Se vive por estos días un estallido social sin precedentes en nuestra historia reciente. ¿Cuáles son sus causas? ¿Hasta dónde va a llegar? ¿Cómo será el Chile posoctubre de 2019?
El escenario está muy abierto.
Las causas son estructurales y coyunturales, articuladas de una manera, tal vez, irrepetible. Presenciamos la singularidad de los grandes eventos sociales. Hace unos días nos reíamos con unos amigos –una risa nerviosa e irónica– recordando cuando discutíamos cómo hacer cambios radicales en Chile. Han pasado casi 20 años de esas conversaciones y nada sucede como lo pensábamos. Algunos estamos más optimistas; otros, pesimistas.
Chile es uno de los países más desiguales del mundo. Esa desigualdad fue reforzada, pero no inventada, la dictadura. Como bien nos muestra el trabajo del uruguayo Javier Rodríguez, llevamos al menos 170 años siendo muy desiguales. Gran concentración de la propiedad, despojo y subyugación de la población indígena, patriarcado, sistemas de educación tardíos, débiles instituciones democráticas, baja cobertura de la negociación colectiva, estrategia productiva basada en recursos naturales y pobre desarrollo industrial, derechos sociales privatizados, un Estado pequeño y con un sistema tributario poco progresivo. En resumen, un cóctel del que sólo puede salir alta desigualdad de ingreso y del poder.
Como tuiteó Branko Milanović, el 2% más pobre en Chile es tan pobre como el 2% más pobre en Mongolia, mientras el 2% más rico en Chile es tan rico como el 2% más rico en Alemania.
Sólo entre 1938 y 1973 hubo un período sostenido en que las fuerzas de cambio buscaron con cierto éxito sacarle ingredientes a este cóctel y así mermar la desigualdad. Hasta que nos lo tomamos tan en serio que la derecha nos creyó, tuvo susto y sacó a patadas al pueblo de la Moneda. La sangrienta dictadura se encargó de fortalecer nuestro pesado lastre institucional pro desigualdad y los gobiernos democráticos que le sucedieron “firmaron” un contrato social en el que se acordó no alterar los pilares del modelo a cambio de progreso y estabilidad.
No nos fue mal. Muchos salieron de la pobreza, hubo crecimiento (el modelo parece hoy agotado) y la sociedad progresó notablemente en términos culturales. Y así Chile se transformó en un país desigual muy exitoso.
Pero las grietas del contrato social posdictadura estaban ahí. El precio de asegurar a los capitalistas la total certeza para sus inversiones fue nada menos que el grueso de la población viviera con múltiples incertidumbres. La gran clase media chilena en promedio ha progresado, pero no tiene una calidad de vida razonable para el nivel de desarrollo del país. Sus salarios son bajos, sus pensiones son peores, sus horarios de trabajo (remunerado y no remunerado) son extenuantes y no tiene la cobertura adecuada para enfrentar los riesgos propios de la vida. Es un grupo que si tiene suerte puede tener una vida llevadera, pero si alguien en la familia se enferma o pierde el trabajo su calidad de vida empeora dramáticamente.
A la desigualdad de ingresos e incertidumbre, el libro Desiguales del PNUD (2017) sumó el análisis de la desigualdad en el trato que reciben las personas en razón de su posición en la estructura social.
A toda esta pesada estructura económica, social y cultural de la desigualdad se sumaron una seguidilla de destapes de corrupción de diversa índole, que incluye a políticos, empresarios, militares y carabineros. Esta corrupción tuvo bastante mayor intensidad en la derecha, pero la centroizquierda también fue parte del entramado. De hecho, SQM –una empresa cuyo dueño era el ex yerno de Augusto Pinochet– pagaba las cuentas de la luz de un partido de la ex Concertación.
Las personas se sienten abusadas y con razón.
Y en todo este cambalache salió electo Sebastián Piñera en segunda vuelta y por un amplio margen, aunque sin mayoría en el Parlamento. Su promesa fue orden y crecimiento. Hace unos días se acabó lo primero y hemos tenido poco de lo segundo.
Piñera y su gabinete fueron poco a poco encendiendo la mecha de esta revuelta, configurando el último ingrediente de la singularidad de este estallido. La movilización se gatilló por el aumento del pasaje del metro. Cuando la cosa recién partía, la ministra de Transporte señaló que no entendía la protesta de los estudiantes si el pasaje no subía para ellos, olvidando que para sus padres y madres sí subía. Su par de Economía había señalado que este era un incentivo para madrugar, y así evitar el pasaje de hora punta. Hace unos meses el ministro de Salud había señalado que las personas iban temprano a los centros de salud a hacer vida social. El ministro de Educación dijo que dejaran de pedir tanto del Estado y que si las escuelas tenían problemas de infraestructura podían organizarse y hacer un bingo. Burla y violencia verbal. Eso también juntó rabia.
¿Y Piñera? Bueno, él es una persona que hace trampa cada vez que se lo permite la ley. La lista es larga, pero basta con decir que aun siendo multimillonario ha hecho de todo con tal de pagar menos impuestos: comprar empresas quebradas para reducir artificialmente utilidades, invertir en paraísos fiscales, etcétera.
Y así llegamos a una movilización inédita, sin cabezas ni un programa claro, pero con una intuición pro cambios estructurales. Tan abierta que todo es posible. Incluyendo que el presidente tenga que renunciar.
La respuesta del gobierno ha sido torpe, muy violenta y sin responder al ánimo de cambios de fondo. Torpe porque ninguneó el movimiento inicial y cuando le entregó lo que pedía (eliminar el alza), ya era muy tarde.
Muy violenta, porque sacó a los militares a la calle, que ya han matado a un puñado de civiles desarmados. Así, el de Piñera se suma a la larga lista de gobiernos de América Latina que, aunque se eligen democráticamente, ejercen el poder de forma autoritaria y terminan violando derechos humanos como una forma de controlar la violencia o las protestas en su contra (Alberto Fujimori, Nicolás Maduro, Álvaro Uribe, por nombrar algunos).
Y sin ningún ánimo de responder con propuestas a la altura de las circunstancias. En lo anunciado hasta ahora no hay nada estructural, sólo un mayor gasto del Estado. ¿Es un aumento relevante del gasto? No. Se habla de 1.200 millones de dólares. Es decir, un sexto de la reforma tributaria de 2014.
Aunque también fueron sorprendidas, las fuerzas de cambio tienen una gran oportunidad para comenzar un proceso que reescriba el contrato social, incluyendo el tránsito hacia una democracia más participativa. Probablemente en línea con lo que fue el programa del Frente Amplio chileno en la última elección, cuya candidata Beatriz Sánchez sacó 20% de los votos. ¿Dará para tanto? Como señalé antes, soy de los optimistas.
Nicolás Grau es economista y militante del Frente Amplio de Chile.