Entre los problemas de la sociedad uruguaya hay algunos cuya gravedad aumenta por la resistencia a reconocer que existen, y entre estos, la alta proporción de femicidios ocupa un lugar lamentablemente destacado.

En materia de delitos violentos, ningún porcentaje es satisfactorio, pero lo que indican las estadísticas internacionales es que, mientras la tasa general de homicidios intencionales en nuestro país está en un nivel medio, la de femicidios es notoriamente alta. Se equivocan, por lo tanto, quienes alegan que no corresponde prestarle una especial atención a este tipo de crímenes porque los varones son mayoría en el total de personas asesinadas.

Esta semana mataron a tres mujeres en tres días, y por lo menos dos de los casos serán formalizados como femicidios. En el año que termina el total es, una vez más, alarmante, y a nadie se le puede ocurrir que esto nos pasa por una fatalidad sin remedio. No se trata de que un porcentaje inusualmente alto de varones sean asaltados por la misma locura y se les ocurra de improviso disponer de la vida de “sus” mujeres.

Hay causas identificables, aunque no nos guste admitirlo: indicadores de un trastorno social que debemos asumir para tener esperanzas de superarlo. Y hay factores de riesgo modificables. Por las características de esta modalidad de homicidios, las políticas preventivas son cruciales, incluyendo por supuesto las vinculadas con la promoción de cambios culturales (que en muchos casos exigen, a su vez, cambios en aspectos muy materiales, desde los laborales hasta el sistema de cuidados y un largo etcétera).

La ley integral de violencia basada en género es un avance de importancia, pero su eficacia se ve comprometida sin recursos suficientes para que se aplique (y para las diversas capacitaciones que requiere aplicarla). Lo que seguramente no sirve para combatir esta calamidad es la catarata de estupideces en redes sociales sobre “feminazis inspiradas por el marxismo social y financiadas por intereses extranjeros”.

De nada sirve sumergir el debate sobre los femicidios en un gran sancocho, junto con críticas a las alertas feministas (que, obviamente, no pueden ser por sí solas “la solución”), a las propuestas de lenguaje inclusivo y ‒ya que estamos‒ a las políticas del Ministerio de Desarrollo Social. Es fácil ver, además, que esto a menudo se debe a una mezquina intención electoralista, como si todo se debiera, de algún modo difícil de imaginar, a errores o a pura maldad de los gobiernos del Frente Amplio, y pudiera desaparecer si la oposición ganara el año que viene. Tampoco es conducente desplazar el centro de la cuestión a un incidente entre manifestantes y periodistas, que corresponde tratar por separado con seriedad, pero cuya entidad es, sin la menor duda, menor que la de decenas de asesinatos de mujeres cometidos por sus parejas o ex parejas.

Sería una enorme insensatez que, confundidos por otros conflictos, perdiéramos de vista que los femicidios configuran una real emergencia y que es nuestra responsabilidad hacerle frente, con políticas públicas vigorosas acompañadas por compromisos individuales y colectivos.