El intento de aprobación de una ley sobre interrupción voluntaria del embarazo en Argentina admite varias lecturas. A partir del resultado del miércoles, se puede registrar simplemente el fracaso de la iniciativa, que logró mayoría entre los diputados, pero no entre los senadores. Sin embargo, esto pasa por alto lo más relevante: la enorme movilización social encabezada por organizaciones de mujeres, que puso en la agenda del país la necesidad de cambiar una norma de hace casi un siglo, que establece la pena de uno a cuatro años de prisión para “la mujer que causare su propio aborto o consintiere en que otro se lo causare”, cuya redacción basta para percibir su anacronismo. El aborto es considerado un delito salvo cuando se realiza “con el fin de evitar un peligro para la vida o la salud de la madre y si este peligro no puede ser evitado por otros medios” o “si el embarazo proviene de una violación o de un atentado al pudor cometido sobre una mujer idiota o demente”. Hace apenas seis años que el Poder Judicial reconoció el derecho a abortar de cualquier mujer embarazada por un violador.

En Argentina se realizan cerca de 355.000 abortos por año, y miles de mujeres han muerto a causa de las prácticas clandestinas. Las causas de que el Poder Legislativo se niegue aún al cambio son diversas. Entre ellas, tienen indudable importancia el poder político de la iglesia católica (acompañado, en ascenso, por el de grupos evangélicos conservadores); un sistema de partidos muy volátil, con escaso peso de los programas en la definición de las identidades y alianzas con mayor presencia parlamentaria; y un sistema de elección de legisladores en el cual, a la inversa de lo que ocurre en nuestro país, es el Senado el que se integra con cupos fijos (tres para cada provincia, con independencia de su cantidad de ciudadanos), y por lo tanto representa a la sociedad en forma mucho menos fiel que la Cámara de Diputados.

Pese a todo esto, ninguno de los muchos intentos de despenalizar el aborto había llegado tan lejos como este. Ahora el Poder Ejecutivo anuncia que impulsará una reforma del Código Penal para modificar, por lo menos, las disposiciones que permiten encarcelar a las mujeres que abortan, y parece claro que el pujante movimiento que impulsó el proyecto de ley no se dará por satisfecho ni por vencido. Su capacidad de organización, de persistencia y de intervención inteligente en la vida pública es la clave de lo que vendrá: fue apoyado por una gran mayoría de los parlamentarios más jóvenes, pero el bloque conservador no va a desvanecerse sólo por el paso de los años.

Al mirar lo ocurrido desde Uruguay, se destaca el valor de nuestro avance en esta materia. La ley aprobada en 2012, pese a sus concesiones, deficiencias y problemas de aplicación nos convirtió en uno de los escasos islotes latinoamericanos en los que esta cuestión de derechos y de salud pública se aborda con criterios progresistas. Aquí también, y en esto como en muchas otras cosas, los cambios no vinieron solos ni son irreversibles: como le gustaba decir a Héctor Rodríguez, de cuyo nacimiento se cumplirá un siglo la semana que viene, las multitudes siempre pesan en la vida política, pero sólo cuando están organizadas deciden.