Cada tanto, el Centro Militar (CM) da la nota con algún comunicado improcedente, violando la prohibición constitucional de que los militares en actividad –que son parte de sus socios– lleven a cabo actos públicos o privados de carácter político, salvo el voto. Esto confirma que muchos de sus demás socios, retirados que tuvieron responsabilidades en la dictadura y en el terrorismo de Estado, mantienen un peso determinante en la institución, y no han aprendido a respetar la Constitución que habían jurado defender pero quebrantaron.
Esta semana, las autoridades del CM manifestaron su disgusto ante la creación en febrero de la Fiscalía de Delitos de Lesa Humanidad, y cuesta distinguir cuál de sus argumentos fue más desatinado.
Por un lado, incursionaron en el debate jurídico sobre la pertinencia de tipificar como delitos de lesa humanidad los desmanes de la dictadura uruguaya. Poco pueden aportar respecto de esa cuestión –sobre la que han ido y venido la Suprema Corte de Justicia y muchos juristas calificados– algunas frases mal redactadas, firmadas por oficiales de improbable erudición, que además están notoriamente alineados con la parte acusada.
También opinaron que el funcionamiento de este nuevo organismo, integrado por apenas tres fiscales, le resta “recursos humanos y materiales al primer escalón de combate al delito”. No deja de ser significativo que la directiva del CM se considere competente en materia de política criminal, pero en todo caso resulta evidente que esta fiscalía especializada se ocupará de combatir delitos: una gran cantidad de delitos gravísimos que no sólo permanecen impunes desde hace décadas, sino que además han sido investigados en forma insuficiente, sin ascender siquiera el primer escalón, entre otras cosas por el silencio mafioso de personas que disponen de información al respecto (y que, sin duda, son socias del CM).
Sin embargo, las autoridades del CM afirman que “el pasado reciente” ya fue “investigado y juzgado, habiéndose procesado a más de 30 personas”, y parecen pensar que con eso fue suficiente. Ahora, alegan, “en este devenir de atrocidades”, la perseverancia en el intento de que los procesados sean más se debe al “rencor”, en el marco de “artilugios pergeñados en el Norte para ser usados en el Sur”. Así, dicen, “los individuos quedan a merced de la completa subjetividad y ansias personales del magistrado de turno” y la Justicia “se torna en herramienta de venganza”.
Cree el ladrón que todos son de su condición. Durante la dictadura –en gran medida “pergeñada en el Norte”, al igual que las demás de la región–, la llamada justicia militar funcionó como “herramienta de venganza”, y los presos quedaron “a merced de la completa subjetividad y ansias personales del magistrado de turno”. Aquello se terminó, y está muy bien que quienes impusieron “un devenir de atrocidades” reclamen ahora garantías y derechos, que la democracia no les niega. Pero también es cierto que, para que aquello no vuelva, hay que avanzar todo lo posible, mucho más allá de lo logrado en los últimos años, hacia la verdad y la justicia.