Están los hechos y están los intentos de construir un relato que les dé sentido a esos hechos. Hay problemas –diversos y de distinta gravedad– para parte de los sectores vinculados con la producción agropecuaria, y hay grupos autoconvocados de Whatsapp en los que participan personas afectadas directamente por esos problemas, otras que no tanto, y otras que se dedican ante todo a dar manija política para construir un relato. Hay una reunión prevista de autoconvocados, un grupo que trata de preparar una plataforma de demandas para que se vote en esa reunión, y gremiales tradicionales del sector que balconean la situación, haciendo equilibrio entre la posibilidad de fortalecerse con las protestas y la de ser superadas por ellas. Hay, también, unos cuantos que se postulan como relatores de todo lo anterior.

En Argentina, durante el gobierno de Cristina Fernández, los partidos opositores a menudo no estuvieron en la primera fila de la confrontación, aunque luego cosecharan sus resultados. Ese papel lo desempeñaron grandes sectores empresariales, a veces “del campo” y a veces de los medios de comunicación. Aquí tenemos sustitutos de sustitutos: quienes encabezan las protestas no son los partidos, pero tampoco las grandes gremiales. Y además hay quienes, por el costado de los partidos, de las gremiales y de los autoconvocados, proponen un programa “del campo” que nadie levantó todavía formalmente, pero que se va convirtiendo en un eje de la discusión. El relato de estos comentaristas interesados es notoria y excesivamente simple: 1) los sufridos productores generan la riqueza; 2) el Estado les quita una parte desmedida de ella y la malgasta; 3) la solución, siempre, es “bajar el costo del Estado”, mediante el recorte de políticas sociales y otras medidas que nunca se detallan mucho. Aparte de que aumente el precio del dólar, se licúen las deudas del sector agropecuario, se subsidien sus gastos en energía y combustible, y se le rebaje la contribución inmobiliaria, todo lo cual representa, por supuesto, pérdidas para el Estado (pero eso no importa, porque la idea es que este haga lo menos posible).

El presidente de la Asociación Rural, Pablo Zerbino, dijo el lunes a Radio Uruguay que, ahora que “la bonanza se terminó”, las políticas sociales “nos están complicando” (no sabemos si ese “nosotros” se refería a la gremial que conduce, “al campo” o al país: a menudo, en este tipo de discurso, las tres cosas se confunden). A Guillermo Sicardi, columnista del semanario Búsqueda, no le parece suficiente. El jueves se quejó de que, “salvo algunas voces aisladas (y nunca persistentes), ninguna asociación empresarial ni partido político de la ‘oposición’ ha pedido que despidan a miles de empleados públicos” ni que “cierren definitivamente las empresas públicas, antro de clientelismo y cobro de impuestos encubiertos”.

Desde el punto de vista estratégico (y más allá de que haya que buscar soluciones a las dificultades de la coyuntura), ese relato no cierra. En todo el mundo hay una sostenida tendencia a que la población se concentre en las ciudades; el desarrollo productivo, que para ser competitivo debe incorporar cada vez más conocimiento, requiere integración social y potentes políticas públicas (salvo que se apueste a eliminar “gente que sobra”). El país se salva con todos.