La semana pasada, el antiguo periódico colombiano El Espectador, fundado en 1887, publicó una interesante nota del periodista César Sabogal en la que se ofrecen pincelazos de las acciones desplegadas por Colombia en este tramo final de una estrategia golpista que pretende definitivamente barrer con el legado de la revolución bolivariana.1

El artículo no es inocente. Sabogal, si hemos de creer en su propia definición, es un “estratega” y “experto” en el diseño de la comunicación además de corresponsal, politólogo y “profesor universitario”, aunque resulta imposible hallar su filiación institucional, algo que el propio autor tampoco aclara en su sitio web. En cuanto al contenido, el breve texto es importante por su carácter informativo pero mucho más relevante por lo que sugiere: la existencia de una intensa agenda regional que, una vez más, contribuye a descentrar el abordaje de las relaciones hemisféricas. Nuevamente, la trama injerencista no conduce pura y exclusivamente hacia Washington, ni en este caso su abierto intervencionismo explica unidireccionalmente el desarrollo de los hechos.

Esta manera de acercarnos a intentar comprender los siempre escurridizos y cambiantes hechos históricos dentro del campo de las relaciones internacionales no es novedosa. El cambio de paradigma comenzó a procesarse hace dos décadas y para los estudios de la Guerra Fría; América Latina ha contribuido a expandirlo, diversificarlo y enriquecerlo gracias a la visualización del protagonismo que nos cupo a los de esta región. No fuimos ni somos actores meramente pasivos y exclusivamente receptores de políticas y acciones que se deciden e imponen fuera de nuestras fronteras, aunque esto último no supone, como ha escrito el profesor Gil Joseph, “aguar el imperialismo”. Imposible sería hacer a un lado la Cronología de las intervenciones extranjeras en América Latina cuidadosamente preparada por Gregorio Selser y en la cual se contabilizan más de 8.200 intervenciones en sus múltiples formas, fundamentalmente perpetradas por Estados Unidos.

Sin embargo, numerosos indicios sugieren que somos los espectadores de una nueva modalidad de golpismo que en este caso implicó la autoproclamación de un “presidente encargado” virtualmente desconocido hasta el 23 de enero, pero que recibió rápidos reconocimientos aunque no se sabe a ciencia cierta desde dónde y con quiénes ejerce sus funciones.

Regresando al artículo con que iniciamos este comentario, allí están algunos de los esfuerzos colombianos desplegados en Estados Unidos por el embajador en ese país y ex vicepresidente de Álvaro Uribe, Francisco Santos Calderón, para convencer a Trump y sus asesores de seguridad nacional de que el momento de deshacerse de Maduro es ahora. Junto con ellos aparecen exiliados opositores venezolanos; el secretario general de la OEA; diplomáticos de países aliados que integran un denominado “Club de embajadores” y en el que sobresalen por su grado de interlocución con la Casa Blanca funcionarios de Argentina, Panamá y Perú además de colombianos; viajes relámpago en los últimos meses de 2018 de Juan Guaidó a Colombia, Brasil y su presencia en Estados Unidos, donde según parece mantuvo reuniones de alto nivel. Para finalizar, se da cuenta de conversaciones telefónicas desde la capital estadounidense con un sorprendido y presumiblemente celoso Henrique Capriles, cuyo protagonismo se ve ahora menguado.

No sabemos cómo se desarrollarán los hechos en los próximos días y meses. También, es indudable, nos falta perspectiva, pues estamos inmersos en muy peligrosas tensiones que pueden derivar en una flagrante acción militar. Pese a ello, y sin dejar de lado las reglas del oficio, corresponde argumentar que cada una de estas cuestiones es susceptible de ser pensada históricamente.

El comentario que sigue se sustenta en experiencias de investigación acumuladas en numerosos archivos histórico-diplomáticos latinoamericanos, fundamentalmente ubicados en países de Centroamérica y el Caribe en torno a un golpe de Estado ejecutado en secreto para deponer al presidente guatemalteco Jacobo Árbenz, cuya reforma agraria desestabilizó completamente dicha región. Debe recordarse, siguiendo en este caso al historiador contratado por la CIA para escribir una narrativa del citado golpe de 1954, que dicha acción encubierta se erigió durante la Guerra Fría como un “modelo”, expandiéndose su aplicación a otros países más adelante. Ha sido este un tórrido episodio, numerosamente debatido a nivel internacional, pese a lo cual siguen abriéndose ventanas para su abordaje. Teniendo como referencia este tema, un importante punto de quiebre en la historia de las relaciones hemisféricas entre Estados Unidos y América Latina antes de la irrupción del desafío cubano, este texto –sin desconocer el resto de las experiencias nombradas– prioritariamente empleará dos de ellas.

La primera pasa por dar cuenta de que no sería la primera ocasión en que un país es empleado a fondo por Estados Unidos en América Latina como plataforma de lanzamiento de una acción paramilitar. La segunda parte de la reciente ubicación de una parte significativa del archivo personal de Carlos Eduardo Taracena de la Cerda, uno de los secretarios privados del coronel Carlos Castillo Armas, gestor contratado por la CIA –con el beneplácito de los dictadores regionales que rodeaban a Guatemala– para liderar y autoproclamarse desde Honduras como cara visible de un golpe cuyas ramificaciones se extendían en numerosas direcciones.

Lo anterior aporta significativos elementos para pensar, entre otras muchas cosas, parte del triste legado del intervencionismo estadounidense, algo aparentemente relevante cuando parecemos estar a las puertas, muy lastimosamente, de una invasión perpetrada contra un país latinoamericano.

Algo de historia: Honduras, ese “país de alquiler”

A mediados de los años 50 del pasado siglo XX la proyección de la revolución guatemalteca –que afectó directamente a la poderosa empresa bananera United Fruit Company, cuyos intereses abarcaban a toda Centroamérica, el Caribe y varios países de América del Sur– se volvió intolerable tanto para Estados Unidos como para los dictadores que infestaban la región, entre los cuales se contaban Somoza, Batista, Trujillo, Pérez Jiménez o el hondureño –y ex abogado de la Frutera– Carías.

Como demuestran numerosos documentos, fundamentalmente los consultados en el archivo de la cancillería de Honduras en Tegucigalpa, este país ofrecía importantes ventajas comparativas para montar desde allí la estrategia golpista. Entre ellas deben destacarse un Estado estructuralmente débil, con una institucionalidad precaria, escaso control de sus fronteras e incluso desconocimiento de hasta dónde llegaban sus límites, un presidente cercado por un Congreso que respondía al ex dictador Carías –cuyos dirigentes ocupaban los puestos más importantes dentro de la estructura diplomática del gobierno, en el congreso y el Ejército–, pero que a la vez era limítrofe con la Guatemala “comunista” y donde la compañía bananera mantenía un eficaz control político, económico y territorial en la denominada zona Norte. Eran razones de peso para emplear su territorio, siguiendo nuevamente a Selser, como un “país de alquiler”. A ello se añadía la tradición de intervencionismo en los asuntos internos de “la embajada”, cuya voz siempre era escuchada: atónito quedó un encargado de negocios chileno al arribar a Tegucigalpa en los años 50 en representación de su país cuando fue abordado por el decano del cuerpo diplomático allí acreditado para expresamente solicitarle que lo acompañara secundando una amistosa intervención del embajador estadounidense para amañar la elección, una práctica que comúnmente era aceptada como normal en esos países.

Por Tegucigalpa y desde Mangua, Panamá, San Salvador, Caracas, Ciudad Trujillo y La Habana pasó toda la logística que sirvió para entrenar a un ejército paramilitar que públicamente anunció que invadiría y liberaría a Guatemala del “comunismo internacional”. Castillo Armas, un coronel guatemalteco exiliado allí, gestó la operación, manejó los dineros de la CIA para reclutar mercenarios y se proclamó él mismo como el “libertador” de su país. Estados Unidos movió su personal diplomático hacia Tegucigalpa, llegaron instructores militares, agentes de inteligencia camuflados de “periodistas” o “turistas”, solicitaron a diario emplear el espacio aéreo hondureño, pidieron mapas, firmaron un pacto militar –con cláusula secreta–, numerosos “traficantes” de armas ofrecieron sus equipos y contactos y, por sobre todo, la frutera cedió sus plantaciones para la incursión que también tuvo su costado “humanitario”, pues Árbenz fue acusado de vulnerar las libertades democráticas. A diferencia de los demás vecinos –salvo Costa Rica–, en Guatemala había libertad de prensa, un Congreso en funciones, Poder Judicial, elecciones frecuentes, y no existían presos políticos. Todo esto brillaba por su ausencia entre sus vecinos, donde las cárceles albergaban a hasta 5.000 opositores, como en el caso venezolano, en el que gobernaba el coronel Marcos Pérez Jiménez. El lector debe saber, aunque parezca risible, que, pese a ello, el cerco mediático de las agencias noticiosas más importantes no dudó en difundir la idea de que en Guatemala se había desatado una “ola de terror comunista”.

Una última y pertinente consideración, en este caso complementada por documentación liberada por la propia CIA en 2003: por lo antes expuesto, Honduras era un país idóneo para aplicar los denominados “planes de provocación” que trazaron sus agentes con el objetivo de proveer “justificación” para una invasión armada a ser promovida en el ámbito de la OEA si el ejército paramilitar comandado por Castillo Armas fracasaba. El gobierno guatemalteco, bien informado por sus agentes –el propio Árbenz, como se muestra en algunos documentos de su acervo personal–, estaba al tanto de la peligrosa vulnerabilidad de Honduras y fue en extremo cauto para no brindarles a Estados Unidos y sus demás enemigos regionales el pretexto que necesitaban para invadir abiertamente Guatemala. Para finalizar, y sirva como colofón, corresponde complementar que la utilización de Honduras parece haber sido tan provechosa en 1954 que luego del triunfo de la Revolución sandinista en Nicaragua ese país nuevamente se empleó para hostigar al gobierno revolucionario y promover las acciones de la “contra”.

En función de lo afirmado y leyendo con una perspectiva histórica de larga duración las noticias que llegan desde la frontera colombo-venezolana, no sorprendería considerar que dicho país constituye una de las plataformas más peligrosas de una inminente incursión armada paramilitar, que en este caso se justificaría también por una razón “humanitaria”.

Una trama regional con proyección transnacional

Tampoco resultan sorprendentes las noticias que llegan si se atiende a la necesidad de abordarlas desde una perspectiva transnacional en la que el centro no pierda de vista las intensas acciones regionales que se despliegan como parte del cerco internacional y complementan la intervención de las potencias imperiales. Otra vez, el golpe en Guatemala ofrece numerosas pistas que constituyen un antecedente histórico muy plausible de considerar en la actualidad durante este momento crítico que atraviesa Venezuela. Aunque la acción de la CIA en aquel entonces fue despiadada y amplísima para los marcos de ese entonces –abarcó el cerco económico, el aislamiento internacional del régimen vía OEA, numerosas acciones de prensa y radio para convencer al continente de la peligrosidad de Guatemala, “cabecera de puente de Moscú”, a la vez que Árbenz era “el Stalin centroamericano”–, el golpe acudió y necesitó en última instancia de la eficaz colaboración de los caudillos dictadores que formaban parte del vecindario guatemalteco. Ellos conocían bien la región, la geografía, mantenían una tradición de intervencionismo mutuo y, fundamentalmente, sabían cómo azuzar a los estadounidenses con el peligro del comunismo en una zona históricamente sensible –piénsese en el canal de Panamá– para ellos. Pero, más que eso, buscaban presentar su sincera amistad, porque en la aprobación estadounidense estaba la garantía de que el vecino haría la vista gorda ante el carácter antidemocrático e ilegítimo de todos ellos. Nadie lo expresó mejor que el nicaragüense cuando en una oportunidad, a inicios de 1955, irritado con Eisenhower, le expresó a un importante diplomático mexicano: “Estos gringos… no entienden nada de revoluciones centroamericanas, aunque les gusta provocarlas”.

En definitiva, y dialogando con el pasado, todo indica que la nueva derecha latinoamericana reclama con insistencia su lugar y no parece desentenderse de un protagonismo que se explicita. Tal y como dijo un opositor venezolano, “a diferencia de lo que pueda pensarse, la estrategia que tiene hoy a Maduro contra las cuerdas no nació del gobierno de Donald Trump, sino del acompañamiento que tuvimos los líderes venezolanos de la oposición hoy en el exilio con el enorme apoyo de los embajadores acreditados ante la Casa Blanca, en especial los de Argentina, Colombia, Chile y Perú”, junto a “funcionarios de la Casa Blanca y del Departamento de Estado e influyentes congresistas de ambos partidos”.

En las entrañas de una restauración

Este cierre provisorio atiende a la otra consideración que oportunamente señalamos: el histórico intervencionismo de Estados Unidos ha dejado, siempre, un legado de muerte y horror. En el escenario de un nuevo episodio de ese patrón ya histórico que ha pautado el vínculo entre dicho país y sus vecinos del patio trasero, nuevamente parece útil recurrir a la historia. Y como se afirmó, lo que ha sobrevivido del archivo personal de quienes ejecutaron el golpe de 1954 ofrece algunas claves interpretativas. Los golpes no culminan con el desplazamiento de los líderes y no siempre los impactos de las intervenciones afectan mayormente a la élite derrocada.

En ese sentido, y desde las entrañas de aquel proyecto golpista, pueden reseñarse muy brevemente algunas cuestiones pertinentes en este complejo presente.

Primero, se confirma que la magnitud del derrocamiento de aquel gobierno no solamente supuso interrumpir un proceso democrático sino que también dio lugar al primer exilio masivo en la historia contemporánea de América Latina, algo que no es menor habida cuenta de que todos los estados latinoamericanos, sin excepción, han abusado de la práctica de exiliar a opositores para acallar sus voces.

Segundo, y atado a lo anterior, las huellas de aquel golpe son elocuentes en cuanto a la arbitrariedad en la que quedó sumido el país tras la intervención extranjera. El golpe facilitó una represión despiadada y generalizada, que implicó el empleo regular de la tortura.

Tercero, el cambio de gobierno y el establecimiento de un gobierno ilegítimo abrió o dio inicio a una época tristemente signada por la delación entre la población común, que a su vez expuso a los nuevos usurpadores del poder del Estado a la necesidad de cometer todo tipo de arbitrariedades e injusticias. Vecinos denunciándose mutuamente por colaborar con el anterior gobierno; que reclaman sus intereses antes afectados; funcionarios públicos que, en venganza y motivados con la posibilidad de ascender, proyectan intrigas en la misma forma; profesores y maestros destituidos; violaciones continuas al derecho internacional cometidas contra las embajadas donde se asilaron numerosas personas para escapar a la represión, y otros numerosos ejemplos que por razones de espacio es imposible detallar aquí. Las listas de sospechosos que se confeccionaron en esa lógica primitiva de anticomunismo a la que dio lugar la invasión alcanzaron los 70.000 nombres.

Cuarto, no hay dudas respecto del carácter que parecen asumir estos episodios contrarrevolucionarios: su sesgo es fuertemente restaurador de intereses que se vieron hostilizados por el poder estatal en el marco de una revolución que, como era el caso de la guatemalteca, había apuntado claramente a otorgar derechos a sus amplias mayorías. En esa forma, la intervención de Estados Unidos marcó una gran oportunidad para que las tierras confiscadas a la élite terrateniente fueran devueltas, o que numerosas propiedades de anteriores funcionarios fueran saqueadas y entregadas como parte del botín a los conspiradores. Entre los beneficiarios estaba la empresa frutera que consiguió la interrupción de la reforma agraria y la devolución de sus tierras confiscadas. Copiosa resultó ser la correspondencia que llegó a manos de Castillo Armas por parte de empresarios estadounidenses, nicaragüenses, dominicanos, cubanos, presurosos por contratos del Estado, por las posibilidades que brindaban los escasos recursos petroleros, la electricidad, el comercio de carne y “licor”.

Quinto, aquella intervención transnacional contra Guatemala agravó mucho más las tensiones sociales en los planos interno y externo. Tan lejos llegó la arbitrariedad que, en palabras el ministro de Educación apurado por el embajador chileno, quien le reclamaba por la desaparición de una compatriota, le espetó un muy sentido “somos una dictadura y hacemos lo que nos da la gana”. Tenía razón: Castillo Armas se había autoproclamado presidente en un plebiscito sin partidos y con voto públicamente cantado en la que no votaron los indígenas agraciados por la reforma agraria.

Sexto, la historia también enseña que las intervenciones ofrecen oportunidades de colocar los recursos del Estado en manos de los victoriosos, pero también que el ejercicio discrecional de ese poder despierta y aviva los apetitos entre los vencedores. En el caso de Guatemala, las intrigas fueron de tal magnitud que el propio Castillo Armas –pese a ser exhibido como ejemplo de libertad por Estados Unidos, donde se le otorgó un doctorado honoris causa por parte de la Universidad de Columbia– culminó abruptamente sus días al ser asesinado por esbirros del dictador dominicano Rafael Trujillo. Aunque este había contribuido con dinero y armas a su causa, prontamente se decepcionó con el guatemalteco, quien se negó a recibirlo y reconocerlo como el principal baluarte del anticomunismo regional. En esta escasa consideración por la vida humana parece haber contribuido también el pecado de origen a que dio lugar una intervención ilegítima que le quitaba cualquier respaldo y consideración entre sus pares.

No debemos perder de vista que si bien deben advertirse que las intervenciones dan pie al debilitamiento de los estados, fragmentan su institucionalidad o alteran las relaciones internacionales, deben supeditarse en primer lugar a las personas: en el caso guatemalteco, la historia advierte que la interrupción significó cárceles superpobladas, migraciones forzadas, tierras arrancas, desapariciones y un letargo de guerra civil que culminó en 1996 con la friolera de 250.000 personas asesinadas y 70.000 desaparecidas, entre ellos muy probablemente 5.000 niños. Que nunca más se repita.

Roberto García Ferreira es doctor en Historia, profesor de la Udelar, investigador del Sistema Nacional de Investigadores. Coeditor junto a Arturo Taracena de _La Guerra Fría y el anticomunismo en Centroamérica, FLACSO, 2017._


  1. César Sabogal, “Así planeó Colombia la estrategia contra Maduro”, El Espectador (Bogotá), 2 de febrero de 2018. Disponible en: www.elespectador.com/noticias/el-mundo/asi-planeo-colombia-la-estrategia-contra-maduro-articulo-837534