El fiscal Gustavo Zubía es entrevistado con frecuencia por los medios de comunicación uruguayos, y probablemente una de las causas es que sus opiniones y el estilo con que las expresa facilitan el logro de titulares y notas que atraen el interés del público. Tiene una infatigable inclinación por el proselitismo y aboga por mayor severidad en el “combate a la delincuencia”. El jueves 4, durante una entrevista en La Mañana del Espectador, Zubía expuso una vez más sus puntos de vista en la materia, y sostuvo entre otras cosas que “la cárcel es un castigo”. Como descripción de la realidad, lo que afirmó es indudablemente cierto; pero es falso que, como arguyó el fiscal, la cárcel debe ser un lugar de castigo porque la Constitución así lo establece en su artículo 26.
Ese artículo dice que “en ningún caso se permitirá que las cárceles sirvan para mortificar, y sí sólo para asegurar a los procesados y penados, persiguiendo su reeducación, la aptitud para el trabajo y la profilaxis del delito”. Según Zubía, esto significa que la función de las prisiones es “sólo […] asegurar a los procesados y penados” (o, sea, asegurar que permanezcan privados de su libertad, en lo cual reside, según dijo, el castigo), y que lo que viene después es solamente una expresión de deseos que se deben “perseguir”, pero no que no es obligatorio alcanzar.
Hay un deseo que corresponde no sólo perseguir sino también alcanzar: que quienes se dedican en forma profesional a tareas relacionadas con la aplicación de las leyes comprendan bien el idioma español, ya que interpretar con precisión lo que está escrito en las normas (y muy especialmente en la Constitución de la República) es indispensable para su labor. “Persiguiendo” es un gerundio, y el gerundio expresa una “acción simultánea o anterior a la del verbo principal”: por lo tanto, el artículo 26 de la Constitución dice que las cárceles deben servir —obvio— para que los presos no se escapen de ellas, y al mismo tiempo para volver a educarlos, capacitarlos laboralmente y desarrollar con ellos tareas de prevención, a fin de que no reincidan.
Lo grave no es que Zubía se haya puesto en ridículo con una burrada, sino que su interpretación errónea reafirme, en muchas personas (lo dijo un fiscal formado en Derecho, con la Constitución en la mano), ideas tan reaccionarias como inútiles. Él, a su vez, alega que para entender cuál debe ser la finalidad de las prisiones hay que “preguntarle al ciudadano común qué es lo que quiere”, y así se cierra el círculo.
Con su falsa lectura del texto constitucional, Zubía le atribuyó la infeliz idea de que “la sanción educa”. Pero el castigo, por si sólo, no educa: puede condicionar una conducta, como sucede en determinados experimentos con animales, pero los humanos somos más complejos, y a menudo el castigo nos vuelve peores. Pese a lo que piensa el fiscal Zubía, parece poco probable que sancionarlo por sus errores pueda lograr que cambie. La única esperanza que queda —débil pero irrenunciable— es que sea posible educarlo, persiguiendo su comprensión de que los presos son, antes que delincuentes, seres humanos.