A partir de un artículo publicado el 8 de diciembre de 2018 en El Observador parecería haber surgido una voluntad revisionista sobre el pasado reciente. En ese contexto, nos pareció interesante ofrecer la perspectiva de otra investigación, realizada en el Instituto de Educación de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, entre 2005 y 2006, titulada “Las formas de gobierno de la pobreza en el Uruguay de la agudización de la crisis. 2002-2004”,1 puesto que lo que hoy parece una novedad, es decir, la discusión sobre la falsedad de la noticia en cuestión, habría sido demostrada hace más de diez años. Pero ese no era el principal asunto que estaba en cuestión; lo fundamental en la investigación era analizar qué era lo que se había “roto” a partir de la crisis.

La preocupación en esa oportunidad, dada la cercanía de la catástrofe económica y social que significó la crisis, era analizar la forma en que había impactado en los discursos sobre la educación y la infancia. Mediante el análisis de la prensa, nos concentramos en la crónica escrita por una periodista de La República, Andrea Charquero, que informaba que en la escuela 128, del barrio Conciliación, “los fines de semana, cuando el comedor está cerrado, los niños comen pasto”. Esta cobertura fue hecha durante dos días seguidos: 29 y 30 de julio de 2002, un día antes de se produjeran los saqueos. No fue levantada por ningún otro medio de prensa escrita nacional, aunque sí fue registrada por varias agencias de noticias internacionales.2

Su aparición es inmediatamente anterior a los saqueos que conmovieron a la opinión pública. No obstante, no resultaba menos “inimaginable” y, al mismo tiempo, difícilmente atribuible a la acción intencional de otros “agentes extraños”, como el “pequeño Bin Laden”, que según el ministro del Interior de la época, Guillermo Stirling, habría estado detrás de los saqueos. La noticia conmocionó porque confrontó a los uruguayos con el dramatismo de la situación que estarían viviendo otros uruguayos, al mismo tiempo que cuestionaba nuestras representaciones como sociedad excepcional.

Nuestra forma o “estilo de vida”, según Stirling, eran amenazados por los saqueos; pero también por la caída de los “mitos” que los sostenían. Creemos que la posibilidad de que la noticia haya sido levantada por la prensa tiene que ver con la ruptura en el imaginario de cierta de representación de sociedad que estaba siendo puesta en cuestión. La circulación de la noticia no tendría tanto que ver con su veracidad sino con mecanismos que la vuelven verosímil en ese momento, es decir, la posibilidad de que la noticia sea recepcionada.

Y esta clave de comprensión, que plantea Emilio de Ípola en Ideología y discurso populista, nos parece que contribuye a romper la dicotomía en la cual quedaron atrapados la mayoría de los discursos que buscaron explicar la crisis y la irrupción de los saqueos, los cuales oscilaron entre el reconocimiento de un cierto “espontaneísmo” y la intervención intencional de actores calificados de “terroristas”. Esta dualidad difícilmente pueda aplicarse para explicar el comportamiento extremo de niños siendo alimentados con pasto por sus padres. Y no resulta menos desestructurante de las representaciones de “nuestro estilo de vida” que los saqueos.

Importa destacar que el teatro donde se desarrolla la noticia es una escuela. Y es precisamente en una escuela ubicada en un “contexto crítico”, donde podemos encontrar algunas pistas de cómo se articulan educación y pobreza. Allí nos encontramos con que la “escuela de contexto crítico” no es sólo una escuela común ubicada en un barrio pobre, sino que tendría algunos atributos que le serían propios.

“Escuelas de contexto crítico” y sujetos “marginales” conformaron una combinación que estaría dando cuenta de cambios profundos en las representaciones que tienen los sectores medios de la población respecto de los sujetos que asisten a “estas” escuelas.3 Lo que el discurso de la noticia deja entrever es que se estaría desarrollando en la sociedad un tipo de sujetos que serían resistentes a los procesos de educación corrientes, frente a los cuales las escuelas estarían indemnes.

Escuela... de contexto crítico

En el artículo de La República del 29/07/02 parece sumamente difícil evitar adjetivar a la escuela. No sería una común y corriente, sino que tiene ciertas características que la diferencian de otras escuelas y que la marcan de una forma particular. Dicha marca sería la pobreza.

La escuela como teatro donde lo educativo debe acontecer se transforma en el espacio mediático de una denuncia; pero la denuncia de una situación social, no educativa. Lo educativo parece haber quedado completamente diluido frente a la denuncia de lo social: “Maestras detectaron que 80 niños de la escuela comen pasto los fines de semana”, reza el título de la noticia. La apelación a las maestras opera como un recurso que otorga legitimidad a la noticia, por el sólo hecho de nombrarlas.

No obstante, cabe preguntarse por qué está noticia es denunciada desde la escuela y no desde la policlínica u otra institución. No es fácil responder la pregunta, pero podríamos adelantar que la escuela es uno de los espacios privilegiados de lo público donde se plantea la construcción del lazo social. Las otras instituciones contribuyen a sostenerlo, pero no a producirlo. Y nos parece que es precisamente en la institución en que esto se pone en juego donde irrumpe la necesidad de la denuncia. Niños comiendo pasto en el espacio destinado a la institución de lo humano se transforma en una contradicción insostenible.

“Trastornos de aprendizaje”

La situación de los niños que asistían a la escuela en el contexto de la crisis experimentó una mayor gravedad con la agudización de la crisis. Una situación se agravó: el hambre. Y las consecuencias no parecen pasar desapercibidas para los maestros.4 Lo que parece importante señalar en este caso es que las conductas agresivas no terminan por explicar el efecto que ejerce el hambre sobre los niños, sino que esta se expresa también en “trastornos de aprendizaje”.

Así planteado, parece que el modo que afecta al aprendizaje podría ser caracterizado como una suerte de enfermedad; al menos eso sugiere el término “trastorno”, utilizado en el lenguaje médico. Sería como una especie de “desnutrición” de la capacidad de aprender (de ahí el que se haya acuñado la frase “desnutridos escolares”).

La medicalización de las formas de comprender el comportamiento frente al aprendizaje alcanza su máxima expresión en los contextos críticos. Los problemas pedagógicos terminan por convertirse en problemas médicos y por esta vía se explica el fracaso de la institución y el maestro. El problema no es sólo que los niños tienen hambre y haya que darles de comer. La situación parece haber generado una nueva categoría de comportamientos patológicos escolares que sólo pueden ser abordados por especialistas.

El nuevo reclamo pedagógico, o la nueva demanda de los contextos de pobreza, es el diagnóstico. Este permite establecer si un niño está en condiciones de aprender. Sin el diagnóstico todo niño de una “escuela de contexto” es sospechoso de portar una patología o un trastorno de aprendizaje.

“Seguimiento escolar”

Frente a la situación más que anómala de “niños que se dan la cabeza contra la pared”, los vecinos y los maestros de la escuela Conciliación deciden hacer un seguimiento más exhaustivo de estos niños, a los efectos de determinar cuál es la causa de este comportamiento. Una cosa es un “trastorno de aprendizaje” o una “conducta agresiva”, y otra muy diferente un comportamiento desquiciado. “Fue así que vecinos que colaboran con la escuela y los docentes, haciendo un seguimiento de la materia fecal de estos chicos, comprobaron que más de 80 de ellos de entre cuatro y siete años comen pasto y hojas durante los fines de semana”, decía el artículo de La República.

¿Cuál es el seguimiento que se proponen hacer a estos niños en la escuela? No fueron a conversar con los padres ni les preguntaron a los niños. Algo extremo debía estar ocurriendo para que reaccionaran de este modo. Y para situaciones tan graves cualquier vecino, en nombre de los niños, se siente autorizado a intervenir. Si la única solución que cree encontrarse al problema de la seguridad en la escuela es la guardia policial, no deberían sorprender los recursos que se utilizan para el seguimiento de los niños, ni hasta dónde se lo habilita. El seguimiento de los niños del barrio Conciliación no conoce como límite ni la puerta del baño. Es digno de notar que no se haya reparado en esto. Parecería que en estos casos todo está permitido.

En esta situación es cuando aparece la radicalidad de la subordinación del discurso pedagógico al médico: los niños son sometidos en la escuela a un examen de materia fecal. No se trató de un descubrimiento azaroso; según la periodista, se hizo un seguimiento exhaustivo para comprobar aquello que no se creía. La violación de la intimidad de los niños no se consideró un obstáculo. Era necesario denunciar la situación, ponerla en evidencia del modo más crudo posible. Se buscaba impactar a la población para que esta reaccionara.

Pero en esta operación de denuncia, la escuela es absolutamente revelada en su “intimidad”. La interioridad de la escuela pretende ser expuesta aun en los espacios más privados de los sujetos. La pobreza extrema aparece hasta en el inodoro. La interioridad de la escuela es absolutamente violentada por la voluntad de denuncia de la “realidad externa”.

Violencia escolar

Frente a esta realidad , en la que la única presencia que termina por invadirlo todo es la violencia, desde la escuela se apela a la presencia de otros técnicos para desarrollar estrategias de abordaje. Aquí hace irrupción el discurso médico, fuente de legitimidad para abordar cualquier situación considerada patológica. Como ya planteábamos, el abordaje no es pedagógico sino médico, aunque, como veremos, la respuesta finalmente siempre termina siendo pedagógica.

No obstante la situación de violencia generalizada, se pretende establecer, diagnosticar, cuáles serían las causas de la violencia escolar. Esto supone la existencia de cierta especificidad de la violencia que se trasunta en la escuela que no puede ser reducida al efecto de la violencia del medio; o, mejor dicho, es necesario determinar cuáles son las causas de esta violencia para poder desarrollar acciones tendientes a reducirla y también que permitan determinar hasta dónde puede intervenir la escuela.

Aquí se reactualiza la subordinación histórica del discurso pedagógico al discurso médico, en la que el último establece los límites de intervención del primero. Esto permite una delimitación clara de responsabilidades profesionales, más allá de que el lugar de la intervención sea la escuela: “A partir de una investigación del equipo de Salud Mental del Hospital Pereira Rossell motivada por la constante violencia en la escuela 128, se constató que las mayores dificultades de la zona se centran en los niños que están en situación de calle, delincuencia, alcoholismo, incesto, violencia familiar, maltrato y desocupación que se suman a la pobreza extrema que reina en el lugar”, decía la nota periodística.

El diagnóstico parece ser claro: la violencia escolar no es producto de la “pobreza extrema”, sino que esta sería un agravante que se suma a otros. Entonces, según esta perspectiva, lo que define la situación del barrio como de contexto de crítico no sería la pobreza extrema que se expresa en el hecho de que 80 niños de la escuela comen pasto los fines de semana, sino que estaría vinculado con un conjunto de variables que serían las verdaderas causas de la violencia (escolar).

Respuesta a la situación: la educación

Es interesante ver cómo se propone abordar una situación que se considera de emergencia. En la crónica aparecen dos iniciativas: una del equipo de Salud Mental del Hospital Pereira Rossell y la otra de un grupo de padres de la escuela.

Respecto del Proyecto del Hospital Pediátrico, el equipo de Salud Mental se plantea: “El objetivo primario es instalar un Centro de Referencia de Salud Mental en la zona, además de un centro multidisciplinario donde intervendrían psicopedagogos y psiquiatras, entre otros especialistas, para encabezar talleres sobre manualidades, hábitos de higiene y actividades recreativas.”, dice el artículo periodístico.

La otra iniciativa, la que surge de un grupo de padres, se plantea que frente a la urgencia de la situación “de la escuela 128 [se] busca abrir un espacio de socialización que incluirá un comedor que por lo menos funcione los fines de semana, lo que evitaría que los chicos coman pasto”.

Dos respuestas diferentes, de actores distintos pero con una sintonía común: la respuesta ante la situación es la educación. Desde lugares diferentes se clama por revertir la situación y desde los diferentes lugares la respuesta es la misma: educar.

El problema empieza en la escuela y termina en la educación, pero la paradoja es que este final no coincide con el principio. Escuela y educación en los contextos críticos aparecen escindidas. La realidad de la escuela es la violencia, y frente a esta violencia se requiere la presencia de la educación, pero no ya aquella que desarrollan los maestros para todos los niños, sino un tipo de educación diferente. Estos niños no necesitan Matemática, Geografía o Historia, sino talleres de manualidades, recreación y aprender hábitos de higiene. Y las personas idóneas para esta tarea son técnicos especialistas en estas áreas: psicopedagogos, psiquiatras u otros especialistas. Porque en las zonas de contexto crítico la “normalidad” es lo patológico, y los maestros no están preparados para este tipo de abordaje educativo. Hasta los padres coinciden con el diagnóstico: no se necesita un comedor sino un “espacio de socialización”. Los niños o no tienen familia o con ella no aprenden nada de lo que necesitan aprender; esto en el mejor de los casos.

Esta operación pone en cuestión el sentido de la escuela para estos niños: dado que los niños de “estos barrios” no aprenden en la escuela, lo que estos niños necesitan cuando se habla de “educación” son otras cosas: como lo manifiestan los técnicos, estos niños necesitan talleres de manualidades, aprender hábitos de higiene, actividades recreativas, etcétera. No necesitan una escuela. La escuela es una institución para otros, los otros.

¿Salida?

Esta puesta en cuestión de la institución escolar no significa que la solución pensada por la mayoría de los actores en una situación considerada extrema no siga siendo la educación. La radicalidad de la escena de “niños que comen pasto”, que se vuelve verosímil en el contexto de una crisis aguda, no termina por neutralizar la eficacia simbólica que se le atribuye a la práctica educativa.

Esto nos obliga a pensar cómo es posible que a partir de una situación que se considera que pone en duda la pertenencia de los sujetos a la especie, de sujetos despojados de toda pertenencia, aun puedan ser considerados sujetos de la educación. Quizá lo que la crisis permitió explicitar son creencias básicas que sostienen a un colectivo. Compartimos la posición de De Ípola cuando plantea: “Los acontecimientos [que] ocurren en el contexto de situaciones atípicas, fuera de lo común; más precisamente, en el contexto de situaciones extrañas (e incluso ‘ominosas’ en el sentido de Unheimlich freudiano) para el participante y también para el observador [...] se prestan, pues, para sacar a luz propiedades que pasan inadvertidas en las situaciones familiares”.

La situación que se describe en el artículo estaría poniendo de relieve dos acontecimientos que, aunque parecen contrarios, están conectados. Por un lado, la fragmentación social a la que conduce la crisis produce que se cuestione la pertenencia de un grupo social como parte de una misma sociedad. Esa sociedad, que los ve como “extraños”, que los siente como una amenaza, necesita establecer mecanismos con los cuales disuadir el peligro y, al mismo tiempo, reforzar la identidad de la sociedad como un todo. En este sentido plantea De Ípola: “Una identidad colectiva, enfrentada a una amenaza que la cuestiona, reacciona y se reafirma a través de un movimiento del cual la creencia es a la vez cimiento y garante”.

No es casual que el teatro de la denuncia (de la fractura de unidad) se haga en una institución escolar, puesto que es esta la institución encargada de llevar adelante esa tarea que hace que los sujetos se sientan parte de un mundo común. De ahí que el lugar donde se denuncia sea el lugar donde pueda ser tramitada su solución. La educación, y más en particular, la escuela, es el lugar que se constituye en el cimiento y garante de la posibilidad de que la unidad de la sociedad sea posible al mismo tiempo que se denuncia su propia desaparición.

Pero cuanto más se contraponen las formas de educación de la institución escolar, más posibilidades existen de que se fragmente el proyecto de escuela pública. Y una escuela fragmentada nunca puede volver a constituirse en el terreno sobre el cual se pueda volver a cimentar el sentido de pertenencia a una sociedad en común.


  1. Coordinada por el Dr. Pablo Martinis. 

  2. La noticia que transmiten dichas agencias internacionales (AFP y Prensa Latina) se basa en el artículo publicado por La República el día anterior. Esta es una estrategia que utiliza el propio diario para reafirmar la veracidad de la noticia. 

  3. Un artículo publicado en Brecha el 09/8/02 recoge una serie de entrevistas realizadas después de los saqueos a la “gente de clase media”. A modo de muestra: “Para mí no son muertos de hambre. Un muerto de hambre no se abalanza sobre el whisky. Son gente de mal vivir”; “Si lo hicieron por hambre no van a estar sincronizando la hora”, etcétera. 

  4. “Los lunes son especiales en la escuela 128. Los maestros detectaron que muchos niños llegan a clase mareados, deprimidos, con dolor de barriga y diarreas frecuentes. Varios presentaron trastornos de aprendizaje y conductas agresivas hacia sus compañeros y hay casos en que se dan la cabeza contra la pared” (La República, 29/7/02).