El día de hoy Emmanuel Macron tendrá entre sus manos el destino de Francia. No depende de él la solución a grandes problemas; eso nadie lo espera ya. Pero sí depende de él que la manifestación de hoy se desarrolle con tranquilidad o se convierta en un baño de sangre que deje una herida profunda en la convivencia en el país de los derechos humanos.

Cuenta la historia que María Antonieta dijo con aristocrática soberbia que si el pueblo, que estaba protestando en las calles de París, no tenía pan “bien podría comer pasteles”. Macron, con la misma soberbia, les dijo a los desempleados que eran unos haraganes sin ganas de trabajar, y que para conseguir trabajo “basta cruzar la calle”. Los pasajes de peatones se inundaron de carteles “para conseguir trabajo, cruce aquí”, y Twitter se llenó de memes de policías de tránsito con chalecos en los que podía leerse pole emploi (“agencia de empleo”). Además, mostrando una sensibilidad exquisita hacia los franceses más castigados por la vida, el presidente de Francia declaró ante cámaras durante la inauguración de Station F que “una estación es un lugar donde nos encontramos con personas que triunfan y con otras que no son nada”.

Fue poco a poco, como cuando las células de Terminator –distantes e incomunicadas unas de otras– se ponen a vibrar, a compartir información, a acercarse entre ellas, a juntarse. Todo comenzó intercambiando chistes y rabia. El aumento del gasoil fue la gota que desbordó el vaso. Unos meses antes se aumentaron los estándares del control técnico de los automóviles para sacar de circulación a los vehículos más viejos, lo que obligó a la gente a pagar de su bolsillo la renovación “ecológica” del parque automotor. Esta medida castigó muy duramente a los menos privilegiados que, sin ahorros, debieron endeudarse gravemente cuando sus autos no tuvieron más permiso de circulación. El ecologista Macron los obligó a endeudarse o quedarse sin auto aun en el medio rural, donde se trata de una herramienta de uso cotidiano para llevar a los niños a la escuela, al médico, ir al supermercado.

Sí, es en el campo profundo donde nacen los gilet jaunes, allí donde no hay metros ni buses. Y nace a partir de las mujeres. Es un nuevo paralelismo con la Revolución francesa, porque son las mujeres las primeras que sienten el descenso del poder adquisitivo, de la calidad de la educación, de la salud.

Casi al mismo tiempo Macron suprimió el impuesto a las grandes fortunas. La gente sintió que el gobierno se burlaba de ellos.

En mi pueblo de 200 personas empezaron primero cuatro o cinco, yendo a la rotonda más cercana después de dejar a los niños en la escuela. Después nos fuimos organizando para tener más regularidad, abrigo, alimentos, solidaridad. Y de pequeñas rotondas de aldea gala fuimos llegando, juntándonos con otros en grandes rotondas de ciudades más grandes, siempre rodeados por el calor de la gente, con tranquilidad, sin violencia. Se comenzaron a formar grandes filas de autos en las que la gente bajaba, saludaba, se reconocía, y si alguien se molestaba por la demora porque había algo urgente que hacer se le dejaba pasar. Cosas de vecinos.

No en todos lados fue igual, soy consciente, porque cada rincón de Francia es diferente. París es diferente. Y sobre todo el resultado es diferente cuando los CRS (antidisturbios) se empeñan en dispersar a la gente a golpes o con balas de goma.

Y no, nadie está en contra de las medidas ecológicas que el planeta necesita: se rechazan medidas con costos humanos enormes y que están más orientadas a relanzar la industria a costa del bolsillo de los más pobres que a luchar seriamente contra la contaminación.

Hoy el gobierno militariza Francia, saca a la calle carros de combate y 68.000 efectivos, 8.000 de ellos en París; el derecho a protestar contra el rey ganado con sangre en la Bastilla queda en entredicho en aras de la “seguridad nacional”.

Como si los franceses fueran retardados, un general explicó que la defensa de los monumentos, como el Arco de Triunfo (debidamente grafiteado el sábado pasado), debía hacerse aun a costa de vidas humanas porque simbolizan las libertades y la República. Así son las prioridades del primer ministro Édouard Philippe.

Han intentado todo, y le han atribuido el movimiento tanto a la extrema derecha como a la extrema izquierda. El ministro a cargo de las colectividades territoriales, Sébastien Lecornu, les dijo ayer por televisión a las mujeres de mi aldea y de toda Francia que son “enemigas de la República” y que se va a emplear contra ellas (y ellos) todo el poder de fuego para “garantizar la paz”. Hoy no va a faltar nadie.

La suspensión del impuesto que anunció el jueves el gobierno a la desesperada y desde una posición de debilidad ya no pudo salvar la situación: llegó tarde y mal. Comprendo la inquietud del ministro, porque ya no paran la rebelión de los pobres con una rebaja de cinco céntimos en el gasoil.

Ahora se abre paso la idea de tener mecanismos de democracia directa que permitan someter leyes a referéndum con el respaldo de una cantidad de firmas. Como en Uruguay, vamos.

El sábado iremos a nuestra rotonda, con los chicos, con los vecinos. A charlar también –y como siempre– de ese pequeño país tan insolentemente subversivo que hace soñar con que otro futuro es posible.

Capaz que hasta llevo el mate.