[Esta es una de las notas más leídas de 2019]

En enero de 1904, en Montevideo había electricidad en el ambiente. La guerra civil acababa de estallar y el gobierno convocaba (y forzaba) a presentarse en los cuarteles a los ciudadanos convocados a la leva. Pero dos jóvenes decidieron alistarse en el ejército gubernista, dejando discretamente la ciudad para unirse. Uno de ellos empeñó su reloj de oro para pagar los pasajes de tren, y con ese capital se incorporaron a esas filas. Para los dos, la experiencia marcó su vida: el dueño del reloj empeñado, Emilio Frugoni, abandonó definitivamente su adhesión al Partido Colorado; en cambio su amigo, Pedro Manini Ríos, se sintió más a gusto entre los soldados. Así hizo amistad con uno de los jefes gubernistas, el coronel Pablo Galarza, quien lo incorporó como su secretario.

Como resultado, de aquella bizarra salida surgiría un partido de ideas que pretendía dejar atrás los crímenes de la “política criolla”, y también comenzaría la fuerte y prolongada vinculación de la familia Manini Ríos con el estamento militar. El doctor Pedro Manini se transformó en una figura habitual en los actos de fin de curso de las escuelas militares, y desde su diario La Mañana oficiaba de portavoz de una derecha proclive a la intervención en la política del Ejército que todavía era casi unánimemente colorado. No es de extrañar que buena parte del contingente del sector político que fundó Manini, el “riverismo”, se reclutara entre oficiales del Ejército. Y en la década del 30 tanto La Mañana como el vespertino El Diario, que editaba la misma empresa, fueron los más fervorosos propagandistas de los logros y las ideas de Mussolini.

La configuración de la derecha en la posguerra

El catastrófico final del régimen fascista en Italia y Alemania aplacó un tanto ese entusiasmo derechista; por varios años todos los partidos políticos uruguayos se proclamaron “de izquierda” y la derecha quedó casi abandonada, hasta que Domingo Bordaberry, un fuerte estanciero con pasado en el riverismo, comenzó a formar un movimiento “ruralista” que alistó como portavoz a Benito Nardone (Chico-Tazo). Con capacidad de comunicación con los habitantes del campo, Nardone comenzó a movilizar políticamente a las clases medias y bajas del medio rural, con informaciones sobre los precios de la lana. Más tarde comenzó a incursionar en la política, primero promoviendo una reforma constitucional y luego forjando una alianza con el herrerismo, que resultaba curiosa vistos los antecedentes colorados de sus principales referentes. Si bien el ruralismo fue una clara expresión de la derecha política, eso se manifestó con más claridad a partir del giro que hizo después de su triunfo electoral de 1958. En esos años de la Guerra Fría se reconfiguró el vocabulario político: la derecha pasó a designarse como “demócrata” y llamó “comunista” a todo lo que mostrara un matiz crítico: hasta el batllismo fue calificado de “comunismo chapa 15”.

Fue entonces cuando un grupo de intelectuales afines a Nardone, entre los que estaban Alberto Methol Ferré, Carlos Real de Azúa, Washington Reyes Abadie, Roberto Ares Pons y José C Williman, que le habían construido un pasado al novedoso ruralismo vinculándolo con el artiguismo, se sintieron decepcionados por el notorio giro derechista del movimiento y abandonaron el sector para incorporarse a la izquierda: casi todos integraron la Unión Popular en 1962. Esta visión “revisionista” que invocaba a la “patria grande” y que identificaba a Artigas con “el campo” y a sus enemigos con “la ciudad” (ahora vista como el refugio de “la oligarquía”) pasó a ser el sentido común en la izquierda de los 60 y sirvió de apoyo al rescate de los perfiles sociales del artiguismo.

A fines de los años 60, llevado por Juan María Bordaberry, el ruralismo migró desde el Partido Nacional al coloradismo; y fue allí donde al amparo del pachequismo reconstruyó su vínculo con el riverismo histórico. En los agitados inicios de los 70 se les agregó otro movimiento generado en el interior del país, la Juventud Uruguaya de Pie (JUP), que fue virando gradualmente del principismo derechista a la violencia pura y dura. Nuevamente el diario La Mañana fue el portavoz de esta coalición de las derechas, de la que Hugo Manini, nieto de Pedro, se proyectó como principal referente. En los años siguientes el ruralismo se diluyó en el apoyo al golpe de Estado, la JUP se disolvió víctima de sus propios conflictos internos, y el pachequismo volvió a incorporar esa derecha histórica al Partido Colorado.

El episodio de la dictadura mostró una imagen aún más ominosa de la derecha, pero también produjo sus exposiciones más prolijas e imaginó lo que podría haber sido su configuración más depurada: un partido político compuesto solamente por los uniformados, que tuviera la capacidad de controlar a los futuros gobiernos “civiles”. La idea estaba en el proyecto de 1980, oculta detrás de una norma bastante inocente: la que privaba del derecho al voto a todos los integrantes de las fuerzas armadas. Como lo aclaró el comandante Juan V Queirolo en el Consejo de la Nación, la intención no era apartarse de la política sino todo lo contrario: como con esta Constitución “necesariamente” las fuerzas armadas se iban a politizar, les parecía importante que los dirigentes de los partidos políticos no pudieran incidir en ellas para evitar que introdujeran divisiones entre los militares. De esa forma los generales podrían imponer una democracia vigilada y mantenerse fuera del arbitraje electoral; es decir, lo mismo que, con una argumentación más sofisticada, les había propuesto Bordaberry en 1975.

Pero no eran buenos tiempos para las derechas: la dictadura ya estaba de salida, y aunque la sociedad concedió a los uniformados el amparo legal de sus crímenes, la derecha histórica había perdido legitimidad. Surgió por entones una “nueva derecha” que apoyaba la democracia política pero concebida como un sistema completamente desmantelado de contenidos económicos y sociales, y criticaba las violaciones a los derechos humanos siempre que hubieran ocurrido en el pasado. El cataclismo económico de comienzos de este siglo también deslegitimó este discurso cuando la derecha “dura” todavía no había tenido oportunidad de resurgir; así fue como el Frente Amplio se abrió camino al poder sin que esa derecha renovada encontrara argumentos para cerrarle el paso.

Otro tiempo, misma derecha

15 años después el clima parece diferente: mientras la sociedad todavía trata de asimilar la nueva agenda de derechos y el renovado solidarismo social, el tema de la “seguridad” viene a dividir las aguas y abre el espacio para reinstalar el discurso de la derecha más rancia. Resurgen las denuncias contra el “relajo” y el “desorden”, en medio de arrebatos místicos se clama por el regreso a la “mano dura” y es el general Guido Manini (hermano de Hugo) el que aparece como el “hombre providencial” en esta nueva cruzada de la derecha.

Si bien es cierto que el experimento político de Cabildo Abierto tiene aspectos novedosos, estos no son tantos como parecen a primera vista. Por ejemplo, no hay mucha novedad en su discurso: su proclamado artiguismo se alimenta más de las abstracciones conservadoras de los años 20 y 30 del siglo pasado que del impulso revisionista de las décadas siguientes. Con Cabildo Abierto resurge el Artigas abstracto, que no es un personaje histórico sino la expresión de un “interés nacional” que no surge de sus gestos o frases. Este paradigma reproduce el modelo del Mausoleo de la dictadura: no es un Artigas cercano sino uno depositado bajo tierra, dentro de una urna encerrada en una caja de cristal entre paredes de granito, y donde el “ideario artiguista” se resumía en algunas fechas. Buena parte de sus contenidos políticos ya aparecían en el clásico Riqueza y pobreza en el Uruguay que Julio Martínez Lamas publicó en 1930, en el que resume todo el discurso antibatllista de las “clases conservadoras”; los matices xenófobos y excluyentes son producto de las experiencias de los años 30. Por otra parte, resulta extraño comprobar que conserva uno de los reflejos más clásicos del conservadurismo uruguayo: sigue siendo una derecha que no se atreve a decir su nombre. Manini se altera cuando se lo plantean y muestra una irritación casi tan grande como cuando le preguntan por el destino de los desaparecidos.

En cambio, lo que parece la novedad de esta época es la mística de perfil evangélico que arrastra a muchos de sus seguidores; pero tal vez lo más original de todo este revival de la derecha sea su rechazo a integrarse a un partido tradicional y su opción por la presentación en un lema nuevo. Esta situación, que en la política uruguaya es poco habitual (y resulta aun más rara si se considera el resultado electoral), puede verse como un efecto lejano de la reforma constitucional de 1996, que obligó a presentar un solo candidato presidencial a partidos que eran históricamente policlasistas. Esta exigencia impuso la necesidad de formatear las diferencias internas en un solo discurso, algo que necesariamente pone en tensión las lealtades partidarias y las expectativas políticas y hace que muchos sectores no se sientan representados. Hasta ahora parecía configurarse un reparto de roles políticos en el que el Partido Nacional gestionaba su renovación y actualizaba propuestas de la nueva derecha, en tanto que la derecha histórica se refugiaba en un Partido Colorado liderado por un heredero del ruralismo. Pero la derrota del doctor Julio María Sanguinetti en la interna y la virtual “expulsión” de Pedro Bordaberry demolieron el último refugio que representaba este coloradismo ya liberado del batllismo. Pero la última elección interna instaló líderes “modernos” en los dos viejos partidos; estos ya no expresan las aspiraciones de una derecha que decide migrar hacia un territorio casi desconocido: un nuevo lema.

Este gesto tampoco es tan novedoso; como vimos, la derecha nunca mostró lazos demasiado sólidos con ningún partido. De allí que no parezca tan extraño que, acostumbrada a las migraciones trans-tradicionales, haya decidido ahora fundar su propio partido, reuniendo todo su contingente. Mirado con perspectiva temporal, la aparición de Cabildo Abierto no se ve como un gesto tan excepcional, porque ya ha habido intentos de formación de alguna agrupación específica de las derechas que estuviera separada de los partidos tradicionales. Tampoco su surgimiento es tan repentino: desde hace algunos años está el antecedente del Partido de la Gente, también un nuevo partido de perfil conservador que pretendió reclutar las derechas de los dos partidos tradicionales. Pero la derecha tiene criterios conservadores hasta para elegir sus líderes: un apellido prestigioso vale más que el de un inmigrante reciente; haber sido general pesa más que haber sido feriante. Que el crecimiento de Cabildo Abierto lo haya dejado casi sin fuerzas antes de llegar a las elecciones también deja en evidencia que el contingente de derechistas disponibles para una presentación electoral no es suficientemente grande para alimentar a dos partidos. En ese sentido, el éxito de Cabildo Abierto muestra también su actual limitación: el núcleo duro de la derecha es la décima parte del electorado.

Esto también señala otra limitación: si bien Cabildo Abierto es algo muy parecido a un “partido militar”, para pesar electoralmente tendría que presentar un discurso que interpele otras sensibilidades sociales, lo que necesariamente hace que algunas de sus propuestas deban ser amortiguadas para evitar fugas; además, lo obliga a integrarse plenamente al sistema político para que su todavía escaso peso electoral le permita pesar efectivamente. En cambio, su resultado en esta primera elección dejó a la vista una ventana de oportunidad para trascender la lógica partidaria de la legislación uruguaya, que castiga a los partidos nuevos al impedirle utilizar el doble voto simultáneo. En el pasado esta dificultad no ha sido un problema menor, y el ejemplo del frustrado “partido del proceso” que pretendió impulsar Gregorio Álvarez viene inmediatamente a la comparación. En aquel caso el proyecto no caminó a pesar de que su impulsor contaba con todas las ventajas de ser el presidente en una dictadura; la vigorosa reactivación de los partidos políticos fue demasiado para la capacidad de Álvarez, que tenía más amor por el poder que talento para la política.

Perspectivas

La conformación de un partido de derecha en la política uruguaya no es un síntoma negativo ni positivo en sí mismo. Su aparición puede sonar extraña para una configuración de la política tan polarizada como es el caso uruguayo, que siempre construye la oposición entre dos partidos. Pero esta configuración está en crisis, y enfrentados a ese problema los partidos tradicionales no lograron superar su fractura originaria a pesar del crecimiento del Frente Amplio. En esta situación, Cabildo Abierto constituye un polo de atracción para los sectores de derecha. Por otra parte, si bien su aparición contribuye a esclarecer el paisaje político en cuanto define con claridad un espacio de la derecha, en el mediano plazo su crecimiento representaría una seria amenaza para los partidos tradicionales, que verían emerger un rival para ocupar un espacio que hasta ahora veían como propio.

¿Cuánto más puede crecer este nuevo partido? Si bien las adhesiones políticas de los ciudadanos muestran oscilaciones a lo largo del tiempo, la tendencia histórica marcaría que estaría muy cerca de su límite, y sus posibilidades de crecimiento dependerían de un vuelco del electorado o de la modificación de su propio discurso que lo hiciera más atractivo a votantes más cercanos al centro político. Pero tampoco es necesario que crezca mucho para volverse peligroso: en los años 60 tampoco eran la mayoría pero tuvieron un papel activo en el clima que precedió al golpe de Estado; por eso es bueno también recordar que la derecha política siempre ha mostrado más apego a sus privilegios que a la legitimidad constitucional.