Temer asumió el gobierno en 2016, cuando Dilma Rousseff fue destituida, en el marco de una secuencia de acciones que convenció a gran parte de la sociedad brasileña –y a muchas otras personas en el mundo– de que los gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT) habían sido un festival de corrupción sin precedentes. Pero la corrupción es endémica en Brasil, y Rousseff no fue acusada por ese motivo. De hecho, ella sigue libre porque no se le ha probado delito alguno, mientras que el diputado Eduardo Cunha, principal articulador de su destitución, está preso por corrupto.
Luego fue condenado el ex presidente Lula da Silva, que había sido proclamado candidato a la presidencia por el PT y encabezaba todas las encuestas sobre intención de voto. Ya estaba claro que había acusaciones muy graves contra Temer por corrupción, pero el entonces mandatario fue salvado varias veces, incluso por una ajustada mayoría (cuatro contra tres) del Tribunal Superior Electoral, cuyo presidente, el juez Gilmar Mendes, sostuvo que, para preservar la estabilidad institucional de Brasil, era mejor que Temer no cayera.
Jair Bolsonaro triunfó en las elecciones del año pasado, presentándose como un enemigo de la corrupción que podía terminar con ella, aunque era falso que no hubiera denuncias contra él y su entorno (y en los últimos meses han surgido otras).
Ahora, pasadas las elecciones y con Bolsonaro en la presidencia, sí fue arrestado Temer, con prisión preventiva. Gran parte de las acusaciones contra él se apoyan en delaciones premiadas, como sucedió en el juicio a Lula y ha sido habitual en la operación Lava Jato, que investiga la corrupción política en beneficio de grandes empresas brasileñas.
Es inaceptable, para la lógica y para la ética, sostener que las delaciones premiadas fueron malas contra Lula pero son buenas contra Temer, y lo mismo pasa con el criterio de invertir la carga de la prueba: el ex juez Sérgio Moro, figura central del Lava Jato, que condenó a Lula y hoy es ministro de Bolsonaro, sostiene que en estos casos no se trata de que la Justicia pruebe que un político es corrupto, sino que los políticos acusados deben probar que son inocentes para no ir a la cárcel.
Hay quienes afirman que, con las condenas a dirigentes de izquierda y de derecha, el Poder Judicial brasileño demuestra su independencia e imparcialidad. También es legítimo pensar que reitera procedimientos muy discutibles, y que contribuye a consolidar el relato de que “los políticos son todos iguales”, o el de que todos lo eran hasta que llegó Bolsonaro.
Es muy probable que Lula no haya sido ajeno a las prácticas corruptas en los gobiernos del PT, y también es muy probable que Temer sea un corrupto, pero sería muy ingenuo –más aun en el actual contexto brasileño– festejar que se condene sin pruebas sólidas, o sólo por lo que dicen, para reducir sus penas, grandes delincuentes. Ninguna presunta cruzada de salvación moral vale más que el respeto por los derechos de todos.