Me obsesiona la posibilidad de deshabitar la extranjería, pero no lo consigo.
Ser extranjera pesa en el cuerpo, es ser mirada a través del filtro de lo que no sos; es encarnar un acento que no se reconoce, que es fisura, que la vida misma va transformado en otra voz, en una voz del transtierro.
Es habitar la posibilidad de haber llegado a la tierra prometida pero saber que para “quien te recibe” siempre te estás yendo.
Jean-Luc Nancy lo expresó de esta manera: “Se sigue siendo extranjero y mientras siga siéndolo en lugar de simplemente naturalizarse su llegada no cesa: él sigue llegando y ello no deja de ser en algún aspecto una intrusión, es decir, carece de derecho y de familiaridad, de acostumbramiento”.
¿Es posible pertenecer a un lugar más allá de una tierra y un vientre generoso, más allá de un semen nativo?
Formar parte de una comunidad se instrumentaliza de distintas maneras. Dejar de ser extranjera no implica que olvide lo que significan en la historia de mi familia ciudades como San Cristóbal de las Casas, Chilpancingo, Acapulco, que deje de escuchar la vibración de los sonidos que conforman el mapa sonoro de la ciudad que me vio nacer, o las sensaciones que me produce recordar a mi madre esculpiendo un torito en la punta enrollada de una tortilla recién salida del comal.
Implica poder transitar y poder vivir sin ser tratada indefinidamente como la turista que no sabe dónde queda la peatonal Sarandí, poder vivir sin tener que aceptar naturalmente y sin derecho a objeción un estatus jurídico inferior al de cualquier ciudadano natural.
No hablaré solamente de las obsesiones que llevo tatuadas en el cuerpo. Quiero hablar de los impactos que genera en los procesos de construcción de comunidades políticas que las definiciones de una época sigan rigiendo nuestros destinos sin adecuarse al mundo en que vivimos hoy.
En 1830 los constituyentes aprobaron nuestra Constitución. Algunos de sus artículos continúan vigentes hasta la fecha. Entre ellos, los vinculados a la forma de obtención de ciudadanía legal. En ese texto hay una omisión importante que calla más de lo que dice: Uruguay, al igual que Myanmar, no otorga la nacionalidad. Luego de cumplir con determinados requisitos sólo es posible acceder a la ciudadanía legal.
¿Qué significa esto? Que en este país el derecho a la nacionalidad está negado para un sector de la población que habita el territorio nacional, que el extranjero no podrá dejar de serlo aunque así lo desee y, por ende, existirá una diferencia de trato (in)justificada basada en el ius soli y en el ius sanguini, es decir, en los derechos adquiridos por lugar de nacimiento y por vínculos sanguíneos.
Esto tiene algunas implicaciones que pueden verse con claridad en tres ejemplos:
Ejemplo 1. Los dreamers criollos
Pepe, un niño de padres migrantes nacido en el año 2000 fuera del territorio nacional –llegó a los cinco meses, como es el caso de muchos niños que llegaron de Europa en la década de los 40 o de muchos niños que llegan hoy de países latinoamericanos y caribeños–, a pesar de haber alcanzado la mayoría de edad no podrá votar en estas elecciones y nunca podrá acceder a la nacionalidad uruguaya. De acuerdo a las disposiciones de la Corte Electoral, si bien la ciudadanía legal puede tramitarse una vez alcanzada la mayoría de edad, podría votar recién a los 21 años, ya que una vez tramitada la carta de ciudadanía, de acuerdo a lo establecido en el artículo 75 de la Constitución, es necesario esperar tres años más antes de poder tramitar la credencial cívica. El hermano de Pepe, hermano menor nacido por estas tierras una noche de verano pero dos años después, votará antes que él.
La imposibilidad de acceder a la nacionalidad, aunque por diversas razones, es algo que experimentan también los jóvenes que llegaron a Estados Unidos siendo bebés o niños y que dado el estatus migratorio de sus progenitores tienen vedada la posibilidad de regularizar su situación y acceder a la nacionalidad estadounidense. Son llamados dreamers, soñadores de una nación que es parte de su identidad pero que les está negada.
Ejemplo 2. Quiero ser presidente
Juan Sartori no tiene impedimentos constitucionales para ser presidente de Uruguay a pesar de haber vivido en el país sólo los primeros 12 años de su vida.
Una persona radicada en Uruguay por 18, 20, 50 años, ¿por qué no tiene derecho a acceder a los mismos derechos civiles y políticos que cualquier ciudadano natural?
Los y las uruguayas en el exterior en ninguna circunstancia deberían perder sus derechos políticos; los migrantes y ciudadanos legales, tampoco.
Gerardo Pisarello, de origen argentino y hoy vicealcalde de Barcelona, nos recuerda en su libro Un largo Termidor que Aristóteles no era ateniense, pues había nacido en Estagira, en los confines de Tracia; “como extranjero, la actividad cívica en Atenas le estaba vedada”. El año 384 a.n.e. en nuestro imaginario nos remite a la antigüedad, pero hay un régimen de exclusiones que data de aquella época que sigue vivo y naturalizado.
Ejemplo 3. Más papista que el papa
Para desempeñar determinados cargos, sin una fundamentación lógica y en contradicción con lo establecido constitucionalmente, se exige un plazo mínimo de ejercicio de la ciudadanía. Para integrar el consejo directivo de la Institución Nacional de Derechos Humanos o la titularidad de la Defensoría del Vecino y la Vecina, por ejemplo, se exige el ejercicio efectivo de la ciudadanía por diez años. Podría llegar a ser razonable que se hablara de mínimos de residencia –por ejemplo, para el caso de la presidencia de la república– pero no del ejercicio de la ciudadanía, que de por sí supone un acto reverencial y decimonónico: luego de cinco años de residencia, acudir a la Corte Electoral, cumplir con los requisitos, recibir la carta de ciudadanía, esperar tres años más para poder tramitar la credencial cívica y recuperar parcialmente los derechos políticos.
Si en teoría la ciudadanía legal otorga el mismo estatuto jurídico que los ciudadanos naturales y lo que la diferencia es el origen de su obtención, no sólo es incomprensible este requisito sino que viola el principio de igualdad.
Hay batallas culturales, simbólicas y jurídicas que se dan y siguen vivas; en el campo de los derechos civiles y políticos, los movimientos de mujeres, afrodescendientes y obreros tienen mucho para aportar a esta otra lucha por la deconstrucción de los imaginarios de la “patria”.
Quizá a quienes nos ha tocado experimentar la migración nos cuesta asumir que somos el movimiento sufragista de este siglo.
No podemos aceptar ser los convidados de piedra.
Constituirnos como un país que abraza la migración como política de Estado no puede ser tan sólo un conjunto de voluntades que otorga cédulas y recibe a los migrantes como seres transitorios, gestionando el umbral de su ajenidad, manteniendo a raya a los intrusos, no admitiendo la hibridación, la vida en común, la construcción de otra idea de patria, matria.
Habitar la comunidad paradójica de la que habló Julia Kristeva es habitar una comunidad formada por extranjeros que se aceptan en la medida en que se reconocen extranjeros y que están condenados a seguir siendo el mismo y el otro: no olvidan su cultura original, pero la ponen en perspectiva a tal punto que esta no sólo se les presenta en relación de contigüidad, sino también como alternativa a la cultura de otros.
Debemos habilitar la posibilidad de reconocernos como esa comunidad paradójica que se permite deconstruir el nosotros, hoy nosotres.
“Nunca-nunca” es la nueva expresión que aprendió mi hijo de tres años y que repite insistentemente. Ahora me toca enseñarle que no, que todo es posible.