La situación política en Brasil se vuelve cada vez más preocupante y parece muy probable que empeore antes de las elecciones generales del 7 de octubre. No se trata sólo de la gravedad de los acontecimientos, sino también del clima en el que se desarrollan: si en Argentina se habla de “grieta”, la polarización brasileña es un profundo abismo. Se vuelve cada vez menor el consenso acerca de valores institucionales básicos, al tiempo que aumentan las manifestaciones de odio y los actos de violencia.

Múltiples escándalos afectan al conjunto del sistema partidario y los procesos de investigación no sólo se apoyan, de modo sustancial, en la sospechosa base de las delaciones premiadas, sino que además han creado serias dudas acerca de la independencia del Ministerio Público y el Poder Judicial. La presidenta Dilma Rousseff fue destituida –sin que se le haya probado hasta hoy nada que autorice a considerarla corrupta– por parlamentarios masivamente involucrados en las investigaciones sobre corrupción que también cercan a su sucesor Michel Temer.

En ese contexto enrarecido, ahora pasa a primer plano la violencia homicida de larga historia en Brasil (donde se cuentan por miles los asesinatos impunes de activistas sociales y políticos). El 14 de este mes mataron a Marielle Franco; dos semanas después, fue atacada a balazos la gira de campaña del ex presidente Lula da Silva. Las repercusiones de ese atentado fueron tanto o más alarmantes que el hecho mismo: los principales diarios brasileños la trataron como una noticia de importancia secundaria y destacaron opiniones de varios dirigentes políticos que, de algún modo, justificaron lo ocurrido alegando que Lula cosecha la violencia que antes sembró. Si estos fueron los dichos de líderes partidarios, los lectores pueden imaginarse con facilidad el tenor de los comentarios anónimos en redes sociales, donde lo más suave fue sostener que todo el incidente había sido fraguado por el Partido de los Trabajadores (PT) para engañar a la ciudadanía.

Todo esto no sólo enturbia el ambiente preelectoral, sino que además angosta la posibilidad de que las elecciones –sea cual fuere su resultado– alivien la tensión y faciliten una gradual reconstrucción de los puentes quemados en los últimos años.

Es obvia la importancia de lo que sucede en Brasil, desde el terreno económico hasta el simbólico, para el conjunto de la región. Quizá no sea tan evidente que, ante problemas de esta magnitud, sólo tienen motivos para alegrarse los enemigos de la democracia. De la democracia social –que comenzó a avanzar en Brasil desde 2003 con los gobiernos del PT tras siglos de exclusión– y de la democracia a secas. La frecuente presencia en las calles de quienes desean una nueva dictadura militar no es un dato pintoresco y marginal, sino un síntoma claro de lo que está en juego para Brasil y para el conjunto de América Latina.