Sería frívolo e imprudente mirar la situación de Brasil como hinchas de fútbol: no se trata de celebrar las denuncias y procesamientos que afectan a “los contrarios”, sufrir por lo que perjudica a “nuestro cuadro” y estar atentos a “quién va ganando”. El panorama no sólo es trágico y de muy difícil solución, sino que además revela problemas profundos de la política en escala mundial, ante los cuales no corresponde que seamos indiferentes ni que nos sintamos inmunes, porque, por supuesto, cualquier crisis brasileña tiene consecuencias graves para el conjunto de nuestra región.
No se trata, por cierto, de problemas recientes o debidos a que un grupo de personas decidió, en forma excepcional, apartarse de la legalidad. La corrupción en Brasil tiene dimensión estructural e histórica; establece reglas de juego para la intrincada relación entre formidables poderes económicos y un multitudinario sistema de partidos (hay 35 constituidos legalmente), que operan en complejas y variables alianzas (muy a menudo apoyadas por la compra de votos y lealtades), desde los más de 5.500 municipios hasta el nivel del gobierno federal, pasando por los 26 estados, cada uno de ellos con su propio Poder Legislativo.
Hay abundante y detallada legislación vigente acerca del financiamiento de los partidos, y un desarrollado sistema burocrático para la rendición de cuentas electorales; una medida de la eficacia que tiene todo eso es que, de los numerosos casos de corrupción que han causado escándalo en las últimas décadas, y llegaron a provocar la caída de altos gobernantes, ninguno había sido detectado mediante los mecanismos estatales de contralor.
En los últimos tiempos, la ofensiva contra la corrupción mediante la operación Lava Jato tampoco ha sido una clara señal de regeneración. El sistema judicial y la policía distan de ser insospechables de corrupción, intereses políticos y vínculos con el poder económico; los procedimientos de esa ofensiva han incluido el abundante recurso a “delatores premiados” (cuya motivación no tiene por qué ser la búsqueda de la verdad y la justicia); y es alarmante la frecuencia de las filtraciones a los medios de comunicación, que azuzan verdaderos linchamientos sin el debido proceso.
En ese pavoroso contexto, está a la vista que el Partido de los Trabajadores —ganador de cuatro elecciones presidenciales consecutivas desde 2002, pero que nunca estuvo ni cerca de contar con mayoría parlamentaria propia— incorporó muchos de los vicios estructurales de la política brasileña, desde los compromisos con sectores muy distantes de su programa hasta la compra de aliados y la venta de favores. Es posible que cierto número de sus dirigentes haya pensado que resultaba inevitable hacerlo para poner en práctica políticas progresistas, y que el fin justificaba los medios, pero aunque eso haya ocurrido, es un hecho que hubo casos de corrupción sin coartadas ideológicas (y varios de ellos llevaron a que la ex presidenta Dilma Rousseff destituyera ministros).
Desde la izquierda, la pregunta central no es si el PT logrará salir de la ciénaga menos sucio que otros partidos y con chance de recuperar la presidencia, sino en qué medida revisará su actuación y buscará corregirla.