobierno nacional, el panorama había cambiado, pero la opinión pública aprobó con entusiasmo, al comienzo de la presidencia de Batlle, iniciativas como la creación de la Comisión para la Paz.
Todo aquello sucedió en un escenario muy distinto del actual, antes de la eclosión del uso masivo de internet y de las redes sociales. La radio, la televisión y los periódicos de gran circulación aún ocupaban una posición central en la difusión de información y formación de opiniones, determinaban qué personas e ideas eran las más conocidas, y establecían un común denominador de lo masivo. Hoy la situación es mucho más compleja, con la paradoja de que, por una parte, muy diversos grupos construyen, dentro de sus respectivas cámaras de eco, distintos sentidos comunes acerca de lo que es cierto o falso, ejemplar o repudiable; pero, por otra parte, cada individuo se convence de que está en contacto con el mundo entero (y de que el uso “normal” de las redes es el que él conoce y practica).
No tiene sentido añorar presuntos tiempos mejores, que en varios sentidos eran menos democráticos y más timoratos o hipócritas. Tampoco se trata de abogar por un disciplinamiento inviable (aunque, por supuesto, el derecho a la libertad de expresión no ampara el insulto y la calumnia por ignorancia o malicia, y menos aun desde el anonimato). Las redes llegaron para quedarse: es preciso mirarnos en ese espejo fragmentado, tratar de reconstruir un idioma común para discutir lo que vemos, y pensar juntos qué podemos hacer al respecto.