Lamentablemente, estamos transitando otro estallido en la profunda crisis institucional y humanitaria que atraviesa Venezuela. Este nuevo capítulo tuvo su origen cuando la oposición venezolana desconoció por ilegítimas las elecciones en las que Nicolás Maduro fue proclamado presidente reelecto de Venezuela. La Asamblea Nacional de Venezuela (el Poder Legislativo), gobernada por la oposición, declaró a Maduro “usurpador” del poder y proclamó a su presidente, Juan Guaidó, como presidente interino del país; además, resolvió que este debe conducir el proceso de restauración y encargarse de las funciones ejecutivas hasta que se realicen elecciones democráticas y transparentes.
Sin duda, en el plano fáctico nos encontramos ante el mismo escenario de la famosa serie Game of Thrones, en la que existen actores que se adjudican ser los legítimos reyes y califican a los otros de usurpadores, en un conjunto de casas feudales que según sus intereses reconocen a uno u a otro y con la población padeciendo toda la situación; todo parecido con la realidad, lamentablemente, no es una coincidencia.
En este juego de tronos, en el plano interno Maduro cuenta con el respaldo del Tribunal Supremo, la Asamblea Constituyente y las máximas jerarquías de las fuerzas armadas y policiales. Por su parte, Guaidó tiene el respaldo de la Asamblea Nacional, el Tribunal Supremo, constituido por los jueces desplazados por Maduro, y de los partidos políticos de la oposición reunidos en la Mesa de Unidad Democrática, que encontraron en él un líder que vuelve a unificarlos con un buen peso popular.
En el tablero regional, los apoyos captados por Maduro son los históricos provenientes de los estados de Bolivia, Cuba y Nicaragua. Párrafo aparte para este último, que se encuentra con una situación similar de conflicto interno y con varias denuncias en materia de violaciones de derechos humanos hacia el gobierno encabezado por Daniel Ortega y Rosario Murillo, que han dejado atrás el histórico ideario sandinista. Mientras tanto, Guaidó ganó rápidamente el reconocimiento como legítimo presidente de Venezuela en Argentina, Brasil, Canadá, Chile, Colombia, Costa Rica, Guatemala, Honduras, Panamá, Paraguay, Perú y Guyana, todos los países que se encuentran reunidos en el Grupo de Lima, a excepción de México, y que desconocieron el nuevo mandato de Maduro desde el día uno, por no considerar legítimas las elecciones y por entender que el gobierno no respeta los derechos humanos. El Grupo de Lima, que no tiene estatus jurídico como organismo internacional, es un “club ideológico” de gobiernos de derecha que ampara en sus filas al gobierno de Honduras, impuesto tras concretar un fraude electoral, denunciado por toda la oposición política de ese país y por el observatorio electoral de la Conferencia Permanente de Partidos Políticos de América Latina y el Caribe, con un lamentable saldo de 33 muertes luego de las manifestaciones en protesta por dicho fraude. En medio del tablero regional, los gobiernos de Uruguay y México en forma conjunta llamaron a conformar una instancia de diálogo para acercar a las partes y buscar una salida pacífica a la controversia, como lo establece el derecho internacional público.
En el plano global Maduro reúne el apoyo de Rusia, China y Turquía, mientras que Guaidó cuenta con el respaldo de Estados Unidos y Canadá. Podríamos explayarnos largamente sobre las violaciones a los derechos humanos y al derecho internacional por parte de todos estos estados a excepción de Canadá, pero sería extremadamente largo. El punto aquí pasa porque estos estados, que no cuentan con credenciales de respeto a los derechos humanos y al derecho internacional, no buscan consolidar la paz ni piensan en el bienestar del conjunto del pueblo venezolano: para todos ellos Venezuela representa un mojón geopolítico extremadamente rico en petróleo y otros recursos naturales. Un revival de la Guerra Fría.
A su vez, no podemos dejar de señalar que esta situación genera una fuerte jurisprudencia a nivel internacional, donde un legislativo se autoproclama como gobierno y un conjunto de estados lo reconocen y le brindan financiamiento. Esto abre una puerta por la que de acá en más un parlamento gobernado por la oposición puede desconocer al Ejecutivo, proclamarse gobierno y determinados estados con afinidad ideológica pueden reconocerlo y financiarlo.
En materia de relaciones internacionales no podemos actuar para la tribuna, como lo hace la oposición nacional, que ha utilizado el tema de Venezuela con el único objetivo de atacar al gobierno y al Frente Amplio. Claramente no le preocupa la situación de los derechos humanos ni en Venezuela ni en la región, porque de lo contrario no omitirían posicionarse ante la situación que ya mencionamos en Honduras, o en Colombia, donde murieron 234 líderes sociales en 2018 según la ONU.
Esto no implica respaldar a Maduro. Lejos estoy de hacerlo, porque entiendo que en Venezuela no existe una democracia plena. Pero la postura de no apostar al diálogo sin una alternativa más que la de alinearse a un club ideológico no construye nada a corto ni a mediano plazo.
Ante este complejo e insostenible escenario que tiene como principal víctima al pueblo venezolano, no es para nada descabellado pensar que estamos muy cerca de una guerra civil, porque como oportunamente Cersei Lannister le dijo a Ned Stark, “en el juego de tronos se mata o se muere”. Hoy la única salida posible sin violencia pasa por lograr sentar a las partes, que deberán ceder sus posturas iniciales y en una mesa de diálogo pactar las condiciones para llamar a elecciones nacionales monitoreadas por la ONU, evitando así más muertes de hermanos y hermanas por un juego de tronos.
Sebastián Hagobian López es licenciado en Relaciones Internacionales.
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