La asombrosa afirmación de la candidata presidencial del Partido Nacional, la senadora Verónica Alonso, de que cuenta con el apoyo de Dios –¡nada menos!– ha generado muchas reflexiones en estos días sobre política y religión o, si se quiere, fe y política. Quisiera aportar esas reflexiones desde el punto de vista de un militante político de izquierda, inspirado en el humanismo cristiano.

En primer lugar, sobre la afirmación puntual de la senadora Alonso, coincidimos plenamente con la respuesta del cardenal Daniel Sturla: “El Uruguay laico, plural y democrático es un bien para todos”. Sin duda que la separación del Estado y la Iglesia en la Constitución de 1917 fue positiva para todos. Sin dudas la laicidad le hace bien a nuestra sociedad. No así el laicismo militante que pretende encerrar a los creyentes entre cuatro paredes y les pretende impedir su libre expresión como parte de la sociedad plural que debemos garantizar. Pero el valor de la laicidad es innegable.

El propio cardenal Sturla recuerda que en todo el mundo occidental existen partidos políticos inspirados en principios cristianos, pero “que se mezcle a Dios directamente en una opción política determinada o que una Iglesia apoye a un determinado partido no es bueno”. Totalmente compartible.

Los tiempos en que se pretendía validar la acción política en un mandato divino, por suerte, han quedado atrás (o habían quedado atrás). Francisco Franco fue la máxima expresión de eso. Se proclamó “caudillo de España, por la gracia de Dios”, afirmación que incorporó en monedas, sellos y documentos oficiales. Permítanme una digresión: nuestro corazón está junto a los 14 sacerdotes vascos que Franco fusiló cuando conquistó Euzkadi.

Bordaberry, Juan María, fue la última expresión en nuestro país de esa concepción. Jamás nos imaginamos que en el 2019 volvería a resurgir.

En la Iglesia Católica, el Concilio Vaticano II, en los años 60, fue decisivo en este sentido y el modelo de partidos confesionales se superó. Un ejemplo uruguayo fue la transformación de la vieja Unión Cívica en Partido Demócrata Cristiano en 1962, como partido no confesional. “Esas organizaciones aún integradas mayoritariamente por cristianos pasan a plantearse una lógica de transformarse en organizaciones no confesionales. No hay un traslado mecánico de la confesión de fe a la vida política. Lo que habrá será la inspiración en la perspectiva humanista cristiana para comprometerse y vincularse a un ámbito político que es un ámbito secular, un ámbito donde no hay que trasponerle mecánicamente los criterios de la fe”, escribió Horacio Ottonelli Porcile.1

Para quienes se inspiran en la afirmación evangélica de que el mandato principal es “amar al prójimo como a ti mismo”, las consecuencias son inevitablemente la actuación en lo social más allá de lo individual. La construcción de una sociedad basada en el amor, en la fraternidad, en la solidaridad. Entonces, es evidente que hay que reconocer la autonomía de la fe respecto de la política, pero simultáneamente es inevitable que “los cristianos no pueden ser ajenos a la construcción histórica de la sociedad”.

Esa construcción histórica de la sociedad nos lleva directamente al plano de las ideologías y los principios y, en el caso, al humanismo cristiano.

Juan Pablo Terra definía la ideología como “un complejo conjunto de ideas tal como viven en el grupo. Estas ideas se refieren al modo como la gente de ese grupo ve o imagina su estructura, sus procesos, su situación y su historia, en relación a la estructura, los procesos, la situación y la historia de la sociedad total y de los otros grupos. Pero además de una interpretación de la realidad, la ideología de un grupo contiene apreciaciones de valor: juicios, calificaciones de bueno o malo, preferencias, condenas, rechazos”. “La ideología comprende también lo que el grupo aspira, lo que valora, lo que sueña, lo que se propone como objetivo, lo que prevé como futuro”.2

Como el propio Terra rebatió, el anunciado fin de las ideologías proclamado por Francis Fukuyama en 1989, con su “evidente agotamiento de alternativas sistémicas viables al liberalismo occidental” y su anuncio del triunfo definitivo de los “principios liberales”, ya nadie lo sostiene. Terra se preguntaba: “¿Ignoramos que a la humanidad le aguardan problemas enormes para los cuales el pensamiento liberal no tiene respuesta? Yo creo que la democracia política, tal como hoy la conocemos y defendemos, es una base mínima exigible para el gobierno de los estados nacionales. No creo que, aún en ese ámbito nacional, agote las potencialidades del ideal democrático. Por el contrario, pienso que debería desbordar la concepción limitadamente política que le ha dado el liberalismo y realizarse más profundamente como democracia económica y como participación”.3

Las ideologías están vivas. Y en la definición de Terra, no es posible la acción política sin ellas.

En nuestros días también se ha planteado una falsa oposición entre ideología y gestión. Sobre esto me remito a quienes vieron a la murga La Mojigata hace un par de carnavales atrás, cuando en memorable cuplé destrozaba esa falsa contradicción. “Atrás de cada gestión siempre hay una ideología”, cantaban, y remataban sobre ideología y gestión exclamando: “Un fuerte aplauso para las dos, ¡no se pierdan, por favor!”.

Y para el humanismo cristiano, en un momento en que se ven débiles las alternativas al sistema capitalista dominante, el tema utópico es esencial. “En este contexto reafirmamos el valor de la utopía como el sentido último de la acción política. La utopía como la inspiración para una acción transformadora y la perspectiva trascendente hacia una nueva sociedad. Valoramos una utopía que es el horizonte de realización política, pero que a la vez se expresa ya hoy en una serie de experiencias y expresiones actuales que anticipan una sociedad nueva”.4

En un seminario sobre los 500 años de la Utopía, de Tomás Moro, Ana Agostino afirmaba que “el discurso dominante del desarrollo se ha constituido en el obstáculo para la utopía, para el sueño de la sociedad deseada, al presentarse como un modelo acabado de sociedad capitalista occidental y como criterio normativo que exige repetir la occidentalización, cuya centralidad es económica: crecimiento y consumo como aspiración universal. Se trata de una forma de homogeneizar al mundo, al costo de bloquear el imaginario, de pensar por fuera del modelo”.5

Los principios básicos del humanismo cristiano que nos inspiran siguen tan vigentes como siempre: la dignidad de la persona humana, libre, sujeto de derechos inalienables, capaz de solidaridad y amor, irreductible a ser considerada un factor de utilidad y que sólo se realiza cuando sirve a los otros, contribuyendo a la creación de un bien común participado por todos; el personalismo comunitario, afirmando lo comunitario, que es oponerse al individualismo egoísta del neoliberalismo que termina destruyendo los valores de la persona humana; la definición de que los pobres son el centro preferencial del proyecto político; el pluralismo, que, como decía Terra, “debe empezar por el reconocimiento claro y abierto de la existencia de diferentes familias culturales, religiosas e ideológicas dentro de la misma sociedad y del reconocimiento de su derecho a organizarse socialmente y a cultivar colectivamente su acervo cultural, religioso o ideológico”.

Volvamos al principio. Desde nuestra perspectiva de izquierda cristiana, tenemos la obligación de comprometernos con la lucha social y política desde esta, nuestra ideología, hacia esa sociedad utópica que anhelamos.

Hace décadas que en eso estamos. Sabemos que esa construcción la debemos hacer confluyendo y actuando junto a quienes, desde distintas visiones ideológicas, buscan objetivos parecidos. Por eso contribuimos a la fundación del Frente Amplio en 1971. Por eso Cuadernos de Marcha en esa ocasión, dirigida por el gran Carlos Quijano, titulaba. “Frente Amplio: cristianos y marxistas”.

No solos, ya que, como decía Helder Cámara, “quien sueña solo, sólo sueña, quien sueña con otros da comienzo al cambio”.

Pero asumiendo nuestro deber del compromiso social, jamás caeremos en el error de querer adjudicarnos ser los elegidos por Dios y creer que nuestras ideas son superiores a las de otro por provenir del pensamiento cristiano.

Los “caudillos por la gracia de Dios” son cosa del pasado, pese a los Bolsonaros o Verónicas Alonsos que quieren revertir la historia.

Jorge Rodríguez es presidente del Partido Demócrata Cristiano.


  1. “Fe y política”, documento 6 del Instituto Humanista Cristiano Juan Pablo Terra, p. 18. 

  2. Juan Pablo Terra: “Mística, desarrollo y revolución”. Obras, tomo 3, CLAEH, p. 52. 

  3. Juan Pablo Terra: “Los nuevos profetas del fin de la historia”. Obras, tomo 3, CLAEH, p. 297. 

  4. “Una corriente comunitaria y democrática para la renovación del Frente Amplio”. Izquierda cristiana, p. 12. 

  5. Ana Agostino, citada por César Failache en Nuestras utopías 500 años después, documento 15 del Instituto HC Juan Pablo Terra.