La cuestión de los cincuentones luce muy distinta según el punto de vista elegido por el observador. Exige, por lo tanto, considerar diferentes perspectivas y elegir qué importancia se le da a cada una para tomar una decisión. En otras palabras, pone a prueba la capacidad de gobernar y la definición de un rumbo.
En Uruguay, la combinación prolongada de una natalidad baja y una expectativa de vida creciente determina que el financiamiento de las pasividades por parte de los activos sea un problema estructural con tendencia a agravarse. Un problema que nos espera, temible, dentro de algunos años, con independencia de lo que les ocurra a unas decenas de miles de cincuentones.
Décadas atrás, en períodos de alta inflación, se echó mano de los recursos del Banco de Previsión Social (BPS), disponiendo que comprara papeles públicos rápidamente devaluados. Luego, cuando las papas quemaron en los 90, se aprobó una singular reforma (mejor que otras aplicadas en la región, pero no por ello óptima), que obliga a los trabajadores a ahorrar en instituciones privadas con fines de lucro. Una reforma que, además, sacrificó de antemano, deliberadamente, a una parte de los hoy cincuentones, para que las cuentas cerraran. Todo esto implica una responsabilidad estatal que no se diluye alegando que los gobernantes de hoy no son los de ayer.
Tener en cuenta los intereses afectados de los cincuentones plantea una verdad a medias: comparar la jubilación que estas personas pueden obtener hoy con la que estarían en condiciones de lograr si no se les hubiera impuesto la afiliación a una AFAP pasa por alto que, sin la reforma de 1996, lo más probable habría sido que la crisis del BPS se precipitara, con consecuencias aun más perjudiciales para esos trabajadores y para muchos otros.
Mirar el panorama integral de las injusticias sociales y del manejo de los recursos públicos abre paso a comparaciones odiosas. Los cincuentones que podrían mejorar sus situación no están, por cierto, entre la gente más pobre del país. Pero tampoco entre la más beneficiada: no estamos hablando de privilegiados retiros militares, ni de grandes inversores exentos de impuestos. Sin embargo, y desde un enfoque generacional, ¿es justo trasladar a los jóvenes de hoy las consecuencias que tendrá atender el reclamo de los veteranos? ¿Estos importan más o menos que el sistema financiero? ¿Más o menos que la educación, la salud y el sistema de cuidados?
El panorama se vuelve más complejo si consideramos posibles motivaciones de los actores políticos. ¿Cuánto está jugando la sensibilidad social y cuánto el afán de posicionarse, con miras a las próximas elecciones o al índice de aprobación final de este gobierno? ¿Cuánto la responsabilidad y cuánto la defensa de lo establecido? ¿Cuánto los intereses de los cincuentones y cuánto la voluntad de aniquilar a las AFAP? ¿Cuánto la seriedad técnica y cuánto el beneplácito de los organismos financieros internacionales y las calificadoras de riesgo? ¿Cuánto la puja entre sectores oficialistas?
No hay respuestas simples ni habrá soluciones indoloras, pero tenemos la oportunidad de aprender algo, colectivamente, sobre la difícil evaluación de eso que se suele llamar el interés general.