En estos días, a las autoridades del Centro Militar se les ocurrió realizar un homenaje a Gregorio Álvarez, quien, como es de público conocimiento, desempeñó un papel muy destacado en la preparación y la ejecución del golpe de Estado de 1973, fue una figura central de la dictadura, que encabezó formalmente de 1981 a 1985, y murió en diciembre del año pasado, tras pasar diez años preso por algunas de sus responsabilidades en el terrorismo de Estado.
Luego de diversas gestiones disuasivas, entre ellas la del comandante en jefe del Ejército, Guido Manini –que además prohibió a sus subordinados la asistencia al proyectado homenaje–, quedó sin efecto la convocatoria, aunque ya se habían distribuido invitaciones. De todos modos, el episodio merece una reflexión.
El Centro Militar es, paradójicamente, una asociación civil, pero se trata de una muy peculiar. Entre sus socios no sólo hay oficiales retirados, sino también otros en actividad, a quienes la Constitución prohíbe, bajo pena de destitución, cualquier acto público o privado de carácter político, salvo el voto. Esto determina —o debería determinar— qué tipo de actividades y pronunciamientos puede realizar el Centro, y si bien sus estatutos establecen que debe defender a sus afiliados “frente a cualquier agravio que se les infiera”, también dicen que está entre sus fines fomentar “la conciencia democrática y demás ideales cívicos”.
Más allá de lo formal, no es ningún misterio que desde comienzos de los años 70 predominan en la institución, fundada en 1903, posiciones antidemocráticas, que cada tanto se manifiestan en la reivindicación de la dictadura y el mantenimiento de una actitud hostil hacia la izquierda “subversiva”. Es bastante lógico que así sea, porque entre los socios del Centro hay —y seguirá habiendo hasta que los ciclos vitales se cumplan— muchos oficiales retirados que estuvieron profundamente comprometidos con el proceso dictatorial, y también porque hace muchos años ya que los afiliados más sensatos desistieron de discrepar en público con los viejos energúmenos.
Sin embargo, la idea de homenajear a Álvarez (“víctima de la guerra psico-política desarrollada por el terrorismo internacional, al cumplirse seis meses de su fallecimiento en cautiverio”, decía la invitación) batió récords de brutalidad. Y no sólo por el prontuario del difunto, que fue singularmente odiado y simbolizó lo peor de la dictadura, sino también porque entre los propios militares de aquel período el Goyo fue una figura resistida e incluso despreciada, por motivos que los socios veteranos del Centro conocen muy bien.
Además, como advirtió el ex presidente Julio María Sanguinetti (un amigo de fierro), en momentos en que los militares tratan de mantener sus beneficios jubilatorios especiales, con viento en contra de la opinión pública, “salir a reivindicar a la figura más rechazada de la dictadura es algo así como un intento suicida”.
Los golpistas uruguayos nunca se caracterizaron por su astucia política, pero esto es inaudito. Cantaba Zitarrosa que “los milicos no son bobos, aunque sirvan para todo”. Sin embargo, a la vista está que hay excepciones.