A fines de los años 70, cuando América Latina sufría dictaduras respaldadas por Estados Unidos que imponían políticas regresivas, la revolución sandinista en Nicaragua fue un faro esperanzador para la región. El Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) no sólo puso fin al régimen atroz que había establecido durante más de 40 años la dinastía de los Somoza, sino que además representó un impulso nuevo, que se diferenciaba del modelo cubano y no se sometía a condicionantes consideradas inevitables en el marco de la Guerra Fría.

Los sandinistas tenían una significativa diversidad ideológica interna, encauzada por compromisos programáticos y políticos comunes, realizaron importantes reformas económicas y sociales progresistas, y mantuvieron un firme compromiso con la realización de elecciones pluripartidistas, aun bajo el ataque de fuerzas contrarrevolucionarias formadas y financiadas por el gobierno estadounidense, que causó enormes daños. Por añadidura, entre los comandantes del FSLN y las figuras que los apoyaban había numerosas personalidades de alto nivel intelectual y artístico. Aquella “revolución de los poetas” hizo reverdecer, en el continente y en el mundo, el sueño de forjar un “hombre nuevo” en una sociedad más justa y libre.

La derrota electoral del FSLN en 1990 dejó un sabor amargo para la izquierda latinoamericana pero fue, a la vez, el triunfo de una concepción política que no quiso instalar el autoritarismo con la pretensión –siempre vana– de que los avances logrados fueran irreversibles. Sin embargo, la entrega del gobierno estuvo marcada por claros síntomas de corrupción, y durante los 16 años siguientes, en los que el sandinismo fue el principal partido nicaragüense de oposición, las virtudes que habían entusiasmado a tantos se fueron desvaneciendo, sustituidas por el caudillismo intolerante dentro del Frente, la demagogia política y el creciente abandono de los viejos principios, en sucesivos pactos con la derecha y los poderes conservadores. Cuando Daniel Ortega volvió a ganar las elecciones en 2006, muy poco quedaba de las viejas esperanzas, y su permanencia en el gobierno desde entonces ha terminado de disiparlas.

Hoy Ortega y su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo, concentran el poder y lo ejercen con un claro sesgo antidemocrático y reaccionario, desde la política económica hasta la agenda de derechos, secundados por sus hijos en posiciones clave. Como en la terrible alegoría Rebelión en la granja (George Orwell, 1945), se han transformado en aquello que combatieron, o quizá en algo aun peor.

Ahora que Venezuela ya no está en condiciones de brindarle al gobierno de Ortega el apoyo económico que le otorgó desde 2006, las contradicciones sociales afloran con creciente violencia, y la forma elegida por las autoridades para afrontar la crisis del sistema de seguridad social ha sido el detonante de intensas protestas, que agregan inestabilidad a la grave situación. Ojalá que las nuevas generaciones de nicaragüenses aprendan de lo que ha ocurrido en las últimas décadas, y sean capaces de retomar el camino abandonado por el FSLN.