Desde el punto de vista jurídico hay argumentaciones sólidas para defender el derecho al voto de los uruguayos y uruguayas en el exterior, que deberían tomarse en cuenta para definir la discusión. Paralelamente, existe un potente argumento político que se opone a la actual opción del Parlamento de interpretar la Constitución para definir el contenido de ese derecho. Se pretende objetar la legitimidad democrática de la práctica parlamentaria esgrimiendo que la ciudadanía se pronunció negativamente sobre el asunto en 2009, por lo que los representantes no deberían revertir lo que el pueblo zanjó hace casi nueve años.
Dicho argumento no atiende a que el objeto de aquel plebiscito no fue la definición del contenido de un derecho, y sí la creación de un mecanismo para instrumentar el voto en el exterior, facultando directamente a la Corte Electoral para su reglamentación. A pesar de que no considera esta diferencia marcada, el argumento democrático, por lo desafiante de su apuesta, merece ser discutido en profundidad por quienes no lo compartimos y a la vez estamos del lado de la democracia. En las líneas que siguen sugeriré algunas claves que pretenden mostrar cómo sostener la objeción democrática en esos términos no sólo implica realizar un análisis parcial del gesto electoral de 2009; además, supone una visión demasiado restringida de la democracia.
Efectivamente, la propuesta de habilitar el voto epistolar tuvo un respaldo de 37% de la ciudadanía en las elecciones de 2009. Y así expresado, el argumento democrático parecería indiscutible. Sin embargo, si se pone en juego que también se plebiscitó en el mismo acto la anulación de la ley de caducidad, el panorama cambia radicalmente, por varias razones.
Primero, hay que resaltar que en un mismo acto electoral se definieron tres asuntos de suma relevancia. La elección de las autoridades nacionales tiende a demandar la mayoría de las energías de los cuerpos militantes, y así también la atención ciudadana. Segundo, es un hecho que de los dos asuntos plebiscitados, la anulación de la ley de caducidad, por razones históricas y la intensa lucha de las fuerzas de izquierda, absorbió las atenciones y los espacios privilegiados de los debates. Tercero, si se revista las encuestas, realizadas entre julio y setiembre de aquel año, llamativamente cuatro de las cinco consultadas para esta nota daban un resultado positivo a favor del plebiscito en cuestión: Cifra entre el 26 y 28 de setiembre, con 51% de los consultados a favor; Cifra entre el 29 de agosto y el 1º de setiembre, 52%; Factum el 29 de agosto, 56%; Equipos Mori el 29 de agosto, 54%; Cifra entre el 25 y el 29 de julio, 50%.
¿Qué análisis de sociología política se puede hacer del anterior diagnóstico? En principio, parecería que no se requiere hilar tan fino para pensar que en el orden de relevancia de los asuntos plebiscitados en primer lugar estaban las elecciones de autoridades nacionales, en segundo la anulación de la ley de caducidad, y en último lugar el voto epistolar. De acuerdo con esta escala, sumada a las intensas discusiones que se dieron, es razonable inferir la complejidad de la instancia para los ciudadanos y ciudadanas en tanto que se definían tres cuestiones tan diversas entre sí.
Menos puede soslayarse que el voto es una de las pocas herramientas de participación ciudadana, y ejerciéndolo sólo cada cinco años, se puede querer expresar mucho más que un “sí” de apoyo a un candidato o a una propuesta. En tal sentido, el 36,93% de apoyo al plebiscito, interpretado a la luz de las encuestas –que claramente deben ser tomadas en su peso relativo–, en vez de clausurar la discusión invita a pensar en qué se falló, cómo se explica la significativa diferencia, y a poner el acento en la cuestión democrática.
Y pues, ¿qué análisis normativo corresponde desde un compromiso democrático? Depende de la definición de democracia que se adopte. Si se prefiere una noción liberal, en la que el pueblo gobierna por medio de sus gobernantes, y sólo en momentos excepcionales, mayoritariamente habilitado por dichos gobernantes es consultado sobre asuntos constitucionales para dar su voto por un “sí” o un “no”, la objeción democrática clausuraría la discusión. Si se prefiere una noción más robusta de democracia, de tipo deliberativa, con el foco en la participación a través de los procedimientos establecidos en las reglas jurídicas, pero también en las discusiones que se dan antes de la decisión electoral, el panorama cambia radicalmente, pues implica asumir un ideal regulativo mucho más exigente con el cual evaluar el proceso, que no se limita a sacar conclusiones en base al número aislado de una votación particular.
Fijarse en la calidad de las discusiones, en qué espacios reales tuvieron, en qué tanto participó el pueblo, en si se escuchó a los y las potenciales afectados y afectadas de lo que se discute y en qué condiciones se planteó la decisión son algunas de las estrategias que seguirían quienes suscriben un compromiso con una democracia deliberativa para revisar la legitimidad de lo decidido, y así valorar si es posible discutirlo nuevamente.