Durante diez años formé parte del equipo de historiadores que llevó adelante las investigaciones sobre detenidos desaparecidos y asesinados políticos por responsabilidad del Estado. Podría decirse que el equipo tuvo un acceso privilegiado a determinados fondos documentales, ya que se trabajaba bajo el régimen de confidencialidad al tiempo que la investigación se enmarcaba dentro de Presidencia República en convenio con la Universidad de la República.
Fue en ese contexto que tuve mi primer acercamiento a la documentación que se califica de “sensible”. Si bien consultamos diversos archivos y fondos documentales, los más reveladores fueron aquellos producidos por los organismos de inteligencia del Estado uruguayo. Se trataba de diversos informes, fichas personales, actas de interrogatorios elaborados y difundidos por estos organismos. El objetivo de la revisión de esos documentos se orientaba a la reconstrucción de los operativos represivos que provocaron la desaparición o muerte de cientos de uruguayos, así como la confección de fichas personales que pudieran recuperar la trayectoria biográfica de la víctima y los caminos que se gestaron en torno a la búsqueda de verdad y justicia.
El acceso que tuvimos a lo que hoy se ha popularizado como el “archivo Berrutti” fueron los rollos que nos entregaron en formato de DVD y que contenían información sobre detenidos desaparecidos; en dichos casos eran informes que ya habíamos visto en el archivo de la DNII y que solían ser distribuidos entre distintos organismos militares y policiales. La novedad, en nuestro caso, fueron las fichas patronímicas o prontuarios confeccionados por el SID y por OCOA. No accedimos a todos los rollos, que quedaron en manos del Archivo General de la Nación; por lo tanto, en mi caso, desconocía los documentos que fueron difundidos por el semanario Brecha.
No es el asunto de esta nota dar cuenta de los criterios de trabajo que se desarrollaron para poder procesar la información y para poder divulgar documentación. Pero este se realizó teniendo presente el cuidado de datos nominativos y la normativa vigente. De todas formas, el acceso del equipo de historiadores a distintos fondos documentales ha sido objeto de críticas y polémicas, y más allá de la posición que cada uno pueda tener frente a este asunto, lo que se pone en el centro de la escena es la problemática que genera el acceso y la información que contienen los “archivos sensibles”.
La cuestión es que las condiciones, formas y criterios de acceso a la documentación sensible han sido objeto de diversos seminarios, encuentros, debates. Han opinado archiveros, historiadores, cientistas sociales, políticos, periodistas, agentes de la sociedad civil, víctimas de la represión. Se han promovido diversas instancias de discusión para llegar a consensos o criterios comunes. Sin ir más lejos, a fines del año pasado se realizó el seminario “Archivos y derechos humanos: aportes para las buenas prácticas”, con el objetivo de realizar una puesta a punto de la situación de los archivos y poner sobre la mesa, nuevamente, la discusión en torno al acceso a la documentación sensible en aras de lograr consensos que permitieran elaborar un protocolo nacional de acceso a la información. El seminario finalizó sin que esto pudiera ser posible, dando cuenta de las dificultades que representa este asunto y de las múltiples posiciones que existen al respecto.
De todas formas, más allá de mi opinión personal, existen organismos y leyes que se encargan de controlar la documentación y de determinar su accesibilidad. Y ellos deberán pronunciarse –o no– con respecto a este nuevo escenario que se abre frente a la divulgación masiva de documentos.
Qué control
Uno de las primeros interrogantes que se me plantean cuando veo “los rollos del MDN” colgados en la web, es cómo fue que se accedió a esa información. Porque más allá del impacto que genera el contenido, no puedo dejar de pensar en cómo alguien pudo atravesar la vigilancia de los “custodios del pasado” para obtener copias de esos rollos casi sagrados. No se trata de que se revele la fuente, se trata de que los criterios de seguridad que se suponían que existían en torno a determinada documentación han fallado.
Quizás esto sea una oportunidad para replantearnos, una vez más, pero en otro escenario, cómo podemos acceder todos a esa información. Porque el acceso, si se piensa como tal y en términos de democratizar la información, no puede darse a través de un medio de prensa y por medio de la voluntad de un periodista, y sin ningún tipo de criterio ni cuidado. Es eso último lo que me hace ruido y me conduce a pensar en que se trató de una práctica irresponsable.
Estoy convencida de que los archivos del Estado deben estar a disposición de los ciudadanos, y en muchos casos bajo la órbita de organismos que no sean los productores de dicha información. Si ya existen criterios legales que indican cuándo se puede hacer pública una documentación estatal y que establecen normas para el cuidado nominativo de los implicados, es hora de hacerlas cumplir. Y si están mal y obstaculizan, demos la discusión cuántas veces sean necesarias para modificarlas.
Hacer accesible una información no es simplemente “colgar” miles y miles de documentos en la web. El exceso de información sin un ordenamiento primario, sin una mínima precaución sobre qué y cómo se hace disponible no significa democratizar nada.
¿Para qué se han discutido leyes, condiciones de acceso, etcétera, si simplemente alcanza con difundir masivamente los documentos? ¿Por qué no lo hemos hecho antes, entonces? Todos los que accedimos, de una forma u otra, a este tipo de documentación, ¿por qué no la difundimos masivamente? Si aplaudimos esta práctica de divulgación, ¿qué nos pasó antes?
Varios hilos parecen cruzarse en esta madeja. En primer lugar, creo que hay un acuerdo medianamente consensuado acerca de que deben existir políticas claras para el acceso a la información. Que en el caso de aquella documentación considerada sensible debe generarse un equilibrio entre el derecho a su acceso y la protección de las personas involucradas. Que no se trata de un tema sencillo, pues no se han logrado acuerdos que permitan la elaboración de un protocolo general entre las diversas instituciones interesadas e involucradas.
O sea que se trata un problema que, hasta el momento, ninguno de los actores involucrados ha logrado resolver de una forma transparente y mucho menos que satisfaga a todos.
La vida de los otros
Otra cosa es lo que develan los documentos que fueron publicados. No sé si es una novedad, pero queda al descubierto cómo la red de vigilancia y control de la dictadura siguió operando en tiempos de democracia, y cómo debe seguir operando ahora, de forma más fluida, quizás, gracias a las tecnologías digitales y las redes sociales.
Estamos vigilados. No es una sorpresa. No sólo los sistemas totalitarios tienen la pretensión de poder absoluto sobre sus ciudadanos-súbditos. Nos dejamos vigilar, claro. Pero el asunto no es ese, no es descubrir que somos vigilados. Es constatar que quien nos vigilaba era un espía, era un infiltrado, era parte de la policía secreta. Era mi compañero, mi amiga, mi tío, era mi prima o aquel tipo que seducía a la audiencia con su encendido discurso. Estaba a mi lado, yo le di información. Y era un espía. Era un espía en democracia, ese era su trabajo, el tráfico de información.
Y estos documentos nos permiten espiar nuevamente a la víctima. Es abrir la puerta de “la vida de los otros”, es leer la vida privada ventilada en un documento perdido entre miles de documentos. Y ahí me surge la pregunta sobre si eso aporta. ¿A quién le aporta? ¿Este es un camino para acercarse a la “verdad”? ¿Qué verdad?
Podría revisarse todo el proceso que se llevó adelante con el archivo de la Stasi alemana. En dicha experiencia hay líneas interesantes de trabajo que pueden orientarnos sobre cómo trabajar con el desmantelamiento del espionaje estatal, sobre cómo proteger a las víctimas.
No me queda claro si la divulgación de esta documentación en las condiciones en que se realizó es democratizar la información, si es hacer accesible algo. No me queda claro si eso nos ayuda a avanzar en el conocimiento. No lo sé.
Insisto, los documentos deben ser públicos. Se deben buscar los mecanismos y protocolos para asegurar el acceso, pero también la protección de quienes fueron y vuelven a ser víctimas. Y para eso se ha legislado, mal o bien, pero existe normativa. Podemos eludirla claro, pero el tema es para qué.
Carla Larrobla