La situación política en Brasil es desconcertante. Después del insólito proceso de destitución hace dos años de la presidenta Dilma Rousseff, y de la asunción de su vicepresidente, Michel Temer, se acercan las elecciones, previstas para el próximo 7 de octubre, con el encarcelado Lula da Silva como favorito en todas las encuestas, a considerable distancia de los demás postulados, y también como favorito en una eventual segunda vuelta contra su más cercano competidor, el muy derechista Jair Bolsonaro.

En un país en el que las instituciones ofrecieran garantías mínimas de actuación imparcial y razonable se podría considerar que la candidatura de Lula, registrada esta semana por su Partido de los Trabajadores (PT), carece de sentido, ya que se trata de una persona condenada en primera y segunda instancia, por más que el Comité de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas haya afirmado ayer que el ex presidente no puede ser excluido de la campaña electoral, dado que aún no se agotaron todos los recursos posibles contra esas sentencias judiciales, y le haya pedido al Estado brasileño que “tome todas las medidas necesarias para garantizar que Lula pueda ejercer sus derechos políticos mientras esté en prisión”.

Sin embargo, la inscripción de Lula por parte del PT y su ubicación en los sondeos de opinión pública no son, en el contexto brasileño, hechos disparatados, o por lo menos no son más disparatados que el proceso que llevó a las condenas contra el ex presidente, o que la reciente actuación del juez João Pedro Gebran Neto, quien reconoció hace pocos días que violó la ley a comienzos de julio de este año, cuando otro magistrado (Rogério Favreto) dispuso la libertad de Lula y Gebran Neto se negó a cumplir la orden.

El Tribunal Supremo Electoral resolverá recién el 17 de setiembre, apenas 20 días antes de las elecciones, si valida la postulación de Lula. En las actuales circunstancias, será de modo inevitable una decisión política, muy condicionada por las relaciones de fuerzas en Brasil, y sus consecuencias tendrán en cualquier caso repercusiones políticas profundas, que afectarán la legitimidad de los comicios y de su resultado.

Todo esto tiene, por supuesto, causas relacionadas con problemas no resueltos. Entre ellos, la honda y extendida corrupción estructural de Brasil, y el hecho de que los gobiernos del PT, desde 2003, no hayan podido o no hayan querido mantenerse al margen de ella ni sanear el sistema (entre otras cosas, mediante reformas del Poder Judicial y el Ministerio Público). Y también el hecho de que el PT no haya querido o no haya podido trabajar sobre sí mismo, en los últimos 15 años, para disponer de potentes liderazgos de relevo, y afronte la crítica situación actual concentrando toda su apuesta en Lula. Sin embargo, es imposible que lo que no se resolvió antes vaya a resolverse en los menos de dos meses que faltan para el 7 de octubre. Por lo tanto, está claro de antemano que las elecciones no resolverán la tremenda polarización de hoy, ni ayudarán a reconstruir consensos acerca de valores institucionales básicos. Las perspectivas para la región no son auspiciosas.

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