Es casi un lugar común vincular la innovación y desarrollo tecnológico con el futuro del trabajo como si se tratara de una relación automática de causa/efecto. De criticar y desmontar ese automatismo trata esta nota, en tanto nuestra hipótesis es que ese binomio tecnología/futuro del trabajo se apoya en tres determinismos total o parcialmente falaces.

1.

El primer determinismo consiste en considerar a la tecnología como un factor novísimo de cambio radical, una “disrupción” –el término se ha puesto de moda– que modifica definitivamente los modos de trabajar y de organizar el trabajo, de tal forma que hace inconsistentes y obsoletas todas las nociones y regulaciones previas que se construyeron en el curso de las relaciones de producción vigentes hasta ahora. Toda la estructura normativa que reglamenta el trabajo debería confinarse en algún museo de la revolución industrial por su inadecuación a un tiempo signado por las aplicaciones, el teletrabajo y los contratos puntuales para trabajos esporádicos. Algunos nos explican que se trata del fin del trabajo o del fin de la dependencia laboral.

Sin embargo, estrictamente, la tecnología aplicada al trabajo no es novedad alguna.

Muy por el contrario, el maridaje tecnología/trabajo es parte de la historia del industrialismo, en tanto el sistema taylorista (“científico”) constituye el paradigma de la conformación más tradicional de la empresa capitalista. Su introducción modificó las relaciones laborales y generó diversas respuestas desde los ámbitos del sindicalismo (un cierto tipo de organización, de negociación colectiva y de huelga), del Estado (regulación de la duración del trabajo, de las condiciones de salud y seguridad, del salario mínimo, etc) y del espacio internacional (surgimiento de la OIT para evitar que la desigualdad ponga en riesgo la paz universal, como reza su Constitución contenida en el capítulo XIII del Tratado de Versalles).

El desarrollo de la producción de bienes y servicios se sustentó en la creciente aplicación de la ciencia y la tecnología en equipos y en organización del trabajo merced a una red de relaciones que se tejió entre las fábricas y los laboratorios desde mediados del siglo XIX.

Estrictamente, la tecnología aplicada al trabajo no es novedad alguna.

En definitiva, la irrupción de la tecnología en el campo del trabajo humano no significa un cambio “copernicano” sino que es un episodio más de un impulso natural del sistema, en que “todo lo sólido se desvanece en el aire”. Los efectos de esas transformaciones siempre fueron rápidamente asimilados y direccionados normativamente en clave de protección de la persona que trabaja.

2.

Esto nos conduce a un segundo determinismo presente en el actual debate sobre el futuro del trabajo, como es que la implantación de las nuevas tecnologías demanda que deba prescindirse de todo condicionamiento reglamentario para que encuentren de esa manera un entorno propicio para su progreso. La estrategia de muchos emprendimientos de reciente aparición en nuestro medio radica justamente en desconocer toda reglamentación preexistente.

El sindicalismo encuentra dificultades para enfrentar la coyuntura (como si hiciera suya la sentencia borgeana: “le tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos en que vivir”) y el Estado parece retraerse y aceptar la lógica de un determinismo que postula la desregulación y reclama mayores libertades para desatar mejores niveles de competitividad. Ejemplo de ello parece ser el art. 731 de la ley N° 19.355, que atribuye a las aplicaciones en el transporte de pasajeros la naturaleza de empresas de intermediación, lo que las hace quedar al margen de toda reglamentación y responsabilidad en referencia a la auténtica y finalística actividad que realizan, como es el transporte. Se desconoce así el elemental criterio de realidad que delata que la función que cumplen estas aplicaciones tiene relación con el negocio del transporte de personas, y no con la improbable labor de concertar un inexistente acuerdo entre el prestador del servicio y el usuario.

Es necesario recordar que la tecnología no es buena conductora del devenir de las sociedades. Liberada de los controles y dejada al albur de su evolución, ha sido severamente juzgada luego de los desmanes de su utilización en los conflictos armados a partir de la segunda guerra mundial. La cinematografía ha señalado también los excesos y riesgos de quedar expuestos al gobierno tecnológico, como ocurre con la rebeldía criminal de la computadora HAL 9000 en 2001, Odisea del Espacio o la pretensión autonomista de los replicantes de Blade Runner al punto de dudarse si el mismo detective que persigue a los robots de apariencia humana que deben ser desactivados no es él mismo un artefacto, confundiéndose todo donde no termina por distinguirse lo auténticamente humano de lo perfectamente científico.

La tecnología aplicada al trabajo debe ser enmarcada por la política laboral, casi al uso de lo que Asimov predicaba como “leyes de la robótica” cuando dictaba que “1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no esté en conflicto con la primera o segunda Ley”. Bien mirada, la propuesta del escritor ruso no es otra cosa que el reclamo de una normativa que reubique a la persona en el papel protagónico que le cabe en un mundo (productivo) robotizado.

3.

Finalmente, el tercer determinismo objeto de estos comentarios es más general, y tiene que ver con el encare que se da al discurso mismo sobre el futuro del trabajo. En concreto, parecería que el único abordaje posible del tema es a través de la incidencia de la tecnología en el trabajo.

Sin embargo, y como suele suceder, las cosas son bastante más complejas. El principal documento sobre el Futuro del Trabajo, producido por el director general de la OIT, Guy Ryder, titulado “La iniciativa del centenario sobre el futuro del trabajo”, contextualiza y enfoca la cuestión desde perspectivas que habilitan una mayor comprensión de la temática.

La “Iniciativa del centenario” plantea el debate con base en cuatro “conversaciones”, término que permite una adecuada apertura y confluencia de aportes desde las diversas disciplinas que tienen que ver con el trabajo. En el primero de ellos, “trabajo y sociedad”, se reflexiona sobre la función de este en la presente etapa histórica; el segundo, “trabajo y organización del trabajo” trata sobre el reto de los cambios en curso donde da cabida, entre otros, a la tecnología; en “futuro del trabajo y trabajo decente” recuerda la importancia de la protección y el fomento de los derechos fundamentales de los trabajadores, y en el último, “gobernanza del trabajo”, refiere a la participación de trabajadores y empleadores en las decisiones que afectan sus intereses y a las contribuciones que pueden hacer como actores de las relaciones laborales.

Los tres determinismos tecnológicos sobre el futuro del trabajo reducen y empobrecen el debate, y si fuéramos desconfiados o partidarios de las teorías conspirativas diríamos que se trata de una estrategia más o menos hábil para obtener márgenes más amplios de libertad de mercado, todo lo cual no tendría nada de novedoso e innovador.