Concluye el primer turno de la campaña electoral en Brasil. Las últimas semanas se volvieron un momento propicio para analizar el resurgir del fascismo como expresión política, en un contexto de polarización inédita pero no inesperada, dado que Brasil es una sociedad centrada en la desigualdad. Desde diferentes lugares teóricos se discute acerca de la adhesión que genera la candidatura de Jair Bolsonaro, aplicando –o cuestionando– un paralelismo con relación a los movimientos fascistas de otros contextos históricos. No hay mucho para agregar a un debate pertinente en sí mismo y aplicado a un hecho clave para la región y el mundo, como son las elecciones de Brasil.
Entrevistado por la revista digital brasilera Nexo, Lawrence Rosenthal, director del Centro Berkeley de Estudios sobre la Derecha de la Universidad de California, afirmó recientemente que “estamos viendo el ascenso de un emprendimiento populista internacional de carácter autoritario”, del cual Bolsonaro sería la expresión en Brasil. Más allá de algunos nombres que se repiten y de actores jugando al play global con experimentos neoconservadores de derecha de distinto pelaje, no parece suficiente planteado de ese modo.
Es necesario sacar aprendizajes urgentes de lo que está sucediendo en Brasil. La candidatura de Bolsonaro no es tan preocupante como el engendro que representa. Entiéndase bien esto: los millones de votantes que tendrá Bolsonaro en el primer y segundo turno electoral no son fascistas, ni se trata en su totalidad de personas de intolerancia extrema, militante, hacia mujeres, pobres, moradores de favelas, personas LGBT, agricultores, pueblos indígenas o sindicalistas. Como opción electoral, Bolsonaro está navegando una ola que es mucho mayor que el candidato, que viene de muy atrás y que cobra impulso con un conjunto de conflictos sociales y malestar que van más allá de –y no serán resueltos por– una elección presidencial.
Bolsonaro no controla ni conduce al bolsonarismo. ¿De dónde saca su proyección este “movimiento”, entonces? Ese engendro, “plan, designio u obra intelectual mal concebidos”, no resulta de un clamor popular o de la acción espontánea de millones de personas. Por el contrario, es resultado de una planificación cuidadosa, de escritorio, en la cual aquellos que verdaderamente llevan las camisas negras, actores con poder real, abrieron compuertas a la violencia política, mediática y judicial. Esos sectores no vieron recortado su poder durante los gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT), y señalar esto no equivale a caer en el fenómeno extendido del antipetismo que exhibe incluso alguna parte de las izquierdas, en Brasil y en la región.
Sus manifestaciones principales son la resignificación de la violencia política, el relativismo democrático y la reacción contra la aspiración igualitaria, de reconocimiento identitario y avances en derechos.
El polo conservador activado tras la candidatura de Bolsonaro no es homogéneo. Algunos de sus sectores más organizados provocaron un repunte de agresiones políticas selectivas. Sectorialmente, se movilizaron cuadrillas de matonismo político y social, conectadas a tareas propias de guerra sucia contra la militancia social y política de izquierda. Violencia política en una sociedad extremadamente desigual como la brasileña siempre existió, pero el modo instalado luego del impeachment a Dilma Rousseff, con la muerte de diez militantes Sin Tierra en Pará en mayo de 2017 hasta el asesinato de Marielle Franco y Anderson Gómes en marzo de este año, habla de un ciclo específico de agresión.
Por su lado doctrinario, el desprecio por el balance democrático no es un atributo sólo del Bolsonaro candidato, que carga mucho más su discurso sobre el polo del ejercicio autoritario acompañado de verborragia militarizada. Ya el candidato de la “centro-derecha democrática”, Aécio Neves, pretendió desconocer el resultado de las urnas cuando perdió la segunda vuelta con Dilma en 2014. Incluso llamó a recontar votos y pidió la anulación de la fórmula Rousseff-Temer. Es decir, el relativismo democrático no es algo que se le pueda asignar solamente a candidaturas heterodoxas como la de Bolsonaro, sino que también viene estando presente en políticos liberales que no responden hoy por ninguna causa por haberse activado contra el consenso de la democracia. Lo nuevo es que ya no le responden las urnas, dado que el candidato del PSDB –histórico bastión de la derecha “responsable” en Brasil– no supera el 10% de la intención de voto. El invento terminó por desterrar a los inventores.
Análisis aparte requiere el posicionamiento de los “nuevos sectores medios”. Se trata de un contingente poblacional significativo, estimado en 40 millones de personas que pasaron a ser consideradas de “clase media” entre 2003 y 2011. La reacción de estos sectores ante el igualitarismo y las luchas de reconocimiento identitario de derechos humanos es el otro componente que está siendo hábilmente agitado en la dirección de Bolsonaro. En ello juega un papel importante el sector evangélico empresarial, pero es quizás el terreno que más tiene que ver con una ausencia de táctica adecuada desde la izquierda. Si en los terrenos de la violencia fáctica y del desprecio democrático de los exponentes de la derecha la izquierda no tiene cómo interceder activamente más que desde el rechazo sistémico y el aislamiento de los extremistas, en el campo de la disputa subjetiva de la sociedad sí tiene mucho para cuestionarse y ajustar tácticamente.
Es por ello que la izquierda tiene mucho más para decir acerca de este fenómeno que la propia derecha. Es un error pensar que solamente con la unión de sectores atacados por el misógino, homófobo y racista Bolsonaro se cerraría el paso a su eventual presidencia. Eso es necesario pero no suficiente, porque las razones para que una candidatura de extrema derecha como la de Bolsonaro prospere en las magnitudes planteadas hasta aquí tuvieron que ir atadas de antemano a un abandono extendido del trabajo de concientización política por parte de las organizaciones populares de la izquierda. Y la politización de la sociedad –en términos reales– no se desarrolla desde los extremos o desde los planteos de máxima, sino desde lo cotidiano del mundo de la vida.
El repunte de Bolsonaro en las encuestas de esta semana se produce luego de las movilizaciones –masivas para la izquierda, pero no para el conjunto de la sociedad brasileña–, fundamentalmente en el voto femenino de sectores de ingreso medio. Lo que revelan algunos resultados de grupos de discusión realizados entre jóvenes votantes de Bolsonaro de sectores de media y baja renta es que no necesariamente se estima como positivo el período de la dictadura militar (1965-1984), pero sí enfatizan la importancia de su discurso de “poner orden” ante situaciones que enfrentan a diario, como la humillación de verse desprotegidos ante robos y el empoderamiento de mujeres jóvenes que rechazan el destrato habitual al que se ven sometidas y que “incluso muchas ya se definen como feministas militantes”. Ante lo que experimentan como una fuerte desestructuración, la disciplina, el orden y la autoridad son los atributos que quieren imponer al votar a Bolsonaro.
Los procesos electorales tienen dinámicas propias, acotadas a tiempos muy precisos y a recursos disponibles, sobre todo desde el plano simbólico. Enfrentar al bolsonarismo con la potente idea de una disputa entre “democracia o barbarie” no tiene que traducirse necesariamente en la creación de un frente “antifascista” que logre derrotar a Bolsonaro. No se resuelven en un par de meses las dificultades arrastradas durante varios años. Los proyectos de las izquierdas, tanto la que estuvo en el gobierno hasta el desplazamiento de Dilma como la que estaba en oposición a su gobierno, fueron derrotados políticamente por el polo conservador. Para lograr eso, este polo trabajó fuertemente para impedir que millones de personas que no componen el sector más rico de la población se movilizaran para defender la democracia. ¿Por qué habrían de movilizarse ahora para derrotar a Bolsonaro?
Si hay algo que unifica a la mayor porción de los sectores populares de la sociedad brasileña es el liderazgo de Lula, pero Lula no es candidato a presidente este domingo. Tampoco será suficiente manifestarse por #EleNão. Aunque es improbable que Bolsonaro gane en primera vuelta, no es imposible –como parecía hace dos meses atrás– que gane en la segunda. Los que llevan las camisas negras, operadores con poder real, “los mercados”, los empresariados de la minería y el agronegocio, las “industriales de la fe” y una parte considerable del oligopolio mediático están poniendo todo su capital disponible para que gane Bolsonaro. No es un descarte, es una opción asumida, y eso incluye cubrir los costos de esa decisión en términos democráticos, institucionales. Por eso hoy no tiene sentido alertar sobre los riesgos para la democracia entre los no democráticos que trabajaron frenéticamente para que el PT no vuelva a ser gobierno. Pero si no gana Bolsonaro, igualmente habrá que tratar con el bolsonarismo e intentar desactivar aquello que lo moviliza, derrotar el proyecto de los que llevan las camisas negras.
Sebastián Valdomir es sociólogo.